Cómo ser toda una dama (31 page)

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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

—Se ha reformado. Por supuesto —había un brillo risueño en sus ojos de diferente color.

Viola extendió más pintura en el papel y ladeó la cabeza. Su barco parecía un armadillo. Suspiró.

—En eso tiene razón, Ser. Porque, vamos, ni que…

—Porque como si no… —la corrigió Serena.

—Porque como si no supiera lo que los hombres piensan la mayor parte del tiempo. He convivido con cincuenta y cuatro hombres a bordo…

—Yo ni siquiera conozco de vista a cincuenta y cuatro… ¡Por el amor de Dios! ¿Cincuenta y cuatro?

—Yo he conocido muy bien a cincuenta y cuatro hombres durante diez años. A los hombres les interesa una cosa por encima de todas las demás —al igual que el imbécil del que había cometido la tontería de enamorarse sólo quería una cosa de ella… aparte de llevarla a casa.

—No a todos los hombres —Serena limpió su lienzo con un trapo y se mordió el labio—. El señor Yale lleva dos semanas ayudándonos a educarte sin haber pensado siquiera en eso, ¿no es verdad, Wyn?

Viola y ella lo miraron en busca de confirmación.

—Así es —contestó él sin inflexión alguna.

—¿Lo ves? —Serena se concentró de nuevo en su cuadro.

El caballero esbozó una sonrisa torcida y le guiñó un ojo a Viola.

Esta se echó a reír.

—No se preocupe, señor Yale, sé que no le intereso de esa manera.

Él puso los ojos como platos.

—Un momento, soy tan susceptible a una cara y un cuerpo bonitos como cualquier hombre.

—No tiene que… Quiero decir que no hace falta que finja indignación conmigo, señor —comenzó a dar pinceladas.

—Me esforzaré para no considerarlo un insulto.

—No debería. En absoluto… Pero yo… El asunto es que sigo sin saber por qué permanece aquí, ayudándome, cuando no le intereso de esa manera.

Serena soltó una risilla.

—Sigues siendo tan sincera y teniendo tanta confianza en tus encantos como de costumbre, Vi. Te adoro por eso —confesó su hermana.

—¿Tenía mucha confianza de pequeña?

—Muchísima. Incluso cuando aquellos marineros subieron por el acantilado y echaron a andar hacia nosotras. Comenzaste a pestañear y los miraste con una sonrisa descarada mientras les exigías con voz dulce que se presentaran y explicaran qué hacían en la propiedad de tu padre. Se quedaron tan estupefactos que si se nos hubiera ocurrido salir corriendo, creo que les habríamos sacado ventaja de sobra.

—Pero no se nos ocurrió salir corriendo. Y ahora estoy aquí, aprendiendo a pintar con acuarelas, algo que debería dominar desde hace diez años.

—Nunca lo habría dominado —el señor Yale miró por encima de su hombro—. No tiene un ápice de talento. ¿Alguien quiere tocar el piano?

Serena soltó el pincel.

—Menudo alivio. No me gusta pintar en absoluto.

—¿Y por qué diantres…?

—Dijiste que querías aprender todo lo que debía saber una dama —Serena echó a andar hacia la puerta—. El piano está en el salón, al igual que el arpa, por supuesto, y dentro de quince minutos también estará el té.

Con el mango del pincel entre los dientes, Viola vio cómo su hermana desaparecía. Miró de nuevo su desastre de pintura y dejó caer los hombros. Apenas habían transcurrido siete días y ya estaba harta. Lo dominaría, pero ojalá pintar, comer y andar fueran cosas tan sencillas como echar el ancla o izar las velas.

El señor Yale se puso en pie y le ofreció el brazo.

Viola soltó un suspiro frustrado.

—No tengo que cogerme de su brazo para ir hasta el salón, que está dos puertas más allá, ¿verdad?

—Hay que practicar y practicar.

Lo miró.

—No está tan desinteresado como dice, ¿verdad, señor Yale?

—No es desinterés, señorita Carlyle —respondió él con bastante seriedad—. Sólo soy leal a un hombre que me ha salvado la vida en más de una ocasión.

Lo miró boquiabierta.

—Las damas no miran boquiabiertas a nadie.

Viola cerró la boca y se puso en pie. A continuación, miró los pies de ambos, los relucientes zapatos del señor Yale y sus delicados escarpines que asomaban por el bajo del vestido, aunque no parecían ni sus pies si su bajo.

—Repítame cómo se conocieron.

—No estoy en disposición de contar eso —el señor Yale la tomó de la mano y, acto seguido, procedió a colocársela en el brazo—. Pero tal vez si se lo pregunta a él, esté dispuesto a contárselo. Sospecho que lo estaría.

—Creo que ha malinterpretado la situación.

—Estoy seguro de que no lo he hecho.

El estómago le dio un vuelco.

—¿Qué le ha contado?

El señor Yale la miró en silencio un buen rato antes de contestar:

—No me contó nada. No hacía falta.

—En fin, pues se equivoca. De todas maneras, no creo que vuelva a verlo, así que no podré preguntarle nada.

