—Satisfecha de que no te haya dejado sola esta noche.
«
No
», pensó ella.
—Sí —dijo en cambio—. Gracias.
Si se atreviera, extendería el brazo, lo pegaría a ella y lo abrazaría para que no se marchara, de modo que la criada encargada de la chimenea los viera juntos, y Serena y Alex le exigieran que se casara con ella. Eso era lo que hacían los caballeros cuando comprometían a una dama. Eran las reglas.
Sin embargo, Viola se había comprometido hacía mucho tiempo sin su participación, y además Jin sabía que ella no era una dama. No tenía que respetar todas las reglas, sólo las que más le convenían.
Se puso la camisa y se inclinó hacia ella.
—No, señorita Carlyle —le besó una comisura de los labios con dulzura antes de hacer lo mismo con el otro lado—. Gracias a ti.
Ella lo agarró por una muñeca. De forma impulsiva. Ridícula. Imprudente. Era incapaz de cambiar su forma de ser, por más que lo intentara.
—Como me digas que te vas de Savege Park esta mañana, Jin Seton, me levanto de la cama, cojo la pistola que guardo en la cómoda y te atravieso el corazón de un tiro.
Creyó ver muchas cosas pasando por esos ojos azules, muchas emociones. Sorpresa. Satisfacción. Esperanza. Aceptación incluso. Pero nada de eso podía compararse con lo que había en esas profundidades azules: precaución y, una vez más, recelo.
Le soltó la mano con el corazón destrozado en la garganta. Jin miró el punto donde su mano descansaba sobre la colcha, junto a la suya, sin tocarse.
—Te dije que no me iría —le aseguró él.
—Cierto —intentó controlar el temblor de su voz—. Y la valía de un marinero se mide por su palabra, ¿verdad?
Él se puso en pie y echó a andar hacia la puerta, donde se detuvo.
—Y por sus actos.
—¿Como el hecho de devolver a una hija pródiga a su familia?
Cuando la miró, Jin tenía una expresión seria. Y se marchó sin contestar.
Viola se puso su mejor vestido mañanero, silbó mientras Jane le arreglaba el pelo y fue incapaz de tomar un sólo bocado del desayuno que le llevaron a la tardía hora de las diez de la mañana. No tenía la menor idea de si Jin seguía en Savege Park; de hecho, dudaba de la posibilidad, pero la esperanza era enorme.
Cuando por fin apareció en la planta baja, pese a las ampollas de los pies, descubrió que el vestíbulo era un hervidero de actividad. Invitados con muy mala cara y ojos enrojecidos atravesaban el vestíbulo en dirección a sus carruajes, que los esperaban en el exterior. Los criados salían cargados con bolsas y baúles. Sin embargo, tres caballeros y dos damas entraron por la puerta.
Viola se detuvo en la escalera con el vello de punta y observó cómo los caballeros se quitaban los sombreros. Sintió un nudo en el estómago. Y el miedo le provocó un escalofrío. La tensión era tal que no se veía capaz de bajar otro peldaño.
Como si se viera atraído por su inmovilidad en medio de tanto bullicio, Aidan miró hacia la escalera, hacia ella. En su cara apareció una sonrisa de oreja a oreja mientras echaba a andar hacia el pie de la escalera, donde ella se reunió con él.
—Hola, Aidan.
—Violet. Vaya por Dios… —meneó la cabeza—. Me he repetido muchas veces que no lo haría, pero acabo de hacerlo. Señorita Carlyle, ¿qué tal está?
—Violet está bien. Es como me has llamado todo este tiempo.
—Pero ahora eres una dama de alcurnia —la recorrió con la mirada—. No debería ser tan atrevido.
Ella frunció el ceño al escucharlo.
—Menuda ridiculez. Pero… —miró a los demás. Seamus le hizo una reverencia burlona. Los otros, un hombre ya entrado en años, una dama y una muchacha muy joven, miraban a su alrededor con los ojos como platos—. Aidan, ¿qué haces aquí?
