Jin sacó un pagaré. El oficial del puerto sonrió. Cerró su despacho con llave y fue al banco en persona. Jin esperó con tranquilidad. La cuenta que el señor Julius Smythe, comerciante, tenía en el Banco de Massachusetts era muy abultada.
Al cabo de poco tiempo, el jefe del puerto volvió con una sonrisa de oreja a oreja.
—Felicidades, señor Smythe —le dijo al tiempo que le hacía una reverencia, como si Jin fuera el caballero que fingía ser cuando iba a hacer negocios al banco—. Es libre para marcharse con tres de sus hombres.
De vuelta en los muelles, con el sol primaveral del mediodía colándose entre los mástiles y reflejándose en las desgastadas pasarelas, Jin les dijo a Matouba, a Mattie y a Billy que se marcharan hasta que los mandara llamar. El muchacho y Matouba lo hicieron discutiendo, como de costumbre. Mattie lo miró con gran seriedad antes de seguirlos.
Jin caminó por el muelle observando la bulliciosa escena, el tráfico de carretas, marineros y comerciantes, hasta dar con lo que buscaba: un flamante y reluciente barco cuyas barandillas no estaban aún colocadas. Desde la cubierta le llegaban los martillazos contra la madera. Un par de muchachos estaban lijando la cubierta principal, cuya madera todavía no había sido barnizada ni alquitranada.
No era la
Cavalier
. Ninguna embarcación se asemejaría ja más a ella. Pero lo que tenía delante era una belleza, pequeña y rápida, tal como le habían asegurado que sería seis meses antes en Boston, cuando vio los planos. Era perfecta para lo que necesitaba.
Sin embargo, un hombre no podía aparecer para comprar una embarcación como si acabara de pasar la noche en la cárcel. De modo que se volvió y se dirigió al banco.
Dos horas más tarde, recién afeitado y arreglado, Jin doblaba la carta que había estado esperándolo cuatro meses en el banco antes de guardársela en el chaleco. Estuvo a punto de sonreír. El Almirantazgo conseguía enviarle alguna que otra carta a través de los capitanes de la Armada. Esa, sin embargo, no le había llegado mediante ese cauce.
El vizconde Colin Gray seguía buscándolo.
Jin había pasado años trabajando para otra institución al servicio de la Corona, que no tenía nada que ver con el Almirantazgo. Se trataba de una organización secreta enraizada en el Ministerio del Interior, cuya existencia sólo conocían aquellos que precisaban su ayuda. El
Club Falcon
.
El club se desmanteló el año anterior. Al menos nominalmente. Lo conformaban cinco miembros, pero cuatro seguían en activo. El compañero de Jin y único contacto con el misterioso director del club, Colin Gray, se negaba a abandonar la misión de la organización: la búsqueda de las almas perdidas que necesitaban volver a casa. Pero no se trataba de cualquier alma. Las personas a las que buscaba el
Club Falcon
eran aquellas cuya desaparición, o a veces su simple existencia, ponía en peligro la paz de la élite del reino y aquellas cuya ausencia y devolución debía mantenerse en secreto. Por la seguridad de Inglaterra.
Jin no había abandonado, en teoría. Pero de momento no tenía tiempo ni ganas de complacer a Gray ni al Almirantazgo. Por fin había encontrado a la persona que se había propuesto localizar dos años antes. Otra alma perdida. Una mujer que llevaba tanto tiempo fuera que ya no sabía que estaba perdida.
Avanzó por el muelle y pasó junto al barco que lo había llevado al puerto. La
Tormenta de Abril
, que debía de tener unos veinte años, descansaba en el atracadero, cual caballo de tiro entre los varales de un carruaje. Era un bergantín de tamaño medio, con las velas cuadradas para lograr la mayor velocidad, pero con un casco demasiado pesado que le restaba maniobrabilidad.
Se le retorcieron las entrañas. Que lo hubiera capturado semejante embarcación después de haber sobrepasado a todas las que cruzaban el Atlántico era casi ridículo.
Su mirada se posó sobre una muchacha que trabajaba enrollando unas cuerdas en el muelle, junto al barco, y su expresión se relajó. Estaba inclinada y de espaldas a él, lo que dejaba a la vista un trasero perfectamente abarcable por las manos de un hombre. Las calzas ajustadas se amoldaban a sus muslos y dejaban a la vista unas pantorrillas torneadas. Llevaba una camisa blanca de trabajo, que se ajustaba a sus hombros y revelaba unos huesos delicados y unos brazos delgados.
El taconeo de las botas de Jin sobre el suelo la hizo mirar por encima del hombro, deteniéndose al verlo. Se enderezó, se quitó el sombrero y se pasó el dorso de la mano por la sudorosa frente.
Jin se excitó mientras contemplaba la preciosa imagen de la mujer, una imagen demasiado infrecuente desde que se empeñó en completar su misión. Tenía una frente ancha y despejada, unos enormes ojos azules oscuros rodeados por largas pestañas, una nariz respingona y unos labios carnosos y rosados que invitaban al placer. Algunos mechones de pelo castaño se le rizaban sobre la frente, pero el resto lo llevaba recogido con una tira de cuero. Su cara le pareció conocida. Y muy hermosa. Demasiado para estar trabajando en los muelles.