—Insisto, aunque parezca muy maleducado, en que es usted quien se equivoca y acabará dándome la razón.

—Señor Yale, confieso que el mayor desafío de convertirme en una dama es aceptar que los caballeros creen saber mucho más que yo. De hecho, tengo la impresión de que nunca conseguiré aceptarlo. Así que tal vez nunca me convierta en una dama —le regaló una sonrisa—. Ah, menudo alivio. Empezaba a preocuparme.

Se marchó y abandonó la estancia sin ninguna ayuda.

—Su Ilustrísima se niega a vender —el vizconde Gray estaba sentado al otro lado de la tosca mesa de madera, enfrente de Jin, mientras el sol de finales de verano se colaba en la tenebrosa taberna.

El establecimiento, situado en una zona tranquila de Londres, estaba vacío salvo por ellos dos. Al igual que Jin, el vizconde se había vestido con sencillez para la cita, pero su porte y su mirada directa dejaban claro que era un aristócrata.

—El secretario del obispo me ha asegurado que no se desprenderá ni de un solo objeto de su colección de arte oriental ni por todo el oro del mundo. En especial, de ese objeto en concreto —Gray levantó el pichel de cerveza y lo miró por encima del borde—. ¿Qué hay en el cofrecillo, Jin?

—Nada de valor —sólo su verdadera identidad.

—¿Y por qué me has pedido ayuda? No creo que lo hayas hecho antes, bajo ninguna circunstancia —aunque mantuvo la voz serena y una postura relajada, Colin Gray no era tonto. El Almirantazgo y el rey confiaban en el jefe de su club secreto por un buen motivo.

—Me pareció la forma más rápida de adquirirlo.

Gray asintió con la cabeza.

—Por supuesto.

Ninguno de los dos necesitó decir lo evidente: Jin tenía el respeto de varios de los comisionados que componían el Consejo del Almirantazgo. Pero Gray tenía contactos sociales, de modo que su petición de comprar una pieza antigua de una colección privada pasaría desapercibida.

—Sin embargo, teniendo en cuenta que te he ayudado sin hacer preguntas —añadió el vizconde—, me gustaría una explicación.

—Tu ayuda no me ha reportado nada. Y si no querías prestármela, nadie te obligaba.

Jin hizo ademán de levantarse.

La mano del vizconde le sujetó la muñeca, como un grillete.

—Me lo pediste porque deseas mantener el anonimato —un deje acerado asomó a la voz de Gray—. Espero saber por qué.

—Colin, si no me quitas la mano de encima, te la corto.

Esos ojos azul oscuro se clavaron en los suyos.

—Estás desarmado.

—¿Seguro?

Gray lo soltó, pero siguió mirándolo sin ceder un ápice.

—Hace siete años, cuando empezamos, no entendí por qué Blackwood confiaba en ti ciegamente.

—¿No? ¿Y a qué has estado jugando todo este tiempo al incluirme en tu club, Colin? ¿A mantener a tus amigos cerca y a tus enemigos más cerca aún?

—Al principio, tal vez. Aportabas mucho con tus contactos en los puertos y en todos los estratos de Londres, al parecer. Y con tu barco.

Jin se apoyó en el respaldo de la silla y cruzó los brazos por delante del pecho.

—¿Eso quiere decir que tengo cierta utilidad?

—Pero pronto me di cuenta de lo que Leam sabía desde hacía mucho tiempo —continuó Gray como si no lo hubiera interrumpido—. Tú y yo nunca nos hemos llevado bien. Eres impredecible y no pareces hacer aquello que vaya en contra de tus intereses. Pero las apariencias engañan. Aparte de Leam, eres el único hombre a quien le confiaría mi vida, Jinan —lo miró a los ojos—. Cuéntamelo. A lo mejor puedo ayudarte.

Jin observó al aristócrata. Gray estaba inmerso en esa misión no porque estuviera obligado a hacerlo, ya que su riqueza y su título estaban asegurados. Servía a su rey y a su país porque el honor y el deber eran más importantes para él que su propia vida. Gray consideraba a todos sus compañeros del club (Leam, Wyn, Constance e incluso él mismo) parte de dicho deber. Sí, el deber era lo primero.

—No es por mí únicamente, ¿verdad, Colin?

—Blackwood. Y Yale. Sé mejor que nadie lo que has hecho por ellos. Sé que protegiste a Leam de mí cuando quiso abandonar el club. Te llevaste tu barco al mar del Norte para perseguir a esos rebeldes escoceses cuando, en realidad, deseabas partir hacia el oeste. Lo hiciste con la esperanza de que así no involucrara a Leam.

Jin no lo negó. Gray era muy listo para alguien que tenía pocos años más que él.

—Y aunque Yale nunca me ha dicho nada, sé que estuviste allí la noche en que disparó a aquella muchacha. Sé que Constance te ha pedido que lo ayudes, y sospecho que acabas de verlo no porque él fuera a verte tras tu regreso, sino todo lo contrario.

—¿Sabes todo eso? Me pregunto qué has sacado en claro de esta información.

Gray se pasó una mano por la nuca.