—Lo invitamos nosotros, por supuesto —Serena bajó la escalera y se colocó a su lado—. ¿Señor Castle? Y esta debe de ser su familia —los apartó del bullicio de criados e invitados—. Señores Carlyle, es un placer conocerlos.
—Lady Savege, el placer es nuestro, desde luego —su madre hablaba con voz dulce y agradable.
Aidan había heredado sus labios carnosos, y también sus ojos. La complexión y la nariz eran de su padre, sin lugar a dudas.
El señor Castle hizo una reverencia.
—Milady, es un gran honor ser huéspedes en su casa. Nuestro hijo nos ha contado muchas cosas acerca de su amistad con la señorita Carlyle y con su padre a lo largo de los años. Nos complace tener la oportunidad de conocerla por fin. Señorita Carlyle —saludó a Viola con un gesto de la cabeza—. ¿Qué tal está?
—Le presento a mi hermana, Caitria —Aidan instó a adelantarse a la jovencita, que hizo una tímida genuflexión—. Y a mi primo, Seamus.
—Como pueden ver, estamos sumidos en el caos —Serena abarcó la estancia con un gesto de la mano—. ¿Les apetece pasar al salón a tomar un refrigerio mientras mi ama de llaves prepara sus habitaciones? —los instó a acompañarla—. Caitria, qué nombre más bonito. La hermana de mi marido también se llama Katherine, aunque todos la llamamos Kitty.
Aidan y Seamus se quedaron rezagados.
—Bonita casa te has buscado, Vi —el irlandés le guiñó el ojo a una criada que pasaba a toda prisa.
—La casa no es mía. Es del conde y de mi hermana. Yo estoy de visita.
—¿Cómo va tu visita? —en ese momento, Aidan la cogió de la mano—. ¿Estás disfrutando de tu reunión familiar? No recibí cartas tuyas, aunque esperaba alguna. Cuando me llegó la invitación de lady Savege, admito que me aferré a la oportunidad de venir. Ojalá lo hubiera hecho antes —en sus ojos verdosos vio una mezcla de esperanza y reproche.
—Podrías haberme escrito tú —se zafó de su mano y reprimió el impulso de mirar a su alrededor.
—Quería hacerlo, pero no sabía si te gustaría.
—¿Por qué no me iba a gustar? Llevamos años carteándonos. Eres mi amigo más antiguo —pero ya no era su amante, y ya no poseía su corazón. Nunca lo había hecho. No como Jin. No de forma tan completa e irremediable.
Él volvió a cogerle la mano.
—Has cambiado mucho, Violet. Viola —soltó una risilla incómoda—. Estás tan cambiada que ya no sé cómo llamarte. Temía que pasara esto si me mantenía alejado aunque fueran unas pocas semanas, como ha sucedido. Pareces una dama.
—Puede que lo parezca, pero por dentro soy la misma.
—No —Aidan meneó la cabeza y frunció el ceño—. Soy tu amigo más antiguo, sí, y por eso sé que hay algo distinto en ti.
Viola volvió a soltarse.
—Tonterías. Será mejor que vayamos al salón para tomar el té. Me gusta la idea de conocer por fin a Caitria y a tus padres. Tengo la sensación de que ya los conozco.
—Y ellos están ansiosos por conocerte. Admito que el retraso en venir se ha debido a que mi madre había planeado una cena y que no pudimos partir hasta después. De lo contrario, habría llegado hace dos semanas por lo menos —sonrió y se volvió hacia su primo—. ¿Seamus?
—Me voy a los establos, primo. Hay tanto ajetreo que será mejor que me asegure de que los caballos están bien atendidos.
Dicho lo cual, enarcó una ceja y se marchó por la puerta. Se cruzó con una criada cuando atravesaba el vestíbulo y su mano desapareció de la vista. La criada jadeó, agachó la cabeza y apretó el paso.
