Cómo ser toda una dama (30 page)

Read Cómo ser toda una dama Online

Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

Jin se apartó del aparador y caminó hasta la puerta.

Yale rió por lo bajo y añadió, con más seriedad:

—Colin os quiere a tu barco y a ti en el Mediterráneo. En Malta, al parecer.

Eso lo detuvo en el vano de la puerta.

—¿En Malta?

—Eso creo, sí. Algo sobre un complot para derrocar a nuestro rey y no sé qué heredera que se ha fugado y cuyos padres la han desheredado, pero que debe ser rescatada antes de que resulte herida por culpa del fuego cruzado. Me ha pedido que vaya y que seas tú el capitán.

—Me pondré en contacto contigo —se dirigió al vestíbulo de entrada y salió en busca de su caballo, que lo aguardaba ensillado y con su bolsa de viaje asegurada.

Montó sin mirar atrás, sin mirar hacia la casa o hacia la terraza donde en esos momentos ella estaría desayunando, y se puso en marcha.

No había mentido. En Londres, lo esperaba un obispo y un cofrecillo de madera que debía comprar. Se alojaría en los aposentos que tenía en Piccadilly, visitaría a Colin Gray y a un par de almirantes, y se concentraría en su empeño de recuperar el cofre de su madre.

Sin embargo, la opresión que sentía en el pecho le decía otra cosa bien distinta. Le decía que no tenía propósito alguno, que cabalgaba sin objetivo. A medida que aumentaba la distancia entre él y la mujer de la que debía separarse, se sintió a la deriva por primera vez en veinte años.

Capítulo 20

Al principio, convertirse en una dama le resultó bastante entretenido. Llegó la modista, empezó a sacar bocetos de moda, telas y encajes, y se asombró de la delicada figura de Viola al mismo tiempo que se reía del bronceado tan poco atractivo de su piel. A continuación, la envolvieron con diáfanas sedas, recios tafetanes y ligeras muselinas; la midieron, la ensartaron con alfileres y la trataron como a un maniquí. Aparecieron enaguas y camisolas, todas ligerísimas, en ingentes cantidades. Abrigos ridículos llamados pellizas, corsés que eran una absoluta tortura, chales con flecos, guantes de todos los colores y un sinfín de bonetes.

Viola se preocupó de buscar papel y lápiz a fin de apuntar los nombres de todas las prendas para poder recordarlos después. Sin embargo, al redactar la lista, se acordó de los primeros meses a bordo de un barco, cuando hizo lo mismo, anotando los nombres de los palos, las sogas, las velas y el armamento hasta que recordó cómo se llamaba hasta el último trozo de madera, de acero, de cuerda y de tela que había en el barco. Además, escribir hizo que echara de menos el cuaderno de bitácora, en el que anotaba todos los sucesos, por aburridos que fueran, antes de acostarse. Con la cabeza llena de recuerdos, fue incapaz de disfrutar plenamente de la modista. No obstante, el placer que obtenía Serena con esa actividad era evidente, y no podía aguárselo.

Cuando el señor Yale asomó la cabeza por la puerta para preguntar por sus progresos, la modista lo echó. Al parecer, el dormitorio de una mujer no era lugar para un hombre. Viola se preguntó qué pensarían la señora Hamper y Serena si les contara que ella había compartido su «dormitorio» con un hombre, y con sumo gusto.

Viola volvió a dormir en el sofá, jurándose que a la noche siguiente intentaría hacerlo en la cama. El sonido de las olas al romper contra la playa la reconfortaba.

Un segundo día de pruebas y medidas siguió al primero. La señora Hamper modificó uno de los vestidos de muselina de Serena, y Jane colocó el corsé alrededor de las costillas de Viola con evidente entusiasmo antes de proceder a aprisionarla con las prendas. Viola dejó que volvieran a tirarle del pelo, algo que su doncella realizaba con evidente gusto. A la mañana del tercer día, ya pudo bajar al comedor matinal con un aspecto bastante parecido al de una dama que pertenecía a un hogar como Savege Park, si bien ella no lo sentía así.

