O más bien en todos los ángulos. Era incapaz de pasar por alto ese físico tan atlético que había visto desnudo, y esa boca tan increíble. Si fuera una mujer normal y corriente, posiblemente estaría enamorada de él hasta las cejas.
Su irritación aumentó.
—¿Qué quieres, Seton?
—Más órdenes.
—No. Lo que quieres es irritarme.
—Parece que lo estás consiguiendo tú sola —cruzó los brazos por delante del pecho y esa boca perfecta esbozó una sonrisa torcida.
Sólo llevaba un chaleco sobre la camisa, y la absoluta belleza masculina de esos músculos que tensaban el lino la estaba atontando.
—Son los hombres —admitió, aunque sólo fuera la verdad a medias—. No llevan ni quince días a bordo y ya están deseando pisar tierra.
—Acaban de volver de su última travesía. ¿No te parece que eres un poco dura con ellos?
—Bueno, tal vez lo sea —como réplica no valía gran cosa, pero la sonrisa de Seton se ensanchó.
Viola se descubrió buscando réplicas tontas capaces de convertir el gesto en una sonrisa de oreja a oreja.
—No tienes por qué lidiar con todo esto —dijo él en voz baja—. Nunca más. Podrías vender la
Tormenta de Abril
y despedirte de estos marineros malhumorados y de las vergas sueltas para siempre. Si quisieras.
Viola rió entre dientes, esforzándose para no mirar sus brazos. Sin embargo, la atraparon esos ojos cristalinos, con el mechón de pelo oscuro que caía sobre ellos.
—¿Por qué iba a querer hacer algo así? —y añadió a modo de broma—: ¿Te está afectando el sol, Seton?
—Tal vez se deba a los absurdos deseos de tus hombres.
Otra vez el dichoso burdel.
—Los hombres no necesitan una parada en Corolla esta semana —dijo a toda prisa, porque la idea de que esos claros ojos azules se clavaran en ella mientras llevaba medias de red y ropa interior de encaje se había adueñado de sus pensamientos—. Lo que necesitan es ver dentro de tres semanas una playa de arenas blancas y palmeras que se agitan con la suave brisa.
Seton guardó silencio un instante antes de preguntarle:
—¿Y qué necesitas tú, Viola Carlyle?
Se quedó petrificada.
—O debería decir «señorita» Carlyle… Tu hermana cree que sigues con vida —su mirada no flaqueó en ningún momento—. Te he estado buscando por todos lados y he venido para llevarte a casa.
Viola sintió un nudo en la garganta.
—No tengo hermanas.
—Tienes una, y lleva quince años esperando tu regreso.
—Me estás confundiendo con otra persona.
Él frunció el ceño.
—¿Por qué no has vuelto?
Apretó los labios para evitar que le temblasen.
—Me estás confu…
—¿Por qué no has vuelto a casa?
La respuesta no podía compartirla con ese hombre. Apenas había sido capaz de dársela a su padre, ya en su lecho de muerte, cuando le hizo esa misma pregunta después de trece años.
—Podrías haber regresado a Inglaterra en cualquier momento de estos últimos años. Tienes un barco a tu disposición y dinero de sobra —Seton la miraba fijamente. Daba la sensación de que podía sostenerle la mirada todo el tiempo que quisiera, una hora, un día o dos semanas, hasta obtener una respuesta.
Salvo el día anterior, cuando por un instante pareció, por raro que sonara, impaciente.
—No tengo dinero suficiente para nada. ¿Por qué crees que trabajo para comerciantes americanos? —replicó ella y tuvo la impresión de que la miraba con más atención.
—Así que admites ser inglesa.
—Admito haber nacido en Inglaterra. Pero eso no me convierte en la persona que dices que soy.
—No puedes negarlo.
—Sí puedo. ¿Tienes pruebas?
—No me hacen falta. Te delatas cada vez que abres la boca.
Viola abrió la boca y la cerró de golpe enseguida. Él se apoyó en la barandilla, como si dispusiera de todo el día para continuar con la conversación. Algo que era cierto. La había atrapado en su propio barco en mitad del océano Atlántico.
El Faraón
era un hombre muy astuto.
—Tu acento se diferencia muy poco del de los yanquis —dijo él—, pero la entonación y la pronunciación de ciertas vocales delatan tus orígenes —inclinó la cabeza—. Y usas palabras que ningún marinero conocería.
—No es verdad.
—La primera vez que subí a bordo, usaste la palabra «pseudónimo». Y hace unos momentos empleaste la palabra «engatusar».
—Leo mucho.
—¿Por qué?
—¿Por qué no iba a hacerlo?
—Debes hacerlo. Eres la hija de un caballero. De un aristócrata…
—Todo el mundo sabe que mi padre era contrabandista.
—… y de una dama.
Eso no podía negarlo. Su madre nació en el seno de una buena familia, bien situada económicamente, con una casa elegante y buenas tierras. Cuando el padre de Maria Harrell le concedió su mano en matrimonio al tímido y estudioso barón Carlyle para aumentar el prestigio social de la familia, apenas tenía diecisiete años, contaba con una dote considerable, era guapa y ya estaba enamorada de Fionn Daly, un marinero al que jamás debería haber conocido, mucho menos entregarle su corazón.