Viola frunció el ceño.
—¿Por qué ha venido?
—Volvemos a las Indias. Zarparemos de Bristol el lunes próximo, en cuanto nos marchemos de aquí.
—¿Tan pronto?
—Cuando llegue a Trinidad, habrán pasado casi cuatro meses desde que me marché. Tiempo de sobra para que la casa ya esté reparada, para que se hayan terminado los edificios adyacentes y para la cosecha. Debo volver antes de que mi administrador y su mujer se acostumbren demasiado a la cama del dormitorio principal —sonrió.
Viola fue incapaz de mirarlo a los ojos. En cambio, permitió que le colocara la mano en el brazo para guiarla hasta su familia.
Jin detuvo el caballo al llegar al borde del barranco. Las bridas estaban húmedas por el sudor del cuello del animal, cuya respiración era visible por la brisa marina. Sin embargo, sólo uno de los dos estaba satisfecho tras la dura cabalgada.
Las olas rompían en la playa que había abajo, una mezcla de gris y blanco. El calor hacía que la brisa del mar resultara más pesada. Además, las nubes de tormenta se arremolinaban en el cielo, haciendo que los rayos del sol titubearan. Titubear… justo lo que le pasaba a él. Se sentía indeciso y fuera de control. Viola había puesto patas arriba su mundo y no sabía si le gustaba… si le gustaba esa necesidad desesperada de estar con ella, ese vínculo que resultaba casi violento por su fuerza. Semejante vínculo no acabaría en nada. No podía, tal como pasó con otro vínculo que experimentó hacía mucho tiempo.
Su madre lo había mantenido pegado a ella, no le había permitido salir de los aposentos de sus criados personales por miedo a que lo descubriesen. Pero sabía que le pertenecía y que lo quería. Había sido muy reservado desde pequeño, y nunca compartió su secreto con los demás, ya que la furia de su marido era conocida por todos. Incluso tan joven sabía qué podía pasar si se descubría la verdad.
Después se descubrió, o tal vez uno de los criados, que había visto demasiado y deseaba ganarse el favor de su señor, lo contó. Y en un abrir y cerrar de ojos, su madre se desprendió de él. Su amor demostró ser muy débil. En sus brillantes ojos, vio un dolor y una pena que no creyó. Arrancado del mundo que siempre había conocido, sujeto por grilletes y tras recibir una paliza por su osadía, Jin estuvo dispuesto a creer que ella no sufrió al verlo marchar.
A partir de ese momento, ventiló su rabia contra el mundo siempre que se le presentó la ocasión. Una rabia nacida del pánico de creer que no habría nada más para él por más que luchara. Que no había bondad y paz para almas como la suya.
En ese momento, el pánico lo abrumaba de nuevo. Viola había errado en sus deseos. Era una mujer terca, cabezota y apasionada, que con cada palabra y con cada caricia le ofrecía algo que ni se imaginaba. Algo en lo que no podía confiar. Ni aceptar. Por el bien de ella. Se merecía algo mejor. Algo muchísimo mejor que él. Y podía tenerlo. Debía tenerlo.
Sin embargo, la verdad que lo atormentaba era que, sencillamente, tenía miedo. Conocía todos los caminos que llevaban al infierno desde ese mundo. Y también los de vuelta. Había sembrado dichos caminos con sus actos y se había convertido en su dueño. Pero no conocía ese camino que relucía delante de él, ese otro reino que atisbaba a lo lejos. Esa perfección. Y eso lo asustaba.
Hacía tantos años que no sentía miedo que se le había olvidado que existía.
A ciegas, recorrió a lomos del caballo el borde del acantilado, mientras el cielo gris presagiaba la tormenta que se desataría más adelante, cuando el calor aumentara a medida que avanzaba el día, como el calor que había encontrado en ella. Quería su lengua afilada, sus tontas discusiones, su arrojada rebeldía y su locura. Había pasado años buscando el perdón de Dios con la creencia de que ese era su único deseo: la redención. Sin embargo, en ese momento sólo la quería a ella, y eso lo aterraba.
