Cómo ser toda una dama (4 page)

Read Cómo ser toda una dama Online

Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

—Salvo el capitán.

—Ya sabe cómo son los rumores. La gente cambia.

Viola miró de reojo a su segundo de a bordo mientras se quitaba la gruesa corbata para rascarse el cuello. Las piernas no acababan de acostumbrarse a tierra firme. La travesía de diez semanas no la había agotado. Y aunque le encantaría darse un baño caliente y que le lavaran la ropa con agua limpia, estaba deseando volver a embarcar y poner rumbo al sur.

Volver con Aidan.

Tenía casi veinticinco años y había decidido confesarle que estaba dispuesta a vivir en tierra al menos seis meses al año. En esa ocasión, Aidan se casaría con ella. Desde luego que sí.

—¿Crees que tu mujer te aceptará esta vez,
Loco
?

El aludido se pasó una mano por el mentón, cubierto por una áspera barba blanca.

—Cuando me fui, me dijo que lo haría, pero no es muy constante, la verdad.

—Pues que tengas suerte. Te recogeremos a la vuelta, en agosto.

—¿Pondrá rumbo a Puerto España entonces?

Viola se pasó una mano por la frente, apartándose el pelo húmedo. Todo estaba húmedo, desde su gabán hasta… sus expectativas.

—Ajá —clavó la vista en las antorchas que iluminaban los portales de la calle. Sin embargo, en ellas no encontraría respuesta. Para hacerlo, tendría que ir al soleado Caribe.

—No ha tenido noticias del señor Castle últimamente, ¿verdad?

—No desde diciembre.

Loco
carraspeó y replicó:

—Los plantadores suelen estar muy ocupados. Además, todavía está aprendiendo el oficio. No es habitual que un hombre de mar se establezca en tierra y se ocupe de una granja.


Loco
, no es una granja —con el dinero que había ahorrado a lo largo de seis años mientras trabajaba como segundo de a bordo en el barco del padre de Viola, Aidan había comprado una plantación de caña de azúcar de más de veinte hectáreas.

Su segundo frunció el ceño.

—Será mejor que vaya a verlo y vea lo que está pasando.

—¿Te importaría echarle un vistazo a mi casa de camino a la tuya? Los inquilinos son buenas personas, pero me gustaría saber si necesitan algo.

—No zarpará hasta dentro de quince días. ¿Por qué no lo comprueba usted misma?

—Habrá mucho trabajo que hacer aquí, entre descargar y cargar de nuevo. No tendré tiempo —ni ganas.

—No le guarda mucho cariño a esa casa, ¿verdad?

—¿Conoces la cárcel a la que hemos enviado a esos muchachos? —hizo un gesto.

Loco
asintió en silencio.

Viola enarcó una ceja y su segundo de a bordo rió entre dientes.

—¿No le gustaba que la dejaran allí, señorita Violet?

—No, señor.

Sin embargo, cuando comenzó la guerra en 1812 y consiguió la patente de corso de las autoridades de Massachusetts, su padre la dejaba en esa casa durante meses y meses, con su tía y sus primos mientras él se hacía a la mar. A ella nunca le había gustado cocinar, ni lavar, ni coser. Sólo le gustaba leer periódicos y novelas de aventuras, cuando podía conseguirlas.

En primavera, cuando su padre la llevaba con él a bordo, afirmaba que estaba hecha para navegar, que no podía dejarla en tierra.

Serena siempre había dicho que se adaptaría perfectamente a la vida en el mar. Serena… su preciosa y dulce hermana mayor que hacía tanto tiempo que la dio por muerta, como su madre. Serena, que tal vez ya nunca pensara en ella. Y que seguro que se escandalizaría si viera en qué se había convertido su hermana pequeña: su piel bronceada, sus modales toscos y el vulgar grupo de marineros que lideraba, siempre a disposición del gobierno americano.

Después de que su padre la secuestrara delante de su hermana y se la llevara de la propiedad del que hasta entonces había creído que era su verdadero progenitor, Viola había pasado años esperando volver a Inglaterra. Había escrito cartas y más cartas que enviaba cuando su padre estaba en la mar, para que no se enterara y así no sufriera. Fionn Daly, un marinero curtido, tenía un corazón de gelatina en lo referente a las mujeres que amaba: su hermana viuda, Viola y la madre de esta, a quien jamás había dejado de querer aunque estuviera casada con otro hombre. La siguió queriendo hasta el día que murió a causa de su extravagante devoción.

Serena jamás respondió a sus cartas. Ni una sola a lo largo de seis años. De modo que a los dieciséis, Viola dejó de escribir. Sin embargo, a veces aún se preguntaba qué sería de ella y deseaba poder tener un catalejo capaz de alcanzar las costas de Devonshire. A esas alturas, seguro que Serena estaba casada y tenía unos cuantos hijos.

Sin embargo, jamás lo sabría con certeza. Iba a casarse con Aidan. Puesto que él se negaba a volver a Inglaterra hasta no haber hecho fortuna, ella tampoco iría. Su vida estaba en ese lugar. En América. Con Aidan.

—Buena suerte con la parienta,
Loco
. Espero que esta vez te acepte.

