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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

Cómo ser toda una dama (44 page)

—Es el conde de Savege, ilustrísima —dijo Jin.

—¿Savege, ha dicho? Menudo libertino —frunció el ceño—. Esta misma noche estará de vuelta en su residencia. Un hombre debe controlar mejor aquello que le pertenece —apretó el cofre contra el pecho.

—Pero…

—Silencio, señorita, o la enviaré a Newgate junto con estos ladrones. Oficiales, los veré mañana en la cárcel. Clement, lleva a la hermana de lord Savege al salón y ordena que preparen mi carruaje —se abrió camino entre la multitud.

Dos pares de manos aferraron a Jin por los brazos.

—¡Esperen! —exclamó Viola—. No…

—Muchacha —dijo Jin con su propia voz—, como no subas esas escaleras detrás del obispo y vuelvas a casa ahora mismo, no volveré a dirigirte la palabra en la vida.

Viola sintió una opresión en el pecho.

—¿Eso significa que pensabas dirigírmela antes de ocurrir todo esto?

—Vete —masculló él.

Los soldados se lo llevaron. También se llevaron a Billy y a Matouba. Ignoraba dónde se había metido Mattie. Pero los sacaría a todos de la cárcel. Alex se encargaría de que así fuera. Se volvió para no ver cómo se lo llevaban con los grilletes en las muñecas y corrió escaleras arriba.

Mattie llegó poco antes del amanecer a la prisión de Newgate, un amasijo de piedras y mortero. El edificio parecía grandioso por fuera, pero su interior era apestoso y sucio. Mattie sobornó al sargento que vigilaba la entrada empleando el contenido de un saquito que abultaba lo mismo que su puño. Después, hizo lo propio con el vigilante del ala correspondiente y también con el soldado apostado en la puerta de la celda, que babeó nada más ver las cuatro relucientes guineas en la palma de su mano. Dejó de hurgarse los dientes con un hueso de rata para abrir la puerta de la celda.

—Nos vemos, señor Smythe. Vuelva cuando quiera y traiga a sus amigos —hizo una reverencia burlona al tiempo que escupía al suelo.

El cielo seguía oscuro cuando salieron al frío día otoñal, como si no hubieran sido detenidos y acusados de robo por un obispo de la Iglesia unas cuantas horas antes. El dinero tenía sus ventajas.

Jin tenía la ropa pegada al cuerpo, empapada de sudor tras la breve estancia en la húmeda celda llena de hombres. Era la respuesta incontrolable de su cuerpo, si bien se mantuvo sentado sin moverse, controlando el pavor. Sin embargo, Viola no había tenido que soportar la inmundicia de una celda similar, ni los peligros reales que acechaban a una mujer en semejante sitio. Los habitantes habituales de las prisiones desconocían lo que era la vergüenza, el pudor o la lástima. Se habrían merendado a alguien como Viola Carlyle. A menos, por supuesto, que los hubiera engatusado como engatusaba a todo el mundo, salvo quizás al obispo. Con él se había mostrado petulante, algo de lo más inconveniente.

Atravesó el patio y cruzó la puerta exterior mientras llenaba de aire los pulmones para desterrar los últimos vestigios del terror que le agarrotaba las extremidades.

—¿No vas a hablarnos? —masculló Mattie. Matouba y Billy caminaban en silencio detrás de ellos.

El muchacho era astuto, pero el color de la piel de Matouba no les había gustado mucho a algunos de sus compañeros de celda. Jin los había dejado a su suerte. Se merecían cualquier incomodidad que hubieran sufrido por haber arrastrado a Viola a ese asunto. Como también se la merecía él. Sin embargo, sería capaz de pasar mil noches encerrado en la cárcel si así se aseguraba el bienestar de Viola.

—Nada de lo que os diga os puede sorprender —caminó hasta la calle—. ¿Has conseguido guardar alguna moneda para un carruaje de alquiler o tengo que volver andando a casa?