La ropa, sin embargo, no convertía a nadie en una dama.

—¿Cuál uso para los huevos? —le preguntó en un susurro al hombre que tenía al lado.

El señor Yale se inclinó hacia ella para responderle en el mismo tono:

—La cucharilla de los huevos.

En la estancia, además de ellos dos, sólo estaban Serena, enfrente de ella, y un criado a cada lado de la mesa. Viola miró de reojo a los criados. Los dos tenían cara de estar haciéndose los tontos.

—¿Cuál es la cucharilla de los huevos? —preguntó.

—La diminuta —contestó el señor Yale.

—Parecéis tontos —dijo Serena—. A saber lo que pensarán George y Albert de vosotros.

El señor Yale señaló con el índice la cuchara más pequeña antes de enderezarse en su asiento.

—¿Por qué no se lo preguntamos? George, Albert, ¿creéis que la señorita Carlyle y yo somos unos tontos? Y decid la verdad. Pero tened presente que ofenderéis a vuestra señora si lo negáis.

George, que llevaba una peluca blanca, frunció el ceño.

—En fin, la verdad es que no lo sé, señor.

—No te comprometes. Muy listo. ¿Y tú, Albert?

—Wyn, tienes que dejar de interrogar a los criados.

—¿Albert? —insistió el señor Yale.

—La verdad es que parece raro, señor —respondió el criado más joven con evidente sinceridad—, que haya una cucharilla sólo para los huevos pasados por agua. O eso me ha parecido siempre.

—Ah, ¿lo ve, milady? Albert nos da la razón a su hermana y a mí. Los aristócratas usamos demasiadas cucharillas en el desayuno.

—Me gustaría saber qué cubierto usar con cada cosa —declaró Viola con firmeza—. Anoche durante la cena no sabía qué hacer. Creo que utilicé la cuchara para la sopa con la gelatina, o tal vez fue al revés —levantó la vista al mismo tiempo que Serena bajaba el periódico.

—Nos da igual qué cuchara uses, Vi. ¿Verdad, señor Yale?

—Totalmente cierto.

—Pues a mí no me da igual. Y cuando lord Savege vuelva, seguro que a él tampoco. ¿No podría ser la primera lección?

Su hermana esbozó una sonrisa amable.

—Viola…

—Dijiste que me enseñarías a ser una dama, Ser. Pienso obligarte a que cumplas tu palabra.

—Muy bien. Si es lo que deseas.

—Es lo que deseo.

—¿Puedo sumarme al proyecto? —el señor Yale pinchó un trozo de beicon con el tenedor y lo miró con curiosidad—. Necesito con desesperación un cursillo intensivo en el noble arte de la comida.

—Señor Yale, lo digo en serio —Viola se volvió hacia él—. No quiero avergonzar a mi hermana ni a lord Savege cuando tengamos compañía.

El aludido la miró con sinceridad.

—Y yo, señorita Carlyle, digo muy en serio que quiero ayudarla. Si desea aparecer ante la sociedad como una dama, haremos de usted una dama.

—Gracias —dijo por enésima vez en cuatro días.

Les había dado las gracias a todos. Salvo a Jinan Seton. El hombre que insistió en que su familia la quería y que la obligó a regresar a Inglaterra para reunirse con ella. El hombre que había soportado su ridícula apuesta y le había hecho el amor como nunca imaginó que pudiera hacerse. El hombre que, por ser como era, le demostró que cometería un enorme error si se casaba con Aidan.

El hombre que la había dejado sin despedirse siquiera.

No se merecía que le diera las gracias. Era un sinvergüenza de tomo y lomo. Había dicho que no se quedaría con nada que no fuera suyo, pero le había robado el corazón. Como un pirata. No le debía nada. Ni siquiera un recuerdo amable.