—Gracias, señorita —rió entre dientes—. No me vendría mal que rezara por mí si tiene tiempo.

—¡Ah! —Viola soltó una carcajada—. Dios ya no escucha mis plegarias sobre ese tipo de cosas. Hace años que no lo hace.

Se despidió agitando la mano y siguió hacia el hostal. El edificio se emplazaba en una calle estrecha, alejado del bullicio de los muelles, y garantizaba la paz y la tranquilidad de las que jamás podía disfrutar a bordo de su barco. Sin embargo, Viola era incapaz de soportarlas durante más de quince días seguidos.

Una anciana encorvada le abrió la puerta.

—Señora Digby, he vuelto otra vez en busca de su tarta crujiente de manzana.

—Señorita Violet —replicó la mujer, con una sonrisa que le arrugó aún más el rabillo de los ojos—, bienvenida a casa.

No podía decirse que fuera su casa, pero las sábanas estaban siempre secas y no tenían chinches ni pulgas.

—Para los gastos —Viola dejó un puñado de monedas en la temblorosa mano de la mujer y subió a su habitación. Aunque la señora Digby no podía permitirse lujos, era un lugar razonablemente cómodo.

Una vez en ella, se quitó las prendas de lana y lino, empapadas por la lluvia, la sal y el sudor. La criada llegó para encender el fuego y Viola le dio un penique. Después, se lavó de pie en una tina, para lo cual usó un jarro de agua caliente. Se secó el pelo delante del fuego, desenredándoselo con los dedos y se metió en la cama. Dormiría hasta el domingo si no tuviera que madrugar al día siguiente para supervisar la carga de la
Tormenta de Abril
.

Antes de que se le cerraran los ojos, reparó en la figurilla que descansaba en la mesita de noche. Su posesión más preciada después del barco.

Su padre había cambiado una vajilla de plata que había robado de un buque mercante holandés por ese tesoro. Se lo regaló el día que cumplió trece años. Del mismo tamaño que su dedo índice, estaba tallada con gran delicadeza y pintada con detalle. Tenía tonos dorados, rojos, azules, verdes y amarillos. Era la estatuilla de un rey egipcio.

De un faraón.

Años después, cuando escuchó por primera vez que había un pirata con dicho apodo, un hombre de mar tan afortunado que hasta los corsarios españoles temían cruzarse con él, quiso conocerlo. Quiso ver con sus propios ojos quién era ese hombre tan afamado. Esa leyenda viva. Últimamente, al escuchar en las tabernas de los puertos que
El Faraón
se dedicaba en exclusiva a hundir barcos piratas, sus deseos de conocerlo aumentaron.

Por fin lo había conocido.

Y por su culpa, por culpa de una mujer, el poderoso
Faraón
estaba durmiendo en una celda. Y también por su culpa, al llegar la mañana sería libre. Siempre y cuando mantuviera esa preciosa boca cerrada.

Viola se durmió con una sonrisa en los labios.

Jin se despertó temblando.

Contuvo la reacción de su cuerpo. No temblaba de frío. Temblaba por culpa de los barrotes de hierro que tenía delante de los ojos.

Se enderezó contra la pared, respiró hondo un par de veces y desterró el sudor frío que amenazaba con cubrir su cuerpo y el pánico latente que le debilitaba las extremidades. La luz del amanecer se filtraba por el ventanuco de la celda, situado por encima de la cabeza de un hombre. A su alrededor y también en la celda contigua, se encontraba su tripulación. Sus hombres dormían o descansaban tirados en el mohoso suelo. Todos eran capaces de descansar en cualquier sitio. Igual que él. Normalmente.

Llevaba doce años sin estar detrás de unos barrotes, desde que tenía diecisiete años. En aquella ocasión, dos hombres pagaron por su libertad. Él se encargó de que pagaran. Con sus vidas.

Ocho años antes de dicho momento, lo arrastraron encadenado y pataleando a una subasta de esclavos bajo el ardiente sol de Barbados. En aquella ocasión, fue un muchacho quien pagó por su libertad. Con oro. Un muchacho de doce años a quien le debía la vida. Desde entonces, cada día que pasaba en libertad le parecía un tesoro robado.

Volvió la cabeza al escuchar un golpe. En un rincón de la celda, frente a él,
Pequeño
Billy lanzaba un ajado dado de madera contra la pared. Al verlo despierto, el muchacho estiró el cuello y esbozó una sonrisa.

—Buenos días, capitán —a sus dieciséis años, Billy seguía haciendo honor a su mote. Era bajito, delgado y desgarbado. Sonreía como si fuera un niño—. ¿Está listo para el juez?

—No habrá juez, Bill —Jin paseó su mirada por los muros y los barrotes de la celda en busca de algún punto débil en su estructura.

Lo hizo por costumbre, ya que no era necesario. Los liberarían al cabo de unas horas. Ya lo había escuchado la noche anterior de labios del jefe del puerto, antes de que les hiciera llegar los harapos que en esos momentos llevaban tanto él como su tripulación, en vez de su propia ropa. La capitana de la
Tormenta de Abril
le había mentido al jefe del puerto sobre él y sobre su barco.