La llama nunca se apagó. Nueve años después, durante una maravillosa primavera en la que lord Carlyle se encontraba en Londres participando en las sesiones de la Cámara de los Lores y lady Carlyle se quedó en casa para cuidar de su primogénita, el marinero irlandés regresó al puerto… y engendró a Viola. Diez años más tarde, Fionn volvió de nuevo en busca de su amada y de su hija. Con consecuencias desastrosas.
Viola se mordió la lengua. Cualquier cosa que dijera en ese momento no serviría de nada y, además, el corazón le latía demasiado deprisa como para hablar con calma. Recorrió la cubierta con la mirada, fijándose en los marineros. Todos le eran leales, y los conocía de toda la vida. Su vida. Su realidad. No el mundo en el que había nacido y que se le antojaba a millones de kilómetros de distancia, además de al otro lado de un océano.
Sin embargo, no todos los hombres a bordo pertenecían a esa vida.
Gran
Mattie estaba junto al palo mayor, fulminando con la mirada a un joven marinero que manejaba las escotas. Un intruso en su hogar. Al igual que los otros dos marineros de la
Cavalier
. Y de Seton.
Se volvió hacia él. Seton la observaba con detenimiento, tal como hizo en el pasillo el día anterior. Intentó desembarazarse de la sensación de que la conocía. No la conocía en absoluto. Sólo conocía un nombre de una época muy lejana.
—¿Lo saben tus hombres? —exigió saber.
—¿Tu verdadera identidad?
—Mi pasado.
—Sólo los tres a bordo —su cara permaneció impasible.
—¿Y qué hay de mis hombres? ¿Se lo has dicho?
—No.
—¿Por qué no?
—¿Por qué iba a hacerlo? —tenía el ceño fruncido y su expresión era sincera. Tanto que resultaba inquietante.
Se acercó un poco a él, con el corazón desbocado, hasta que quedaron a la misma distancia que el día anterior bajo cubierta. El cielo gris enmarcaba su apuesto rostro.
—¿Quién eres?
Seton no parpadeó.
—Mi identidad no es la que está cuestionada.
—¿Por qué me has buscado? ¿Qué más te da si vuelvo a Inglaterra o no?
—Tu hermana se ha casado hace poco. Su marido desea encontrarte.
Entre toda la amalgama de emociones y pensamientos, algo punzante se agitó en su interior. Jin Seton había subido a su barco con miras de ganar algo. Pero ella ya lo sabía, así que no debería molestarla que lo confirmase.
—¿Crees que el deseo de un desconocido basta para arrastrarme de vuelta a Inglaterra en contra de mi voluntad?
—Sí. Pero preferiría que vinieras voluntariamente —lo dijo con voz serena, pero en sus ojos apareció un brillo feroz.
El instinto le dijo a Viola que se apartase. No lo hizo. No demostraría debilidad. Un hombre como él sólo emplearía dicha vulnerabilidad a su favor.
—¿Por qué no les dices a ambos que me encontraste sana, salva y muy feliz, y lo dejas estar? Después de todos estos años, seguro que ella se contenta con eso.
Si acaso le importaba. Serena no había contestado ninguna de las cartas que ella le escribió durante los primeros años. Tal vez la quisiera, pero una vez descubierto quién era su padre, cuáles eran sus orígenes, su hermana mayor se avergonzaba. Al igual que su pobre padre… Mejor dicho, el barón.
Seton torció el gesto.
—Di su nombre.
Viola parpadeó.
—¿El de quién?
—El de tu hermana.
Esos ojos azules la miraban con una expresión penetrante, algo que se le clavó en el alma y le provocó un estremecimiento. En el fondo de su mente volvió a evocar recuerdos casi olvidados: salones iluminados por el sol e impregnados con el olor a lavanda y a rosa; ribetes, encajes y sedas en tonos pastel; cintas de los colores de las piedras preciosas adornando dobladillos y peinados; el olor de madera vieja y seca; acantilados cubiertos de hierba húmeda; libros polvorientos en una biblioteca y el lustre del pasamanos, logrado a base de limón, cera y tomillo; campos de color esmeralda salpicados de ovejas blancas y prados llenos de flores silvestres. Recordó una sonrisa muy dulce y unos ojos de diferente color enmarcados por una melena rubia oscura. Su hermana, su mejor compañera, su amiga del alma, la niña con la que había convivido durante sus primeros diez años de vida y a quien aún quería.
Todo eso cobró vida en su mente con sólo pensar en el nombre de su hermana y sentir la fija mirada de un pirata egipcio.
No sólo egipcio. Y ya no era un pirata. Era un corsario británico. ¿Enviado para encontrarla? ¿A la hija ilegítima de un contrabandista y una adúltera ya fallecida?
—¿Quién es el marido de mi hermana?
—El conde de Savege, el vecino más cercano de lord Carlyle en Devonshire.
