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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

Cómo ser toda una dama (7 page)

Viola entrecerró los ojos.

—¿Y no se te ocurrió decírmelo? —le preguntó.

—No volvió a aparecer.

—Creo que estás acostumbrado a hacer las cosas a tu manera.

—Me gusta evitarle preocupaciones innecesarias a mi capitana cuando sin duda tiene cosas más importantes de las que ocuparse.

Como coger el dichoso catalejo que él le estaba devolviendo porque así podría regresar a cubierta, donde estaba su lugar y donde esa lengua afilada y descarada, junto con su dueña, no debería aparecer. Tenía el cuello acalorado. Y sentía la tensión en otras partes de su cuerpo. Sin embargo, nunca se había dejado dominar por la lujuria. No permitiría que sucediera en ese momento.

Sin embargo, lo empujaba algo más que la lujuria. Lo sabía a pesar de que quería negarlo. Esa confianza tan atrevida, esa lengua descarada, sus éxitos pese a los contratiempos que le había deparado la vida… incluso la devoción de sus tontos tripulantes indicaba que era una mujer excepcional. Una mujer que no se parecía a ninguna otra que hubiera conocido.

Y había conocido a muchas.

—Tienes muchas responsabilidades —murmuró.

Ella enarcó todavía más la ceja.

—Estás endulzándolo más de la cuenta, ¿no crees, marinero?

—Estoy esforzándome para servir a mi capitana, como prometí —y lo hacía. Pero no como ella esperaba.

Claro que un juramento era un juramento, y ni la extraña confusión que lo embargaba ni las burlas de una mujercita como esa echarían al traste el trabajo de veintidós meses.

—¿Volviendo a la tripulación en su contra?

Jin frunció el ceño al escucharla.

—French y Sam —explicó ella—. La vela rota.

—Hice lo que me ordenaste.

La vio apoyar las manos en sus redondeadas caderas.

—Pero saben que no estabas de acuerdo.

—Para mí da igual lo que ellos crean. Un capitán está en su derecho de contradecir la orden de su segundo de a bordo cuando le parezca bien.

—¿Capitán?

Si ella no fuera una mujer…

—Capitana.

La vio entrecerrar los ojos. Pero el gesto no le restó belleza. ¡Por todos los demonios! Ojalá fuera un mocoso chato al que pudiera tumbar de un puñetazo.

—Eres incapaz de decirlo, ¿verdad? —alzó la voz un poco—. No soportas llamarme «capitana». Te mata imaginarlo siquiera, arrogante hijo de un egipcio.

El temperamento de Jin, reprimido durante días, escapó de sus amarras. Se acercó a ella de modo que apenas si quedó espacio entre sus cuerpos y clavó la mirada en su cara.

—Oye, bruja consentida, puede que esté bajo tu mando pero no tengo por qué aguantar…

—¿Bruja consentida? ¿Bruja? —repitió ella, casi a voz en grito—. Creo que ningún hombre se ha atrevido a llamarme eso en la vida.

—Tal vez si alguno lo hubiera hecho, no serías tan…

—¿Cómo sabes si estoy consentida o no?

—Lo veo en el comportamiento de tus hombres.

—Ya te advertí de que no te gustaría.

—¿De que no me gustaría el qué? —¿Sus ojos relampagueantes? ¿Sus carnosos labios? ¿El mechón rebelde que le caía por la frente, que ocultaba su perfección y aumentaba su atractivo al mismo tiempo?

—Servir a mis pies.

A sus pies. Encima. Como ella quisiera. Y teniendo en cuenta su temperamento, sospechaba que le iba a gustar bastante. Dadas las circunstancias, la idea le gustaba más de lo que debería. El brillo beligerante de sus ojos se le clavó directamente en la entrepierna.

—No lo soportas, engreído corsario de medio pelo —esbozó una sonrisa satisfecha—. Ajá. Eso te ha picado.

En cierto sentido…

Jin inspiró hondo para calmar su rabia y su excitación al mismo tiempo.

—No soy un corsario de medio pelo. Soy un corsario legítimo.

—¿Crees que porque el gobierno británico te ha dado patente de corso ya no tienes los instintos de un sucio pirata?

La excitación desapareció de golpe, como si le hubieran echado un cubo de agua gélida.

—Sí.

—Demuéstralo.

Le cogió la mano, que encontró cerrada en un puño, y le separó los dedos. Acto seguido, le colocó el catalejo en la palma y la obligó a cerrar los dedos.

—No cojo lo que no me pertenece por derecho —la soltó.

Viola tenía una expresión aturdida en los ojos y la respiración, agitada. La reacción parecía excesiva, pero a él le gustaba. Se acercaba más al miedo que la actitud que había demostrado antes.

—Lo dices porque soy una mujer —afirmó con una nota trémula en su aterciopelada voz—. Algunos hombres son incapaces de aceptar órdenes de una mujer.

—Lo digo porque eres una bruja. Y yo no soy como la mayoría de los hombres.