—Por el amor de Dios, es como hablar con Sócrates. Aunque es mejor que hablar con el aire, después de mandarte cartas durante año y medio sin obtener respuesta alguna —se puso en pie—. Jin, si llegas a necesitar mi ayuda, te la prestaré. Hasta ese momento, el director tiene que saber si puede contar contigo para ese asunto en Malta. Supongo que Yale te habrá hablado del tema.

—Me lo mencionó.

—¿Sigues con nosotros o has seguido el mismo camino que Blackwood después de todo? Constance insiste en que sigues formando parte del club, pero exijo saberlo de tus propios labios.

¿Por qué no? Bien podía surcar el Mediterráneo en otro encargo del rey y del director secreto del
Club Falcon
. Por primera vez en dos años, no tenía otra cosa mejor que hacer, y distanciarse de Inglaterra le iría bien. El cofre que quería estaba fuera de su alcance, lo mismo que la mujer. Los dos formaban parte de una sociedad que, al igual que el hombre que tenía delante, toleraba su presencia por sus habilidades, aunque siempre desconfiaría de él por el mismo motivo. Había forjado su reputación a base de violencia y, pese a todo, no era uno de ellos.

—Ya me pondré en contacto contigo.

Gray asintió con la cabeza.

—Espero noticias tuyas pronto —le tendió la mano y Jin la aceptó.

—Colin —dijo con un deje titubeante. Las palabras salieron de su boca sin pensar, de una parte de su ser que no quería reconocer—, gracias.

Los ojos del vizconde relucieron.

—De nada.

Jin se quedó sentado a solas en la taberna unos minutos, antes de que llegaran Mattie y Billy.

—Matouba dice que ya ha venido por aquí antes y que no les caía muy bien a los parroquianos. Se ha quedado en el barco —Billy sonrió al tiempo que se sentaba.

Mattie gruñó al tabernero y se sentó.

—Hemos visto salir a Su Ilustrísima. Parecía tan negro como Matouba. Lo has cabreado, ¿verdad?

Jin lo miró con expresión seria.

—¿Te has enterado de algo interesante?

—Un criado de menor rango. No hay muchos en la casa. El obispo tiene muchas cositas que no quiere que toquen los criados —Mattie frunció el ceño—. No sé si será fácil de birlar.

—¿Cuándo nos ha detenido eso? —Billy enseñó los dientes.

Mattie se encogió de hombros y cogió su pichel.

—¿Cómo se llama el criado? —preguntó Jin.

—Hole Pecker…

Jin enarcó una ceja al escucharlo.

La sonrisa de Billy se ensanchó todavía más.

—Así le puso su madre.

—¿Tiene un horario regular?

—Sale de la casa a las diez en punto, cuando entra el obispo —Mattie apuró la cerveza y dejó las manos en la mesa—. La cosa es que Billy, Matouba y yo queremos hacer esto en tu lugar.

—No tengo intención de hacer nada ahora mismo. Me he limitado a expresar un inocente interés por el personal del obispo.

Billy puso los ojos como platos. Y Mattie los entrecerró. Pero Jin fue muy claro con el deje que imprimió a su voz.

—Un momento —Mattie apretó los puños—. No puedes seguir haciendo estos trapicheos.

—Tiene razón, capitán —convino Billy, con la sonrisa un tanto apagada—. Ya no está bien que lo haga.

—No estoy haciendo nada, como acabo de decir. Ya no nos dedicamos a eso, caballeros. Al menos, no mientras trabajéis para m…

—Ahora va a decirnos que nos metamos en nuestros asuntos, Bill —lo interrumpió Mattie—. Creo que la señorita Carlyle no se equivocó al decirnos que teníamos al asno más terco y arrogante del mundo por capitán.

—Sí que lo dijo —Billy asintió con la cabeza, pensativo.

Jin sonrió.

—Echo de menos a la señorita —las escuálidas mejillas de Billy se sonrojaron—. ¿Cómo le va en la mansión, capitán?

—Bien, al menos la última vez que la vi.

—¿Estaba bien? —Mattie lo miró con expresión penetrante y el ceño fruncido.

Billy sonrió de nuevo.

—Seguro que lady Redstone le ha puesto vestidos, cintas y todas esas cosas que se ponen las damas.

Como debería ser. Sin embargo, todavía le sorprendía que después de todas esas semanas sólo le apeteciera estar junto a ella. En cualquier sitio, con la ropa que ella quisiera ponerse. O sin ropa.

—Caballeros, ¿el barco está preparado?

—Listo para zarpar. ¿Vamos a alguna parte?

—Tal vez.

Mattie frunció sus carnosos labios.

—No me dirás que vas a untar al criado este para que robe el cofre y te lo entregue o para que deje la puerta trasera abierta y robarlo tú, ¿verdad? Pues me parece que es lo que planeas.

—No estoy planeando nada, Matt —se puso en pie—. Sólo es curiosidad.

Se marchó, internándose en las bulliciosas calles, llenas de carruajes, transeúntes, vendedores ambulantes, floristas callejeras y demás bullicio de Londres, el mismo que había conocido por primera vez años atrás, cuando llegó a Inglaterra en busca de redención en la tierra de parte de sus antepasados. La parte desconocida.

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