—¿Hizo lo que le pidió? —preguntó Jin a la postre, con una voz más ronca de lo habitual.
—Sí —la anciana frunció el ceño—. Por fin contó a nuestros hermanos la verdad y después partió en tu busca, decidido a encontrar a su hijo. Me escribió durante un tiempo, contándome sus pesquisas, siempre esperanzado. Pero después, se interrumpió la comunicación. Meses más tarde, nos enteramos de que el navío en el que había embarcado había desaparecido, que se daba por hundido. Nunca regresó a casa.
La anciana volvió a alzar la vista, soltó las cartas y extendió el brazo para coger la mano de Jin, agarrándolo con sus frágiles dedos. Los de Jin eran fuertes y curtidos por la vida en el mar. Esas manos hermosas y seguras que Viola adoraba.
—Pero ahora estás aquí —su tía esbozó una sonrisa al tiempo que se le llenaban los ojos de lágrimas—. Bienvenido a casa, Jinan.
Jin cerró la puerta del carruaje y se sentó junto a Viola, buscando su mano y entrelazando sus dedos mientras el vehículo se ponía en marcha, alejándose de la casa. No miró por la ventanilla. Tenía la vista clavada al frente, perdida en la distancia que ella había aprendido a conocer. Sin embargo, esa distancia no significaba lo que ella creía en otra época. Por fin sabía que era esperanza, oculta bajo una fingida seguridad.
Viola le colocó una mano en la cara, que él procedió a llevarse a los labios.
—No es como me la esperaba —dijo ella, con una sonrisilla.
Jin bajó la mano, pero no se la soltó. Apenas la soltaba esos días, de la misma manera que ella apenas lo soltaba, salvo cuando era estrictamente necesario. Supuso que estaban recuperando el tiempo perdido, todos los días y todas las horas que habían pasado juntos sin tocarse aunque se morían por hacerlo. O tal vez les gustaba hacerlo sin más.
—¿Cuánto tiempo quieres quedarte? —preguntó él mientras le acariciaba la palma con suavidad, provocándole un escalofrío por todo el cuerpo pese a los guantes.
Porque eran unos guantes muy finos, los mejores, comprados por su riquísimo marido. Demasiado rico, en realidad. Tendría que buscar una obra de caridad en la que derrochar parte de su dinero. Si algún día Jin sentía la necesidad de echarse de nuevo a la mar, sería mejor que no dispusiera del suficiente dinero para comprarse un barco. Porque sabía muy bien que jamás querría navegar de nuevo bajo las órdenes de otro capitán.
Claro que si tenía que volver al mar por algún motivo, ella lo acompañaría.
—Podemos quedarnos todo el tiempo que quieras, por supuesto. La invitación de tu tía también era para Navidad. Una visita bastante prolongada, seguramente para que puedas conocer a tus tíos, tus tías y tus primos —sonrió—. Es una mujer muy dulce, y parecía lamentar que te marcharas aunque sólo fuera esta tarde —se alisó las faldas—. Por cierto, ¿por qué nos hemos ido?
—Para poder hacer esto —se la colocó en el regazo.
—¡Ah! Me estás arrugando el vestido. Y hoy he intentado por todos los medios ir hecha un pincel. Quería causarle una buena impresión.
Jin le pasó los dedos por el pelo, quitándole el bonete.
—La has impresionado —le acarició la mejilla con la nariz—. Y lo más importante es que a mí me estás causando una buena impresión, mujer. Una impresión excelente.
—Y otra vez con eso de «mujer», como si no tuviera nombre —ladeó la cabeza para permitir que Jin le besara el cuello, cosa que él accedió a hacer de buena gana—. Me pregunto por qué te costó tanto trabajo hacerte con lo de «capitana».
—No me costó hacerme con mi capitana en absoluto —le metió la mano bajo la capa—. Ni a ella hacerse conmigo. Fue muy sencillo.
Viola suspiró.
—¿Tiene límites tu arrogancia?
Jin la acarició por debajo del corpiño.
—Viola, voy a hacerte el amor ahora mismo.
El deseo se apoderó de ella, así como el anhelo que sólo él podía saciar.
—¿Cómo…? ¿En el carruaje?
—Sí, en el carruaje —ya le estaba levantando las faldas.
—¿No puedes esperar?
—No puedo esperar —tiró de la tela, enrollándosela en torno a las caderas.
Ella lo ayudó con la respiración entrecortada.
—¿Me deseas ahora?
—Te deseaba hace cinco minutos, pero ahora también me viene bien.
—Esto es muy inapropiado.
—¿Y cómo lo sabes?
—Clases. Interminables clases —se dispuso a desabrocharle la bragueta con movimientos impacientes—. Y libros de protocolo en los que se especifica que una dama nunca debe permitir que su marido le haga el amor en un carruaje para celebrar que acaba de reunirse con su familia.
Sus manos la cogieron por las caderas y ella lo abrazó por el cuello mientras el movimiento del carruaje la mecía sobre él.
—Esos libros se equivocan —la besó en los labios—. Porque eres una dama, Viola Seton —volvió a besarla, y cuando esa boca perfecta se apoderó de la suya con ansia y ternura a un mismo tiempo, el amor desbordó el corazón de Viola—. Mía —susurró, con ojos brillantes—. Y también mi dueña.
A continuación, la obligó a demostrárselo.
Gracias a la ardua y prolongada labor de los abolicionistas y de un grupo de denodados parlamentarios, Inglaterra prohibió el tráfico de esclavos desde África en 1807. Pero no fue hasta 1833 cuando el Parlamento aprobó una ley que prohibió la esclavitud en todas sus formas. Sin embargo, Gran Bretaña fue una adelantada a su tiempo, ya que muchos barcos negreros seguían operando capitaneados por súbditos y ciudadanos de otros países, que seguían vendiendo esclavos por las Américas a cambio de oro.
A finales del siglo
XVIII
, un niño de piel clara como Jin habría sido una rareza en los mercados de esclavos orientales, y su presencia sólo habría sido aceptada si sus captores y posteriores dueños lo consideraban un mulato. Por ese motivo, Frakes, el abusivo negrero de mi historia, mintió sobre el origen de Jin a las autoridades del mercado de esclavos de Barbados, aduciendo que Jin era hijo de una esclava africana y su amo blanco, procedente de otra isla caribeña. Semejantes mentiras eran habituales en los mercados de esclavos, de modo que personas de diferentes regiones eran vendidas o sometidas de por vida siempre que el precio conviniera.
Una vez más, Stephanie W. McCullough ha compartido conmigo su amplio conocimiento náutico y ha leído el manuscrito para comprobar su autenticidad. De la misma manera, los agudos comentarios de Marquita Valentine sobre lo que debía ser un verdadero héroe me han ayudado a que Jin sea el mejor hombre posible. Estas dos maravillosas mujeres se han ganado mi más profunda gratitud.
KATHARINE ASHE, es profesora de Historia Medieval en la Universidad de Duke y ha vivido en California, Italia, Francia y el norte de Estados Unidos. Actualmente vive en el sudeste de este país, con su marido, su hijo y dos perros, en una casa cuyo jardín prefiere imaginar romántico en lugar de descuidado.