En cuanto Viola tuvo la ropa adecuada (e incomodísima), Serena y el señor Yale comenzaron a enseñarle todo lo que una joven debía saber: pintura, dibujo, canto, piano y soltura con el francés y el italiano. Pronto quedó patente que antes debía aprender cosas mucho más fundamentales.

—Sé cómo andar. Se pone un pie delante del otro.

—Cierto, cierto —replicó el señor Yale, mientras la llevaba desde una silla emplazada delante de la mesita auxiliar hasta el centro de la terraza—. Pero cuando se es una dama, hay que poner un pie delante del otro con menos fuerza de que la se ejerce a bordo de un barco. Siempre y cuando se quiera cruzar una estancia con la apariencia de un ángel, claro está.

—¡Ja! —Viola se echó a reír—. ¿Un ángel?

—Pues sí. Lo que todos pensarán de usted hasta que la vean pisarse el bajo del vestido y la escuchen soltar semejante risotada.

—No ha sido una risotada. ¿Es que las damas no se ríen?

—Claro que sí —contestó Serena—. Pero se supone que no deben hacerlo con evidente gusto. Una norma absurda a mi parecer.

—Lo es, pero no la inventé yo —replicó el señor Yale—. Sólo actúo de intermediario de esta estupidez que es la alta sociedad inglesa —cogió la mano de Viola con esos dedos fuertes y se alejó un poco—. Ahora, señorita Carlyle, si consigue dar cuatro pasos con apenas cinco centímetros de separación entre el talón del pie adelantado y la puntera del pie retrasado, será maravilloso.

—¿Cinco centímetros?

—Para empezar —sus ojos plateados relucían.

—¿Tengo que aprender a caminar sin separar los pies como si estuviera en un harén oriental?

Serena soltó una carcajada tan fuerte como la de Viola.

—Claro que no —le aseguró el señor Yale—. Empezaremos exagerando un poco, y cuando domine la técnica, podremos adaptarnos a lo más apropiado.

—Entiendo —dio un paso.

Él meneó la cabeza.

—Han sido al menos treinta centímetros. Y las damas no hablan de harenes orientales.

—De ningún harén, en realidad —Serena clavó la aguja en el bastidor.

—Cinco es ridículo —Viola dio otro paso.

—Eso han sido quince.

—Cambiar los pañales de Maria es mucho más divertido que esto.

—Otra vez quince.

—Pues a ver así —se levantó la ingente cantidad de faldas y dio el pasito más corto imaginable.

—Ah. Mucho mejor. Aunque una dama nunca debe levantarse las faldas por encima de la espinilla.

—¿Es cierto, Ser?

—Me temo que sí.

Viola apretó los dientes y dio otro paso.

—Aprende deprisa —murmuró el señor Yale.

—Siempre ha sido así —replicó Serena.

—Es impresionante.

—Mucho.

Viola silbó.

—Que sigo aquí.

—Y las damas nunca deben inmiscuirse en una conversación a la que no han sido invitadas. Ni silbar.

—Las damas parecen ser un aburrimiento.

—La mayoría lo es.

Viola regresó junto a la silla con pasitos minúsculos. Con un enorme suspiro, se dejó caer en el asiento, cogió una galletita de la bandeja del té, se la metió en la boca y la masticó con evidente placer. Al menos la recompensa por su duro trabajo era deliciosa.

Al cabo de un momento, se percató de un pesado silencio en el gabinete. Levantó la vista y vio que el señor Yale y Serena miraban el reguero de azúcar que tenía sobre el regazo de su bonito vestido verde.

—¡Diantres!

La siguiente clase estaba relacionada con los cubiertos, la siguiente con el arte de aceptar el brazo de un hombre y la siguiente con su pronunciación.

—Sé que tengo acento americano. Un poco. Pero no veo qué tiene eso de malo —dijo Viola al tiempo que se sujetaba el bonete con las manos para evitar que la brisa marina lo arrastrara por el camino.

