Cómo ser toda una dama (6 page)

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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

—¿Ganándote a la tripulación con la esperanza de ascender con un motín, Seton?

—No, señora —su maravillosa boca esbozó una media sonrisa—. Sólo hago mi trabajo.

Se obligó a apartar la vista de esa boca y clavarla en las diferentes cubiertas, donde sus hombres estaban preparando el cabestrante, levando el ancla y organizándolo todo, tal como ella querría. Su tripulación había aceptado el liderazgo de Seton sin parpadear. Y no podía culparlos. Su postura dejaba bien claro que estaba al mando, irradiaba seguridad y confianza; tenía la clase de aura que ella había desarrollado a lo largo de los años con mucho esfuerzo para, una vez que la enfermedad acabara con su padre, convertirse en una buena capitana para sesenta hombres.

El cielo era de un azul resplandeciente, el agua de la bahía resultaba incitante y la brisa era fresca y prometedora. Sin embargo, un escalofrío premonitorio le erizó el vello de la nuca, cubierto por capas de tela gruesa.

—¿Todo en orden?

—Sí, señora.

—¿Ha subido toda la tripulación?

—Sí, señora.

—Nunca has navegado a las órdenes de una mujer, ¿verdad, Seton?

—No, señora.

Claro que no. Podía contar con los dedos de una mano, y le sobraban cuatro, las mujeres que capitaneaban barcos a las que había conocido.

—Puedes llamarme capitana.

—Como quieras —su voz sonó indiferente, pero apareció cierto brillo en sus ojos.

No se fiaba de él. Le había dicho que no se arrepentiría de haberlo contratado. Pero los piratas tenían la costumbre de mentir. Dudaba mucho que quisiera venganza. Parecía la clase de hombre que exigía lo que quería… de la misma manera que había exigido que ella lo contratara.

Todavía no la había llamado «capitana».

Lo había mirado a los ojos a través de la lluvia mientras era su prisionero, medio desnudo y atado al palo mayor. En ese momento, llevaba unos pantalones, una prístina camisa blanca que resaltaba el moreno de su piel, un sencillo chaleco y una corbata, así como una expresión un tanto desafiante en su apuesto rostro, como si no necesitara ni molestarse en proyectar una imagen más amenazadora.

Viola separó los pies y sintió el agradable peso de la pistola que llevaba en el tahalí y que rozó su pecho.

—¿Qué miras, marinero?

Sus gélidos ojos no parpadearon.

—A mi capitana.

—Vuelve al trabajo, Seton.

Él le hizo una reverencia.

«
¿Una reverencia?
»

Acto seguido, la obedeció. Viola inspiró hondo y se dirigió a su camarote. Todavía no habían zarpado y ya se estaba burlando de ella. Había cometido un error muy tonto al permitir que se embarcara. Pero no iba a admitirlo en ese momento ni mucho menos, aunque aún estaban amarrados y podría echarlo del barco. Tal vez cuando estuvieran en mar abierto podría desembarazarse de parte del cargamento, aligerar el barco y llegar a Trinidad mucho antes. O podría tirar a Seton por la borda.

Jin jamás había visto nada semejante. Y cuanto más presenciaba, más sorprendido estaba.

La adoraban. Desde el delgaducho grumete hasta el gigantón que manejaba el timón y que hacía que
Gran
Mattie pareciera una muñeca de trapo. La tripulación al completo la trataba como a una reina. Como a una reina de la que no se cansaban. Cuando ella no estaba presente, hablaban de su capitana con tono reverente. Halagüeño. Cariñoso. Cuando estaba delante, la agasajaban o corrían para cumplir sus órdenes sin rechistar. Mattie y Billy ya habían caído bajo su influjo, los muy idiotas. Incluso el estoico Matouba parecía estar sucumbiendo.

Jin no estaba acostumbrado a sentirse aturdido. Pero así se sentía.

Hasta cierto punto, entendía su devoción. La mayoría de marineros veía a muy pocas mujeres a lo largo de su vida, y muchísimas menos que no llevaran el pelo teñido de rojo y que no tuvieran la piel pálida tras pasar los días durmiendo por las noches de trabajo. Cuando se quitaba el sombrero que le confería el aspecto de una bruja desgarbada, las mejillas de Viola Carlyle brillaban sonrosadas. El pelo que llevaba recogido en una trenza o en un moño era muy oscuro y se rizaba allí donde los mechones conseguían escapar de su confinamiento. Y su piel era delicada y suave pese a los años pasados en alta mar. Era una mujer arrebatadora, aunque nunca mostrase un ápice del dulce y voluptuoso cuerpo que él había visto en el muelle… Algo que, por intrigante que fuera, Viola Carlyle no hacía. Su tripulación tenía que admirarla por fuerza.

Sin embargo, su devoción iba más allá. Sólo necesitó unos días con sus hombres para darse cuenta.

—La capitana dice que nos leerá por la noche como en el último viaje —un tipo delgaducho y avejentado, de unos sesenta años, se disponía a remendar una vela rasgada.