—¿Está la capitana del barco por aquí? —le preguntó, señalando hacia la
Tormenta de Abril
.
Ella asintió con la cabeza. En sus ojos apareció un brillo peculiar, resaltado por el sol de primavera. Jin esbozó una sonrisa. Hacía un siglo que no tenía debajo a una mujer, y la mirada directa de esa resultaba muy prometedora.
—En ese caso, ve a buscarla —su sonrisa se ensanchó—. Y no tardes.
—No tardaré en absoluto, marinero. La tienes delante de tus ojos.
Su voz era tan sedosa como su pelo satinado. La vio poner los brazos en jarras y en ese momento Jin se percató del lunar que tenía bajo el labio inferior.
Su sonrisa se desvaneció.
No obstante, en los eróticos labios de Viola Carlyle apareció una dulce sonrisa.
—Te han liberado, ¿no? Qué tontos son —se echó a reír y regresó al trabajo—. Veo que has encontrado ropa.
—Pues sí —la ropa que ella llevaba se amoldaba a ese cuerpo tan femenino de la misma forma que lo hacía antes, cuando ignoraba que estaba loca y que era una dama—. He comprado mi libertad —junto con la de Mattie, la de Billy y la de Matouba.
El resto de la tripulación tendría que esperar. Sería contraproducente que lo vieran gastar oro a manos llenas. Sin embargo, sus hombres estaban acostumbrados a vivir en lugares estrechos y el jefe del puerto los liberaría tarde o temprano.
Ella meneó la cabeza.
—Los jefes de puerto hacen cualquier cosa por una bolsa de oro.
—Y también ayuda la palabra de una corsaria de confianza. Gracias por tu ayuda.
Ella se enderezó de nuevo y sus ojos lo recorrieron despacio de los pies a la cabeza. Aunque no se movió, su porte delataba una actitud temeraria. Colocó la mano sobre la empuñadura del largo puñal como si esa fuera su posición desde el día que nació.
Pero no era así. Esa mano no había nacido para eso, sino para llevar guantes de piel de cabritilla. Para llevar la cinta de un carnet de baile en la muñeca. Para descansar en el brazo de un hombre.
—No me gusta ver hombres de mar atrapados en tierra —adujo ella—. Aunque sean piratas.
Unas palabras sinceras. Jin admiró su honestidad.
—Llevo años sin ejercer la piratería y jamás he abordado barcos americanos —el primer capitán de la
Cavalier
, Alex Savege, sólo abordaba embarcaciones de acaudalados nobles ingleses—. Pero ya lo sabías, ¿verdad?
—Es posible —su boca esbozó una sonrisa torcida.
—De todas formas, estás en deuda conmigo —Jin enfrentó su mirada sin pestañear—. Has hundido mi barco.
—¿Crees que te debo algo, marinero? ¿Quieres que te dé mi barco? —ella soltó una carcajada ronca que derrochaba alegría—. Que te lo has creído.
Era evidente que le gustaba reír y el aterciopelado sonido se deslizó por el pecho de Jin de camino a la bragueta de sus pantalones.
—Tu barco no es compensación suficiente —replicó con una voz desabrida que a él mismo le sorprendió—. Me debes la oportunidad de recuperar parte de lo que he perdido y ahora carezco de una embarcación con la que conseguirlo.
Viola enarcó las cejas.
—No me digas que esperas enrolarte en mi barco.
—Pues sí. Con tres de mis hombres.
—He dicho que no me lo digas. No me lo creo. ¿
El Faraón
quiere unirse a la tripulación de una corsaria que trabaja para el estado de Massachusetts? A otro perro con ese hueso, marinero.
Jin no encontró una réplica adecuada. Su voz seductora bastaba para distraer a un hombre.
—Tenías dinero suficiente para comprar tu libertad y para comprar ropa —añadió ella.
—He gastado todos los fondos de los que disponía —en realidad, ni siquiera había gastado una cuarta parte—. Ya había entregado el pago inicial para la embarcación que está en aquel astillero.
Ella silbó por lo bajo y meneó la cabeza. Saltaba a la vista que no quedaba ni rastro de la educación que había recibido durante sus diez primeros años en la casa de un aristócrata.
—Es una preciosidad —comentó al tiempo que miraba en dirección al astillero—. Y debe de ser muy rápida. Seguro que más rápida que la
Cavalier
.
—Tendré que entregar el resto del pago cuando esté terminada. He oído que zarparás hacia el sur dentro de quince días.
—Pues sí, pero no voy a buscar beneficios de camino, a menos que me cruce con alguna presa que no pueda dejar escapar. En este viaje llevaré un cargamento.
—Tengo cierto capital en Tobago que debo recoger para poder comprar el barco. Me vendría bien la travesía hacia el sur y tú podrías beneficiarte de mi presencia a bordo.