Claro que cabalgar hasta que su caballo cayera rendido no era la solución. Acarició el cuello del animal y se dirigió hacia la casa. Los edificios que componían Savege Park se adivinaban entre los árboles y los setos que los protegían de la costa. El establo era una edificación enorme con cuadras, picaderos y cocheras. Jin entró por la parte posterior, lo más alejado posible de los invitados que se marchaban, desmontó y se quitó el sombrero y los guantes.
No había ni un solo mozo a la vista. Desensilló él solo al caballo y le quitó las bridas. El bocado tintineó al salir del hocico del animal. Y en ese instante, lo oyó.
Tuvo un mal presentimiento.
Un sonido amortiguado. No el ruido que harían los cascos de un caballo sobre la paja o el gemido de un animal.
Gritos acallados. El grito de una mujer bajo una mano fuerte. En una cuadra, no muy lejos de donde él se encontraba. La séptima… no, la octava cuadra en esa hilera.
Dejó las bridas en un gancho de la puerta y echó a correr. Los caballos volvieron la cabeza. Al llegar a la séptima puerta, se llevó la mano al chaleco, pero encontró el bolsillo vacío. Había salido desarmado. Claro que los puños nunca le habían fallado. Abrió la puerta de la octava cuadra.
Los faldones de la camisa blanca del hombre estaban manchados de sangre, al igual que la cara interna de los muslos de la muchacha. Una mano grande impedía que la muchacha gritara, si bien estaba llorando, y la mantenía inmovilizada sobre la paja mientras que con la mano libre se abrochaba la bragueta.
—Cierra la boca o mañana haré lo mismo —la apartó de él—. Y si empiezas a chillar como un cerdo, le diré a tu señor que me lo suplicaste.
—Su señor no te creería. Es un hombre justo.
Seamus Castle se volvió.
Jin entró en la cuadra.
—Pero yo no —añadió, mirando a la muchacha—. Busca a la señora Tubbs y dile lo que ha pasado.
La muchacha no se movió, así que Jin le tendió la mano.
—No pasará nada. Vamos —con un sollozo, la muchacha aferró su mano y dejó que la ayudara a ponerse en pie—. Ve en busca de la señora Tubss. Corre. Dile que yo te mando.
La muchacha salió corriendo.
—Qué conmovedor, Seton —Seamus lo miró con expresión burlona—. Sabía que te gustaban los esclavos, pero no te tenía por enfermera de las criadas.
El puño de Jin impactó contra la mandíbula del irlandés con tanta fuerza que el crujido resonó por todo el establo. Seamus cayó a la paja, y se llevó las manos a la cara mientras maldecía. Cuando Jin se acercó a él, puso los ojos como platos y retrocedió como un cangrejo, con la sangre (la suya en esa ocasión) manchándole la barbilla y la camisa. Sin embargo, consiguió esbozar una sonrisa desdeñosa.
—¿Qué te pasa, Seton? ¿No tienes bastante con meterte entre las piernas de Violet? ¿También quieres a la criadita para ti? ¿Es eso?
Sintió el amargor de la bilis en la garganta al escucharlo y apretó los puños.
El irlandés soltó una carcajada e hizo ademán de ponerse en pie. De modo que Jin le asestó otro puñetazo.
Y procedió a darle una paliza.
Jin caminaba nervioso por el despacho de Alex, pero el taconeo de sus botas no le impedía recordar los crujidos de los huesos de Seamus Castle al fracturarse. Era incapaz de quedarse quieto. Se había lavado la cara y las manos para librarse de la sangre del irlandés, y se había cambiado de ropa, pero no le había servido de mucho. La bestia que llevaba dentro ya podría ir tocada con una corona y con una capa de armiño que seguiría siendo una bestia.