Dicho lo cual, se marchó. De haberse quedado en el dichoso pasillo un instante más, habría sucumbido a la tentación de contarle la verdad.

No se trataba de que fuese una mujer, una mujer muy guapa con labios carnosos que imaginaba realizando toda clase de cosas que nada tenían que ver con proferir insultos. No se trataba de que él hubiera sido un pirata la mayor parte de su vida. Ni siquiera se trataba de que se hubiera prometido llevarla a Inglaterra pasara lo que pasase. Se trataba de que a lo largo de los dos años que había pasado buscando a una niña a la que habían secuestrado en su casa, se había percatado de algo muy perturbador. Algo sobre lo que rara vez se permitía meditar.

Viola tenía un hogar al que regresar. Tenía una familia. El hecho de que en ese momento lo negara, incluso después de tantos años, y de que viviera como si la familia que la adoraba no existiera lo enfurecía.

Sí, estaba furioso. Con una mujer a la que apenas conocía.

De joven, la rabia lo había consumido. Sin embargo, durante una década entera había conseguido doblegar esa rabia y utilizarla para algo útil. Pero en esa ocasión la ira lo miraba con el rostro de una mujer terca que no comprendía que el regalo que ella despreciaba era justo lo que algunos, lo que él, siempre habían soñado tener.

Capítulo 5

—¿Esta triste hoy, señora? Seguro que es por el tiempo.

Viola miró ceñuda a su grumete, y se arrepintió nada más ver la expresión alicaída en su cara pecosa. Ni siquiera había cumplido los siete años y era un niño alegre, entusiasmado por todo, tal como lo era ella cuando su padre la subió a bordo de ese mismo barco por primera vez. Un barco que era suyo desde hacía casi dos años. Un barco al que consideraba su hogar y que la llevaba a encontrarse con el hombre con quien algún día esperaba formar también un hogar.

Alborotó el pelo naranja de Gui y su sonrisa reapareció al punto, otorgándole un parecido enorme a su abuelo, Frenchie. Saltó de la barandilla del alcázar, donde estaba sentado y una vez en cubierta se dio una palmada en su delgaducho muslo. El viento le alborotó el pelo todavía más.

—Sé muy bien lo que puede animarla, capitana. Las gachas de
Pequeño
Billy —bajó a la carrera la estrecha escalera del alcázar y desapareció.

Las gachas de
Pequeño
Billy eran incapaces de levantarle el ánimo a nadie. Apostaría su barco a que ese muchacho no había cocinado en la vida antes de embarcarse en la
Tormenta de Abril
.

Aunque lo cierto era que estaba de mal humor. A esas alturas le había hablado mal a Sam, se había quemado el brazo con una soga y se había tropezado con un cubo, y ni siquiera era mediodía. El cielo estival era de un plomizo gris y su mente estaba igual de encapotada, de ahí su irritación.

Sabía muy bien cuál era el motivo de la misma. Quién la provocaba. Un hombre que se encontraba en el castillo de proa, siempre de espaldas a ella. Sus hombros y sus piernas recortadas contra el brillante océano. Parecía gustarle pasar el tiempo en la proa del barco. Tal vez porque así mantenía la mayor distancia posible con ella.

Viola sabía que no le habían gustado sus insultos de la noche anterior. A ningún hombre le gustarían. En realidad, no sabía por qué lo había insultado. Las feas palabras parecían salir de su boca por voluntad propia, una tras otra. Aunque, en el fondo, seguro que se merecía la mitad de lo que le había dicho, no debería haberle dado rienda suelta a su lengua. Sobre todo mientras la miraba como si…

No, seguro que habían sido imaginaciones suyas.

Al principio, Aidan siempre la miraba así justo antes de besarla. Esa mirada ardiente y fija que parecía indicar algo totalmente distinto de lo que decían sus palabras. Sin embargo, no conocía a Jinan Seton. Tal vez esa era su forma de mirar a la gente que lo insultaba.

Debía reconocer que era un hombre que controlaba su temperamento. Si lo perdiera algún día, podría acusarlo de haberse amotinado. Sin embargo, un hombre que había llevado el tipo de vida que había llevado él no perdía los estribos a las primeras de cambio. Cuando eso sucedió, fue un poco alarmante.

O más bien emocionante. Le había agarrado la mano, y la fuerza controlada que había ejercido sobre ella la había afectado muchísimo.

Tal como solía hacer cuando lo observaba desde lejos, se volvió en ese momento y sus miradas se encontraron. Acto seguido, lo vio descender del castillo de proa con pasos decididos y cruzar la cubierta de camino al alcázar. Tuvo la impresión de que lo había llamado con su mirada y que, como su fiel sirviente que era, él había respondido. Como si quisiera complacerla.

«
Un sueño absurdo
», se dijo.

Serena era la soñadora. Ella, la aventurera.

Jinan Seton también era un aventurero en cierto modo.

Lo miró de arriba abajo con gesto arrogante. Había aprendido que los hombres dominantes miraban de arriba abajo, que los hombres honestos miraban a los ojos y que los deshonestos desviaban la mirada.