Viola sintió un nudo en el estómago. La cosa empeoraba por momentos. ¿Un aristócrata? ¿Un conde? Debería alegrarse por su hermana, desearle lo mejor y creer que era un matrimonio deseado. Sin embargo, ella no tenía cabida en ese mundo, ni quería tenerla.
—Se llevará una decepción cuando vuelvas sin mí, no me cabe la menor duda. Pero no tiene autoridad sobre mí, por muy conde que sea.
—Volverás conmigo.
—No lo haré —separó todavía más las piernas y puso los brazos en jarras. La postura aminoró su agitación e hizo que casi volviera a sentirse a gusto. Como en casa. En un lugar que le gustaba.
—Inglaterra es tu lugar —afirmó él sin el menor asomo de duda.
Viola soltó una carcajada al escucharlo, aunque sonó forzada.
—Mi lugar está a bordo de mi barco, con mis hombres. Hazte a la idea, Seton —se volvió para bajar la escalera, soltando órdenes a diestro y siniestro. Sin embargo, sentía su mirada clavada en ella y la confusión la carcomía.
Si su lugar estaba en su barco con sus hombres, ¿por qué estaba tan empecinada en sentar la cabeza con Aidan Castle y vivir en su plantación en el trópico, aunque sólo fuera unos cuantos meses al año? Lo quería, por supuesto. Lo quería desde que él trabajaba en el despacho de aquel comerciante de Boston y su padre lo llevó a cenar a casa una noche. La noche que ella descubrió su corazón de mujer.
Tenía quince años, seguía soñando con regresar a Inglaterra algún día, pero desconocía si ese sueño podía hacerse realidad. Su madre había muerto. Sin ese lazo, Viola no era nada para Charles Carlyle. Y Fionn siempre insistió en que lo era todo para él. Su única hija. Su mejor marinero. Y algún día la señora de Aidan Castle, según le dejó caer.
Fionn los dejó a solas en muchas ocasiones. Le prestó a Aidan el dinero necesario para comprar su plantación, a pesar de que su barco apenas si tenía las velas necesarias. A todas luces, se arrepentía de todo lo que le había arrebatado a Viola, una vida respetable entre otras cosas, y quería que algún día tuviera algo mejor. Había visto ese «mejor» en Aidan Castle, un hombre hecho a sí mismo, nacido en Inglaterra como Viola, primo de un noble inglés, pero convertido en norteamericano como Fionn. Como Viola. Su padre le había proporcionado el marido ideal a una edad muy temprana. Y ella le había dado el gusto al enamorarse de él.
En ese caso, ¿por qué la idea de ver a Aidan en menos de un mes ya no le producía alegría? No era tonta. Aidan llevaba un siglo sin escribirle. Pero cuando volviera a verla, las cosas serían como antes y le pediría que se casara con él, como llevaba insinuando durante años. Y ella sería feliz.
Una imagen de Seton, pegado a ella delante de la puerta de su camarote, hizo que no se dirigiera a su refugio. En cambio, puso rumbo a la bodega. Cuando por fin la pisó, reparó en todas y cada una de las rajas de la madera, en todas y cada una de las tablas ajadas. Atestada de barriles, cajas y muebles envueltos en paños, parecía un mercante. Los dos marineros que vigilaban la santabárbara se llevaron las manos a las gorras. Ella les devolvió el saludo y se dispuso a examinar el cargamento.
¿Por qué llevaba mercancías a Trinidad? Era una corsaria, por el amor de Dios. Debería estar surcando el océano en busca de piratas, no transportando harina.
Inspiró el aire, mohoso y cargado, mientras desterraba esos inquietantes pensamientos. Seton tenía la culpa. Todo iba a las mil maravillas antes de que él subiera a bordo. Podría desviarse hacia las Outer Banks, tal como quería su tripulación, y desembarcar a Seton en alguna de las islas. No necesitaba que dirigiera su barco por ella.
No lo necesitaba en absoluto.
—¡Sam!
El marinero que charlaba con el guardia de la santabárbara se puso firme.
—¿Capitana?
—Dile al señor Seton que quiero doblar la velocidad. Quiero atracar en Trinidad dentro de dieciocho días.
—Sí, capitana —corrió escaleras arriba.
Viola clavó la mirada en la bodega de su barco, llena con los bienes de otro hombre, y por primera vez en su vida se sintió atrapada en el mar.
—¿Capitán Jin? —
Pequeño
Billy sirvió un cucharón de algo que parecía estofado en un cuenco y se lo ofreció—. He estado pensando.
Jin dejó el cuenco en una mesita emplazada en el comedor. El camarote que servía de cocina no tenía ni un metro cuadrado, pero era el único lugar donde nunca había visto a Viola Carlyle.
Tampoco tenía que haberse molestado en evitarla, ya se encargaba ella de eso. Llevaba cuatro días transmitiéndole órdenes a través de su tripulación. Sus palabras debieron de causarle una gran impresión. Ya sólo tenía que decidir cómo aprovechar esa impresión para conseguir sus fines. Y controlar su genio. El desafío que le había lanzado seguía escociéndole como si lo hubiera insultado. Debía aplacar su enfado antes de volver a hablar con ella.