—Me gusta la de ese tipo que le dieron en el talón con la flecha —replicó su compañero, un jovenzuelo de piel oscura, mientras subía por la jarcia—. Su madre tendría que haber metido el brazo hasta el codo para bañarlo en el río.

Se echaron a reír.

—Señor Jin, ¿sabe que la capitana sabe leer? —los ojos del jovenzuelo miraron a Jin con evidente orgullo.

—¿En serio? —por supuesto. La habían educado en la habitación infantil de la casa de un aristócrata.

—Sí, señor. Nos leyó la historia de ese caballo hecho de madera y de los imbéciles que no vieron el truco hasta que ya era demasiado tarde.

Jin no conocía a ninguna dama que leyera acerca de la guerra de Troya. El talón de Aquiles, y el resto de dicho guerrero sanguinario, no se consideraba una lectura apta para las jovencitas de alcurnia. Claro que un hombre que secuestraba a su hija y la ponía a trabajar en un barco contrabandista a los diez años no se preocuparía por semejantes cosas.

—Pero suelen ser sermones de curas —el mayor asintió con la cabeza, sonriendo.

—La capitana es una mujer temerosa de Dios.

De Dios, tal vez. Pero aún no lo temía a él. Cuando hablaban, mantenía la barbilla en alto y lo miraba a los ojos. Aunque, bien era cierto, hablaba poco con él y sólo cuando era estrictamente necesario. A diferencia de los capitanes con los que había navegado, comía sola en su camarote. Además, no permanecía en cubierta cuando hacía buen tiempo, el mar estaba en calma y los hombres se relajaban hasta tal punto que empezaban a cantar o a tocar algún instrumento. Si se debía a su presencia, aún no lo sabía.

Sin embargo, cuando se cruzaba con él en cubierta o en la escalera, no se detenía para charlar. Era lo mejor que le podía pasar a esas alturas del viaje. Se sentía incómoda delante de él. Si le temía, acabaría por obedecerlo. Siempre lo hacían, tanto hombres como mujeres.

—¿Qué haces ahí plantado, Seton? ¿Esperas que aparezca alguien para tallar tu estatua de piedra? —la voz sensual de Violet
la Vil
le llegó desde el alcázar—. Ah, perdón. Ya eres de piedra. Lo de estatua es redundante.

No, definitivamente todavía no le tenía miedo.

Jin volvió la cabeza hacia el alcázar. El sol vespertino brillaba tras ella, recortando su silueta. Ataviada con ropas anchas y ese ridículo sombrero, parecía un saco de patatas.

Sabía que no era así. Había visto sus curvas. Se las había imaginado a su merced.

Asintió con la cabeza.

—Me estoy encargando de esta vela rota.

A la mortecina luz, apenas la vio entrecerrar los ojos como era habitual en ella. Las damas no entrecerraban los ojos. Le quitarían ese hábito en cuanto regresara a la casa de su padre. Sin embargo y pese a las vueltas del pañuelo que le envolvía el cuello y le cubría parte de las mejillas, la expresión no menguó su atractivo. Aunque sí la hizo más irritante.

—No está tan rota como para arriesgarnos a perder el viento si se remienda ahora —hizo un gesto—. Dejadlo para la noche.

Los marineros dejaron lo que estaban haciendo y se miraron sin saber qué hacer.

—Con el debido respeto —replicó Jin con voz serena—, ahora apenas si hay viento. Cuando comience a soplar al anochecer, será conveniente tener la vela arreglada para aprovecharlo al máximo.

—¿Estás cuestionando mis órdenes, marinero?

Jin inspiró hondo. Durante dos años no había tenido más patrón que él. Antes había pasado casi un año entero a su libre albedrío, cuando Alex estuvo en tierra y él capitaneó la
Cavalier
en su lugar. Durante una década no había discutido ni una sola vez con su superior.

Pero antes de firmar con Alex, el último capitán con el que Jin navegó lo había desafiado a menudo, cuestionando su autoridad con los marineros y sus decisiones. La actitud irrespetuosa de dicho capitán encontró un abrupto final cuando, después de intentar asestarle una cuchillada a Jin, se encontró con una herida mortal inflingida por su propio cuchillo.

Un cuchillo que Jin había cogido prestado.

Sin embargo, Viola Carlyle no era una pirata. Ni siquiera debería estar en un barco. Por más que actuara y pareciera una despótica bucanera, era una dama, y su objetivo era el de rescatarla de esa existencia. Aunque se colara bajo sus defensas como ningún otro marinero había conseguido hacer. U otra mujer. Claro que jamás había conocido a una marinera con una voz tan aterciopelada como el brandi y con la tendencia a decir justo lo que él no quería escuchar.

Se mordió la lengua para no pronunciar las palabras que quería.

—No, señora.

—No… capitana.

Menos mal que el sol se ponía deprisa. Porque así no podía verle los ojos. Unos ojos enormes y oscuros de largas pestañas que ese ridículo disfraz no podía ocultar.

Miró a los marineros que guardaban el equilibrio en el trinquete.