Ver los cuartos traseros de los caballos tan de cerca seguía inquietándola, pero el señor Yale manejaba las riendas con soltura y Serena parecía tranquila. Los dos dijeron que tenía que acostumbrarse a viajar en esos vehículos.

—Su acento es encantador, señorita Carlyle.

—¿Y qué tiene de malo mi forma de hablar?

—Debe ser menos colorida.

El señor Yale siempre daba esos consejos con una elegancia muy viril, ya estuviera sobrio o borracho. Ese día aún no había probado una gota de alcohol, pero seguramente lo hiciera en cuanto regresaran de su paseo. Sin embargo, dicha costumbre no parecía alterar su forma de comportarse con ella, siempre de forma abiertamente embelesada y totalmente inofensiva. No tenía muy claro por qué había imaginado que se sentiría amenazada por él, salvo por el hecho de que era un caballero de verdad y que llevaba sin ver a uno desde niña. Además, era muy guapo.

—¿Qué pasa con mi lenguaje?

—Nada —se aprestó él a responder—. Si desea parecer muy a la moda y un poco ligera, puede seguir hablando así.

—¿Ligera?

El señor Yale enarcó una ceja.

—Ah. Supongo que no quiero. Porque no quiero, ¿verdad?

—Desde luego que no quieres —sentenció Serena.

Viola intercaló las clases de buenos modales con las visitas a la habitación infantil para hacerle cosquillas a su sobrina y jugar con sus deditos, así como con periodos de tortura en los que la visitaban Jane y la altanera doncella de su hermana, que Serena aseguraba que era muy agradable en cuanto se la conocía. Sin embargo, Viola no la tenía en demasiada estima desde el día que le depiló las cejas hasta provocarle un dolor de cabeza, desde que le ordenó a las criadas que le frotaran los pies, los codos y las manos con piedra pómez hasta dejarle la piel en carne viva, y desde que la sometió al soberano aburrimiento de que le cortaran, limpiaran y limaran las uñas como si ella no fuera capaz de asearse sola. Cuando la doncella le sugirió a su señora que deberían cortarle el pelo para ir a la moda, Viola puso pies en pared.

—Mi pelo se queda como está. Cuando sopla el viento, tiene que ser lo bastante largo para poder recogérmelo en una coleta.

Serena acarició los rizos de Viola con los dedos.

—Es perfecto tal como está.

Cuando Viola dominó el uso de los tenedores, las cucharas y los cuchillos, así como la tarea de servir el té, se sintió preparada para afrontar otros retos. Su optimismo demostró ser demasiado ambicioso.

—No tengo las manos listas para esto —los dedos, enrojecidos por las friegas, se resbalaban por el pincel. Una mancha de color aguamarina decoraba el papel que estaba en el caballete.

—No están hechas —la corrigió el señor Yale—. Sus manos no están hechas para esto. Pero, en todo caso, una dama nunca debe hablar de sus manos.

—¿Por qué no?

—Porque los caballeros pensarían en cosas en las que no deberían pensar cuando están acompañados.

Serena puso los ojos como platos. Viola sonrió.

El señor Yale las miró a una y a otra, con las cejas enarcadas y una expresión inocente.

—Tenía entendido que estábamos siendo sinceros para ayudar en la educación de la señorita Carlyle.

—Y así es. Pero, Wyn…

—Milady, teniendo en cuenta que su marido fue en otro tiempo el libertino más famoso que pisó los salones de Londres, me pregunto de dónde sale su gazmoñería.

Other books

Skin Deep by Mark Del Franco
Protocol 1337 by D. Henbane
Jaci Burton by Nauti, wild (Riding The Edge)
My Lord's Lady by Sherrill Bodine
Solitaire, Part 3 of 3 by Alice Oseman
The Heart of Fire by Michael J. Ward
A Different Game by Sylvia Olsen
Diva Rules by Amir Abrams