Mattie agitó la bolsita y las monedas tintinearon. Jin la cogió.

—Ni las gracias vas a darme… —farfulló el timonel.

Jin se detuvo y se volvió para mirarlos.

—Mattie, dame tu cuchillo.

Tres pares de ojos lo miraron abiertos de par en par. Matouba incluso tenía las mejillas cenicientas.

Jin puso los ojos en blanco.

—Lo necesitaré más tarde. Nuestros anfitriones me quitaron el mío, así que estoy desarmado y tú tienes otro en el barco —aceptó el arma y la escondió en la caña de la bota—. Si quisiera mataros —añadió mientras se alejaba por la calle—, lo habría hecho hace años.

—Capitán, sentimos mucho que la señorita Viola tirara la lámpara —dijo Billy, que no terminaba de fiarse de su estado de ánimo—. Lo estaba haciendo fenomenal hasta ese momento.

Jin no lo dudaba.

—Aficionados… Debería daros vergüenza.

—No teníamos pensado que ella entrara en la casa. Intentamos retrasar el momento todo lo posible, pero no hubo forma —murmuró Mattie—. Pensábamos que llegarías antes. Como lo has hecho todas las noches durante estos quince días.

—Capitán, usted nunca se retrasa sin un motivo —añadió Billy.

—Ha elegido la mejor noche para perder el tiempo —señaló Matouba con su voz ronca.

Jin se dio media vuelta despacio, conteniendo la risa que pugnaba por salir de su garganta.

—Sois un hatajo de imbéciles.

—Seremos imbéciles, sí —replicó Mattie al tiempo que cruzaba los brazos por delante del pecho—. Pero no estamos ciegos. No tanto como tú, por lo menos.

Jin observó en silencio a los miembros de su tripulación un instante. Después, detuvo un carruaje de alquiler y se marchó a su casa para dormir.

Capítulo 30

Se despertó a media tarde, se lavó para librarse de la sal y del hedor de su estancia en la prisión y envió una nota al otro lado de la ciudad a través de un mensajero.

Esperó.

Tres cuartos de hora después, llegó la respuesta. Pecker le explicaba, empleando el idioma a duras penas, cómo había aprovechado la ausencia del obispo esa mañana (mientras Su Ilustrísima iba a Newgate a fin de entrevistarse con sus prisioneros) para coger el cofre del dormitorio de su señor y esconderlo. Los nervios, sin embargo, lo estaban traicionando, de modo que ansiaba librarse pronto del botín. Jin debía encontrarse con él en un lugar concreto en el puerto de Londres, donde le entregaría el cofre a cambio de oro.

El lugar era el atracadero que Jin tenía alquilado.

Se sacó el cuchillo de Mattie de la caña de la bota y lo dejó sobre la mesa. No quería herir a más personas. No de gravedad. No desde que vio a Viola Carlyle en un salón a oscuras a medianoche, vestida con calzas y camisa de hombre.

Cabalgó hasta el puerto, dejó su caballo en unos establos y se dirigió al muelle. Al mirar su barco sintió complacencia. Pese a la inquietud que embargaba a Viola en los últimos momentos que compartieron en Savege Park, se había asombrado al comprender que debía de estar gastándose una fortuna por mantener el barco en un atracadero de un puerto tan transitado como el de Londres. Poseía un espíritu inquieto, una mente ágil… y una vehemencia que le había robado el corazón y lo había conquistado por completo. Pasara lo que pasase con el cofre, y sin importar el tesoro que descubriera en su interior, o que no descubriera, no la dejaría marchar. Prefería perdonarse todos los días de su vida y pedirle perdón al resto del mundo antes que perderla.