—Señor French, señor Obuay, desplieguen la vela y bajen.

Los marineros amarraron la vela una vez más y la desplegaron, haciendo que la ligera brisa agitara el fino desgarrón. Sin volver a mirarla, Jin se dio media vuelta y atravesó la cubierta en dirección al castillo de proa.

—Estás haciendo buenas migas con la capitana, ¿eh?

—Cierra el pico, Mattie —Jin les hizo un gesto con la mano a unos marineros que estaban junto al palo mayor, que se dispusieron a arriar la bandera para pasar la noche.

—Bueno, ¿este es el plan?

—Lo es.

Cogió el catalejo del hueco de la barandilla donde lo había dejado antes. Justo después del amanecer un marinero había avistado una vela en el horizonte, de modo que le ordenó a Mattie que vigilara todo el día, con el ojo avizor de Matouba en la cofa. Tal vez fuera la mujer más irritante de los siete mares, pero él no iba a permitir que nadie la tocara. Hasta que no la tuviera a salvo en su barco, ninguna embarcación iba a acercarse a Viola Carlyle… ya fuera amiga o enemiga.

Oteó el horizonte crepuscular mientras las corrientes hacían que la quilla surcara el mar con elegancia bajo sus pies. El océano estaba despejado hasta donde alcanzaba la vista.

—¿Has visto algo hoy?

Mattie apoyó el cuerpo en la barandilla mientras se limpiaba los dientes con un palito.

—Peces. Olas. Nubes.

—¿Nubes? —el cielo era una inmensidad azul salpicada de pinceladas rosas y lavandas.

—Lo decía para comprobar algo. Pareces muy distraído últimamente. No sabía si te ibas a dar cuenta.

—Mattie —replicó en voz baja—, he matado a hombres por insultos mucho menos graves.

Mattie gruñó antes de fruncir sus labios regordetes.

—Pero no has matado a ninguna dama, ¿verdad?

Jin se dio media vuelta y echó a andar hacia la escalera que llevaba a la bodega del bergantín. En la cubierta de cañones, olía a rancio y en ella se alineaban dieciséis cañones de acero. Había hamacas colgadas, donde dormían los marineros antes de empezar la guardia nocturna. La
Tormenta de Abril
era mucho más grande y más basta que la
Cavalier
. Era un bergantín feo y viejo. Los tablones crujieron bajo sus pies mientras se dirigía a la sala de oficiales, un camarote diminuto, pegado al del capitán. A Viola le gustaba observar el anochecer en el alcázar, de modo que podía devolver el catalejo sin una confrontación.

Enfiló el estrecho pasillo entre los camastros de los oficiales y casi chocó con ella.

Sin el pañuelo ni el sombrero que le ocultaran el rostro, su cara era un corazón casi perfecto. Los rizos oscuros partían de la frente, dejando a la vista una piel delicada, una boca muy femenina y unos ojos que lo miraban como si fuese una especie de monstruo. Esas larguísimas pestañas velaron sus ojos violetas y muy despacio, como la marea, un rubor comenzó a cubrir sus mejillas.

En perfecta sincronía, una oleada de calor le asaltó la entrepierna.

Un inconveniente. Debería haberse ocupado de esa necesidad cuando estuvo en Boston. No necesitaba que una mujer a bordo lo hiciera comportarse como un muchacho salido, como un marinero que después de un largo viaje veía la cara de una mujer bonita.

Aunque no sólo era una cara bonita. En ese momento, ella sólo llevaba una camisa blanca de algodón. Ni gabán ni chaleco ocultaban los bordes de la inútil prenda de ropa interior que lucía debajo… una prenda que no escondía la voluptuosa belleza de sus pechos contra el encaje de la camisa. Unos pechos perfectos para las manos de un hombre.

Una dama debería llevar más ropa. Si esa dama en concreto llevara más ropa, no resultaría tan… provocadora.

Hechizante.

Sin embargo, no necesitaba que sus pechos estuvieran tan cerca de él para permanecer clavado en el pasillo. La curva de ese labio inferior y el lunar bastaban para paralizarlo. Era como si un maestro hubiera pintado con cariño el retrato de una muchacha y, al parecerle demasiado perfecta, le hubiera añadido ese lunarcito para estropear su belleza, pero hubiera conseguido todo lo contrario.

—No puedes evitarlo, ¿verdad? —la voz de Viola surgió entre ellos con un sonido maravilloso.

Jin parpadeó. Levantó la cabeza, aunque ni siquiera se había dado cuenta de que la había inclinado.

—Nunca podéis —continuó, con el mismo tono de voz.

Jin retrocedió. Enderezó los hombros.

—Iba a devolver esto —sacó el catalejo. Su voz sonaba muy ronca.

—¿Lo robaste cuando estaba distraída y ahora querías devolverlo antes de que te pescara? —enarcó una ceja, algo descuidada para una dama—. Cuidado, Seton. Te estás comportando como un pirata nervioso.

Él inspiró hondo y resopló.

—Vimos una vela en el horizonte esta mañana. Puse un vigía.

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