—Los hombres comentan que vamos a atracar en Corolla —desde el incidente sucedido bajo cubierta, cuando su repentino contacto la dejó temblorosa, la miraba a los ojos directamente y se mostraba eficiente—. Dicen que lo han hecho en otras ocasiones durante el mismo trayecto.

Ella frunció el ceño.

—En Corolla, tienen uno de sus cotos de caza preferidos —un burdel donde las muchachas sólo llevaban medias de red y ropa interior de encaje.

O eso le había dicho una noche un marinero borracho como una cuba. En aquel entonces, sólo tenía diecisiete años, y estaba deseando saber qué podría despertar el interés de Aidan. Estuvo a punto de sobornar al marinero para que volviera al burdel y comprara algunas de las prendas que llevaban las muchachas. Sin embargo, no tuvo el valor de hacerlo. Cuando se lo contó después a Aidan, él rió entre dientes, le dio unos golpecitos en la barbilla y le dijo que era una muchacha demasiado decente para ese tipo de cosas.

—¿Por qué no permitírselo? —Seton desvió la mirada hacia el horizonte y después hacia el agua, a babor.

La brisa era templada. Viola se había percatado de que a ese hombre no se le escapaba nada. Siempre estaba observando, calculando y planeando el siguiente movimiento del barco.

—Un día en tierra no alterará demasiado nuestros planes.

Y la tripulación podría enseñarle el burdel.

—No —en realidad, podían permitirse el lujo de pasar unos días en tierra. Dicho retraso no les haría daño—. No. Debemos continuar. Con lo impredecibles que son las tormentas, no quiero perder la ventaja que llevamos ahora mismo.

—¿Impredecibles? —replicó él, si bien su apuesto rostro se mantuvo impasible.

—Las tormentas estivales. Debes de haber navegado por estas aguas cientos de veces —lo miró con recelo—. Lo sabes tan bien como yo.

—No necesariamente. Durante los últimos años he pasado gran parte de mi tiempo al otro lado del océano. Sobre todo en las costas inglesas.

Hablaba con gran seguridad, tal como hacía todo lo demás. Viola nunca había visto un hombre de mar tan competente ni tan seguro. Era un hombre consciente de quién era y seguro de sus intenciones. Su forma de ser despertó el vestigio de un recuerdo en ella, reminiscencias de una época durante la cual los hombres que habitaban su mundo se movían como si tuvieran derecho a todo. Sus recuerdos infantiles estaban plagados de hombres que trataban a las mujeres no sólo con deferencia, como su tripulación había aprendido a hacer, sino también con consideración. De hombres que no sólo hacían lo que se les decía, sino que se anticipaban a los deseos de una mujer.

El día de su séptimo cumpleaños, el barón la llevó hasta el vetusto roble de la propiedad y le mostró el columpio que había instalado. Sin necesidad de preguntar, supo qué era lo que ella deseaba por encima de todo. Aquel día la tomó de la mano, una mano que parecía diminuta en su cálida palma, y ella miró la cara sonriente del hombre al que quería como a un padre, porque eso era lo que había sido para ella aunque él estuviera al tanto de la verdad.

Le resultó curioso que un antiguo pirata le recordara al que fuera su padre. Sin embargo, Jinan Seton tenía un aura de caballero, los modales de un hombre educado pese a su poca caballerosa profesión. Tal vez así fue como se ganó su regio apodo. Y su arrogancia.

En ese momento, parecía evaluarla con detenimiento, como si estuviera esperando su reacción. Mientras lo hacía su mirada se tornó intensa y ardiente, tal como sucedió el día anterior en el pasillo.

—En todo caso —comentó ella, que decidió pasar por alto su acelerado pulso—, sabes muy bien que las tripulaciones intentan engatusar a sus capitanes para que hagan lo que desean, pese a las consecuencias negativas que eso pueda conllevar.

Jinan Seton frunció el ceño.

—¿Qué consecuencias negativas…?

—¡Capitana! —gritó el vigía—. ¡La verga del trinquete se ha soltado!

—Otra vez —murmuró ella—. Tendrán que repararla cuando atraquemos en Trinidad —hizo ademán de alejarse hacia la escalera.

Sin embargo, Seton se lo impidió al extender un brazo.

—Yo me encargo —esos ojos claros no la miraron con gesto interrogante, pero sí se mostraron cautelosos.

Ella asintió con la cabeza.

Seton se encargó de la verga suelta. Viola lo observó lo mejor que pudo entre el velamen, impresionada como era habitual por su serena forma de comandar a la tripulación, y por la rápida disposición de esta para acatar sus órdenes. Una vez que la difícil tarea se completó, volvió a su lado junto al timón, como si ella lo hubiera llamado de nuevo. Algo que no había hecho, aunque cierto demonio interior había estado deseándolo sin otro motivo aparente salvo que le gustaba que la acicatearan. O simplemente porque le gustaba verlo de cerca. En ciertos ángulos, la dejaba casi aliento.

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