El muelle estaba tranquilo dada la hora. Los estibadores trasladaban la carga a bordo de los barcos que zarparían por la mañana y los marineros realizaban sus tareas en las embarcaciones atracadas. No había ni rastro del lacayo del obispo. Sin embargo, sí que vio a un marinero apoyado en la parte inferior de la pasarela de acceso al barco atracado junto al suyo. Lo poco que se atisbaba de su cara bajo el ala del sombrero se parecía muchísimo a la de Pecker.

—Me pareció que era usted —le dijo a Jin a modo de saludo—. Se lo dije a mi hermano Hole, pero no acabó de creérselo. Se pensó que mi intención era coger el dinero y salir corriendo —aunque la brisa del atardecer de septiembre era cálida, una brisa que mecía las jarcias y que hacía ondear las banderas de los mástiles, el tipo llevaba un grueso gabán sospechosamente abultado en un lateral—. Pero yo no le haría eso a un hermano, ¿sabe? Y me picaba la curiosidad.

—¿Se supone que te conozco?

—No, pero yo sí lo conozco a usted, señor Smythe. ¿O debería llamarlo
Faraón
? —esbozó una sonrisa satisfecha—. Hace unos años, compró a una muchacha en la subasta de esclavos donde yo trabajaba. Una chiquilla muy guapa. Le encantaba gritar, también. Se lo pasó bien con ella, ¿verdad?

—¿Has traído el cofre?

El marinero se enderezó.

—Bueno, no hace falta que se ponga así de tieso con el viejo Muskrat. No creo que tenga nada de malo hablar un rato tranquilamente antes de zanjar un negocio.

—Tu hermano y yo llegamos a un acuerdo con respecto al dinero. Dame el cofre y te daré el oro.

Muskrat se frotó el barbudo mentón y pareció reflexionar un instante.

—Bueno, es que hay un problema, señor Smythe. Hole no es un genio. Yo me llevé toda la inteligencia de la familia, ¿sabe? —se dio unos golpecitos con un dedo en el sombrero—. Y resulta que necesito solucionar un asunto que… en fin, señor Smythe, que el viejo Muskrat no tiene estómago para ciertas cosas —meneó la cabeza con gesto triste.

—No tengo tiempo para tonterías. ¿Qué quieres?

—Verá, tengo un problemilla que debo solucionar —frunció el ceño—. Mandarlo al otro barrio, vamos —la brisa se hizo más fuerte en ese instante, pegándole el gabán al cuerpo, de modo que el bulto del costado fue más evidente—. Me han dicho que a usted no le tiembla el pulso a la hora de liquidar problemas de ese tipo.

—Ya no me dedico a ese tipo de trabajo. De hecho, he venido desarmado a este encuentro —se sintió bastante bien al admitirlo. Aunque fuera una imprudencia, claro. Tal vez el efecto que Viola tenía sobre él fuera mayor de lo que pensaba.

—¡No me diga! —Muskrat se rascó de nuevo el mentón, tras lo cual señaló hacia el extremo inferior de la pasarela de su barco, donde un muchacho estaba sentado con una lámpara en una mano—. Ese es Mickey. Mi hermano pequeño y el de Hole. El caso es que Mickey va a llevarlo al lugar donde sé que mi problemilla está bebiendo ginebra ahora mismo. Y después de que me solucione usted ese problemilla, el viejo Muskrat le dará el cofre aquí mismo. ¿Qué me dice?

—Te digo que no sabes con quién estás hablando.

Muskrat torció el gesto.

—Me dijeron que era un tipo duro.

—Te dijeron la verdad.

—Y también me dijeron que hacía años que no le hacía daño a nadie. Pero se me ocurrió que con un buen incentivo…

—En eso se equivocaban. Aunque ya no me dedique a ese tipo de trabajo, se pueden hacer muchas cosas por simple diversión —una simple indirecta no lo condenaría—. Con el incentivo adecuado, claro está. Dame el cofre, Muskrat. Ahora mismo.

—¡Madre mía! —exclamó el marinero—. El poderoso
Faraón
pidiéndome un favor sin contar con una pistola ni un cuchillo…

—Pero cuento con mis manos. Dame el cofre y tu madre podrá descansar tranquila porque no te pasará nada.