Esa mujer estaba loca. Tendría que llevar a una loca a Inglaterra, para devolverla al seno de una familia respetable.

Mattie, que se encontraba a su lado, soltó un sonoro bostezo. Después, se llevó unas manos tan grandes como dos jamones a la cara, que procedió a frotarse antes de sacudir la cabeza y mirar a Jin con el ceño fruncido, como era habitual.

—¿Cuál es el plan, capitán?

—Estoy en ello.

—Capitán, ¿por qué no les paga a estos tipos por ella? —
Pequeño
Billy gateó hasta ellos y señaló el techo, indicando al parecer a los gobernadores del litoral—. Para que se libren de ella.

—No estás pensando con la cabeza —Mattie empujó uno de los huesudos hombros del muchacho—. Esa muchacha no es propiedad de nadie.

—Pues eso no importó con la que trabó amistad en La Coruña —replicó Billy, con la pálida frente arrugada ya que había fruncido el ceño.

—¿Qué sabrás tú? —dijo Matouba con su vozarrón. Se encontraba al otro lado de la celda y sus ojos eran dos esferas blancas en su rostro negro—. Eras un bebé por aquel entonces.

—No trabó amistad con aquella muchacha —gruñó Mattie—. Además, esa no era libre. El señor Jin se la compró al que la estaba azotando —volvió la cabeza hacia Jin—. ¿Qué ha sido de esa chiquilla española?

Jin se encogió de hombros, pero se acordaba perfectamente. Recordaba a todas las personas a las que había liberado. Recordaba sus caras y sus nombres. A esa muchacha le había buscado un trabajo como criada en la casa de una solterona. Una anciana respetable. Era lo mejor que pudo encontrar en una ciudad desconocida. En los puertos que conocía mejor, dicha empresa siempre le resultaba más fácil.

Lo mismo daba. Cada vez que compraba la libertad de alguien, conseguía desprenderse de un trocito de la rabia y de la desesperación con las que cargaba. Sin embargo, eran trocitos muy pequeños y la losa aún era bien grande. Tendría que liberar unos cuantos miles antes de que desapareciera por completo.

—Yo digo que se compre cuatro barcos, o quizá cinco o seis, y los llene de hombres —dijo Matouba—. Así podrá rodear a la
Tormenta de Abril
mar adentro y llevarla de vuelta a Inglaterra.

—No —Jin meneó la cabeza—. Debe ir de forma voluntaria —una mujer como Violet
la Vil
lo acompañaría sólo si quería hacerlo. Si no, tendría que atarla y mantenerla encerrada en la bodega durante el mes de travesía. Pero él no trataba a ningún ser humano de esa forma. Ya no—. No —repitió—. Tengo otro plan.

Cuando comenzó a buscar a Viola Carlyle, albergaba la esperanza de encontrarla en una casita de la costa, ansiosa por regresar a Inglaterra, pero sin los recursos o el valor necesarios para hacerlo. Sin embargo, tras varios meses de búsqueda, cuando las pistas descubiertas lo llevaron a la corsaria apodada Violet
la Vil
, se vio obligado a revaluar la situación. Su verdadero padre, Fionn Daly, fue un contrabandista mediocre antes de convertirse en un corsario más mediocre si cabía. Posiblemente, sólo le permitiera embarcar por motivos prácticos, para que se encargara de las tareas domésticas y ahorrarse de esa manera la paga de un marinero. De modo que supuso que estaría encantada de volver a Inglaterra y de reintegrarse en la sociedad.

Supuso mal. La capitana de la
Tormenta de Abril
, una mujer segura, temeraria y en absoluto parecida a una dama, no se marcharía voluntariamente. No obstante, él debía convencerla. Había pasado toda una vida mintiendo y abriéndose paso con uñas y dientes para conseguir una victoria tras otra. Al final, la señorita Viola Carlyle zarparía rumbo a Inglaterra con él por decisión propia y retomaría la vida para la que nació. No le cabía la menor duda.

Estaba obligado a conseguirlo.

Veinte años antes, Alex Savege había comprado su libertad y le había salvado la vida. Una década después, cuando sólo era un ladrón enfurecido que pagaba su rabia con el mundo en general, Alex le ofreció otra alternativa. Lo subió a bordo de la
Cavalier
y le mostró lo que significaba ser un hombre. La flamante esposa de Alex creía que su hermanastra seguía viva. Alex, que a esas alturas era un aristócrata inglés, no necesitaba el dinero de Jin ni la ayuda que le prestaba con su barco. Sólo le interesaba la felicidad de su esposa.

De modo que partió sin decirles nada a lord y lady Savege, en busca de Viola Carlyle. Para saldar su deuda. La devolvería sana y salva al seno de su familia o moriría en el intento.

El jefe del puerto torció el gesto mientras miraba a Jin de arriba abajo por tercera vez y le exigía oro.

Other books

Darkness Falls by Mia James
Murder at the Pentagon by Margaret Truman
Obsession by Carmelo Massimo Tidona
Negotiating Point by Adrienne Giordano
Fields of Blue Flax by Sue Lawrence