Viola pareció reflexionar al respecto y sus ojos adquirieron una expresión recelosa. Al cabo de un instante, se volvió para retomar el trabajo y dijo:
—Lo pensaré.
Jin sintió un ramalazo de furia que le tensó los hombros. Se movió hacia delante y se detuvo al borde de la sombra de Viola.
—Lo vas a pensar ahora.
Ella alzó la vista para mirarlo con los ojos entrecerrados. El pulso latía enloquecido en su delicada garganta.
—Marinero, como te acerques más te vas a tragar la hoja de mi puñal.
—Como me niegues lo que me corresponde, haré que te arrepientas durante más tiempo del que necesitaría esta vieja barca para convertirse en una nave decente.
Su comentario hizo que ella se sonrojara.
—Esta vieja barca hundió tu embarcación. ¿Es que tus padres no te enseñaron modales, Seton?
Lo que le enseñó su madre le fue de poca utilidad después de que lo vendieran como esclavo. En cuanto a su padre, era un inglés cuyo nombre ni siquiera conocía. En fin, ese era otro motivo para ir a Tobago.
—Supongo que no —contestó con voz serena—. ¿Nos contratarás a mis hombres y a mí?
—Apártate de mi espalda y te contestaré.
La obedeció apartándose unos pasos y disimuló la satisfacción que sentía. La muchacha empezaba a claudicar. El asunto se resolvería antes de lo que esperaba.
La vio calarse de nuevo el sombrero mientras se enderezaba.
—Mi segundo de a bordo está de permiso —dijo a la postre—. Y mi cocinero se enroló esta mañana en una fragata de la Armada. ¿Alguno de tus hombres es ducho con las sartenes?
Si no lo eran, lo serían. Asintió con la cabeza.
—La verdad, me vendría bien un segundo de a bordo —reconoció Viola con los ojos entrecerrados, la misma expresión que tenía la primera vez que la vio, bajo el azote de la lluvia—. ¿Cómo llevarías ese puesto después de haber sido capitán de una nave?
—No te daré problema alguno.
Ella frunció el ceño.
—Lo dudo mucho.
Jin se permitió una sonrisa. Esa mujer no se había ganado el mando cometiendo errores.
—Seton, esto no es un barco pirata. Mis hombres me son leales. Si lo que tramas es arrebatarme el control de mi nave, no vas a lograrlo.
—No quiero la
Tormenta de Abril
—lo que quería era tener en junio a la señorita Viola Carlyle en su barco, rumbo a Inglaterra—. ¿Me contratas o no?
Ella observó su rostro con una mirada penetrante.
—Sospecho que acabaré arrepintiéndome de esto —sin embargo, se acercó a él con una mano extendida.
Él la aceptó. Su palma era áspera; sus dedos, delgados; su apretón, firme. Era una dama y una mujer de mar. Y de cerca seguía siendo preciosa. El sol primaveral se reflejaba sobre unos rasgos delicados. Según los registros oficiales tenía casi veinticinco años, pero pese al tono bronceado de su piel, aún parecía una jovencita. Tal vez fuera por el brillo de sus ojos. Una expresión que dejaba bien claro la confianza que sentía pese a la constante incertidumbre de la vida de un marino. Dicha confianza era fruto de los diez primeros años de su vida, durante los cuales no tuvo la menor preocupación.
—No te arrepentirás.
¿Por qué iba a arrepentirse? El lugar de una dama estaba en el hogar de un caballero. Y él se aseguraría de que Viola Carlyle ocupara su lugar.
Viola les dio dos semanas de permiso a sus hombres para que armaran jaleo en las diferentes tabernas de la ciudad mientras ella abastecía el barco, se encargaba del dichoso papeleo y lidiaba con el oficinista que trabajaba para el comerciante cuyos productos llevaría a Trinidad. En cuanto entregara el cargamento y disfrutara de unas cuantas semanas en compañía de Aidan, regresaría a las aguas del norte en busca de enemigos de su país de adopción, tal como le encargó el estado de Massachusetts hacía ya casi dos años, después de que muriera su padre. De hecho, había sido la capitana de facto desde que su enfermedad lo dejó incapacitado dos años antes. Pero él no quería abandonar su barco y a bordo ella podía cuidarlo.
El cargamento por fin estaba en la bodega: barriles de harina, guisantes, jamón, manzanas y gran cantidad de muebles que llenaban el barco, pero que no lo lastraban demasiado. La
Tormenta de Abril
iba tan ligera que realizarían el trayecto en nada de tiempo, en menos de un mes si era lista y no se cruzaban con piratas.
Sin embargo, para eso había contratado al
Faraón
. Su seguro personal. Si los problemas iban a buscarla, tendría el respaldo del hombre adecuado.
Cuando por fin subió a bordo, con una única bolsa de viaje en la mano, él ya estaba allí, dándoles órdenes a sus hombres. La cubierta era un hervidero de actividad.