Muskrat lo miró con los ojos entrecerrados. En ese momento, vio algo detrás de él que lo hizo abrir los ojos de par en par. El muchacho bajó de un salto de la pasarela y se acercó a ellos mientras la luz de la lámpara oscilaba sobre las tablas del muelle, con la vista clavada en lo mismo que había visto su hermano.

—Creo que ya estoy en el cielo, porque por ahí viene un ángel —comentó Muskrat, meneando las cejas—. Supongo que es mi día de suerte.

—Siento mucho decepcionarte —dijo la sedosa voz de Viola, que en ese instante se colocó junto a Jin—. ¿Qué me he perdido? —llevaba un vestido verde claro, un delicado chal y unos guantes. Se había recogido el pelo en un moño oculto bajo un precioso sombrerito. Sólo le faltaba la sombrilla y sería la viva estampa de una dama preparada para pasear por el parque.

Era lo más hermoso que Jin había visto en la vida. El corazón le latía más rápido que nunca.

—Señora, no estaba invitada a esta reunión —le dijo él con toda la tranquilidad de la que fue capaz—. Le sugiero que se marche ahora mismo.

—¡Déjate de pamplinas! —esos ojos violetas se clavaron en Jin antes de mirar al marinero—. Por cierto, el obispo está que trina. Deberías haberlo visto entrar esta mañana en casa, exigiendo justicia. Parece que fue a Newgate y tras descubrir tu ausencia, decidió acusar a Alex de traición a la Iglesia y a la Corona —esbozó una sonrisa satisfecha—. Alex fingió no conocer al obispo, cuando en realidad habían hablado apenas unas horas antes… No sabía yo que mi cuñado fuera tan buen actor. Ni que lo fueras tú, por cierto —lo miró de reojo—. En cualquier caso, cuando Alex insistió en que me había pasado toda la noche velando a nuestra pobre tía solterona que está en su lecho de muerte, el obispo se puso colorado como un tomate. Se marchó creyendo estar medio loco. Fue muy gracioso.

—No me digas que has venido sola.

—¡No tengo más remedio! Porque he venido sola. No quería involucrar a Billy, ni a Mattie ni a Matouba, no después de lo que pasó anoche. Así que soborné al señor Pecker para que me lo contara todo. Qué buena suerte que tuviera algo interesante que contarme sobre tu encuentro con su hermano Muskrat. Muskrat y Hole, ¿te has dado cuenta? «Rata» y «Agujero», su madre debe de ser una persona muy peculiar. Me preocupaba no llegar a tiempo. ¿He llegado a tiempo?

—Viola, vete.

—No. He venido a ayudar.

—¿No puedes quedarte al margen aunque sólo sea una vez?

—Pues no —se metió una mano en un bolsillo y sacó una daga—. Toma. Billy me dijo que te confiscaron las armas en la cárcel, así que te he traído esto.

Muskrat se apartó el gabán para dejar al descubierto la culata de una pistola que llevaba metida en el pantalón.

—Pues yo he traído mi pistola. ¡Que empiece la fiesta!

Viola puso los brazos en jarras.

—Con pistola o sin ella, dale el cofre o te matará para quitártelo.

—¿Tu palomita hace ahora los trabajos por ti,
Faraón
? Veo que has pasado página, sí —replicó el marinero, que le guiñó un ojo a Viola.

—Señorita Daly —dijo Jin en voz baja—, ya va siendo hora de que se marche.

—No soy su palomita, aunque tampoco sé qué es eso. Soy la hija de un aristócrata, del barón Carlyle, y te crearé un sinfín de problemas como no le des ese cofre ahora mismo.

Muskrat resopló.

—Sí, claro, y yo soy el príncipe regente.

—Alteza, es un honor conocerlo —replicó Viola con una genuflexión—. Dame el cofre.

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