Cómo ser toda una dama (32 page)

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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

Gray tenía razón. Conocía todos los estratos sociales de Londres, desde los aristócratas que se sentaban en el Parlamento hasta los niños que les robaban las carteras a dichos aristócratas para alimentar a sus familias hambrientas. Los conocía a todos, y la vida que llevaba lo había satisfecho en parte.

Pero ya no. La inquietud lo abrumaba en ese momento, incapaz de encontrar la paz. Claro que ya no tenía un objetivo y la puerta a la esperanza que retuvo después de dejar a Viola en Devonshire se le había cerrado. Tal vez su padre había sido un caballero de buena familia y riqueza. Tal vez. Pero sin el cofre nunca lo sabría.

Se detuvo para dejar una guinea en el bolsillo de una mendiga ciega. Rápida como el rayo, la mujer le cogió los dedos.

—Que Dios te bendiga, hijo —musitó ella, con los ojos velados y una cara avejentada por los días de un trabajo sin esperanza en su esquina.

—Nunca he sido un hijo, abuela —replicó en voz baja—. Pero acepto tu bendición de todas formas.

Le devolvió el apretón a sus huesudos dedos, le soltó la mano y prosiguió su camino a través del bullicio que ya no le producía la misma fascinación que de costumbre. No deseaba meditar sobre el cambio ni por qué se había producido. No deseaba recorrer ese camino. Sabía que no debía planteárselo siquiera.

Malta cada vez se le antojaba más atractiva.

Capítulo 21

—Lady Savege —dijo la esposa del vicario con tristeza—, me temo que su hermana jamás logrará tocar con destreza.

—¿Ah, no, señora Appleby? —replicó Serena, imitando el tono de voz de la mujer.

—Aunque posee la dureza necesaria en los dedos para tocar el instrumento…

Viola, que se encontraba tras la jamba de la puerta en el pasillo, no alcanzaba a ver la sombra de la mujer, pero sabía que debía de estar retorciendo las manos. Un gesto que no había parado de hacer durante las lecciones de arpa. Aunque era una virtuosa del instrumento, también era una mala persona. Estaba muy agradecida de no haber tenido que vérselas con mujeres en su barco. Habría acabado enloqueciendo.

Aunque, claro, Jin pensaba que ya estaba loca.

—… carece de la delicadeza para ello.

—¿La delicadeza?

—Del grado de elegancia que un arpista debe alcanzar.

—No tengo delicadeza ni elegancia —le susurró Viola al hombre que estaba inclinado sobre su hombro.

—Yo no diría tanto —replicó él, también en voz baja.

—Pero sí lo cree.

—Antes que admitirlo prefiero que me fustiguen.

—Señor Yale, es usted muy peculiar.

—Es la primera vez que una dama me dice eso. Me han tildado de brillante. De guapo. De alegre. De peculiar, nunca.

—Bueno, según la señora Appleby no soy una dama, así que puede estar tranquilo.

Serena y la esposa del vicario se volvieron hacia la puerta. El señor Yale aferró a Viola del brazo y entró con ella de la forma más decorosa.

—Vaya, señora Appleby, nos apena muchísimo no contar más con su presencia, pero parece que la señorita Carlyle se ha hecho daño en el meñique con un… con un… —le dio un apretón en la mano a Viola.

—¡Ladrillo! Digo… con una polea.

—Ah, sí, con una polea —afirmó él al tiempo que la miraba de forma elocuente—. Y por eso no puede continuar con sus lecciones de arpa —soltó a Viola y tomó a la señora Appleby del brazo—. Permítame acompañarla hasta el carruaje de lord Savege. Albert la llevará a casa —se alejó con ella—. ¿Albert? Ah, es un tipo excelente. Sin embargo, no entiende para qué necesitamos las cucharas de los huevos y no lo culpo, la verdad…

—No para de decir tonterías —Serena tomó a su hermana del brazo—. Y creo que te admira mucho. De no ser por ti, hace mucho que estaría en Londres.

—Es muy amable. No recuerdo que los caballeros fueran tan… tan…

—¿Jóvenes y guapos?

—Iba a decir tontos, pero después he recordado que el barón solía entretenernos con aquellos ridículos juegos, ¿verdad?

La expresión de Serena se tornó seria.

—Sí. Lo recuerdo muy bien.

En ese momento, apareció un criado por la puerta que las saludó con una reverencia.

—Milady, un caballero la espera en el salón azul. Ha pedido que no lo anuncie y desea que lo reciba usted sola si no le importa.

—Qué raro —intercambió una mirada con el criado. Sus ojos se abrieron por la sorpresa—. Vi, me encargaré de este asunto y volveré dentro de un momento. El jardinero ha cortado montones de flores y creo que podremos hacer unos cuantos ramos.

—Siempre que no tengamos que coser o tocar algún instrumento musical, perfecto —replicó ella, que se acercó a la ventana para contemplar el océano que se extendía hasta el horizonte.

Era un día ventoso, lo que indicaba que se acercaba una tormenta de verano. Si estuviera a bordo de su barco, les ordenaría a sus hombres que aseguraran las escotillas y arriaran las velas, dejando sólo unas cuantas que los guiaran cuando arreciara el viento. Enviaría a un tercio de la tripulación abajo y organizaría un turno de guardias en el caso de que la tempestad se alargara. Después, abriría un barril de ron de Madeira, Becoua tocaría una canción en su mandolina mientras Sam y Frenchie cantaban y celebrarían el hecho de haber sobrevivido a otro de los peligros del mar.

Suspiró y su aliento se condensó en el cristal, si bien se evaporó al instante. Dos meses habían pasado desde que dejó atrás su barco y su tripulación y… no los echaba de menos.

¡No los echaba de menos!

Añoraba a
Loco
, eso sí, porque era su viejo amigo. Añoraba la sensatez de Becoua, el buen humor de Sam y de Frenchie, y al pequeño Gui, que había llorado muchísimo el día que se marchó de Puerto España. Añoraba su acogedor y destartalado camarote, y se preguntaba cómo estarían sus hombres en Boston. Pero no añoraba la vida en el mar, y eso hacía que se sintiera mal.

Porque debería añorarla. Le había encantado capitanear su propio barco, rastrear la costa de Massachusetts en busca de rufianes y mantenerse alejada de Aidan porque era incapaz de abandonar esa vida. Por fin lo había hecho y no la echaba de menos.

Añoraba a Jin. Muchísimo.

El proyecto de convertirse en una dama no bastaba para arrancárselo del pensamiento. Ni de las entrañas. Sentía un dolor constante en el corazón y en el abdomen que le recordaba todos los días que él había puesto su vida patas arriba, pero que todavía no sabía si era para bien o para mal.

Jugueteó con las cintas que colgaban por debajo de sus pechos e intentó respirar hondo pese al corsé. Le dolían los pies por culpa de los estrechos y ridículos escarpines, y estaba cansada de pasar una hora todas las mañanas delante del espejo mientras Jane la peinaba.

—A partir de mañana —musitó, sin apartarse de la ventana y empañando de nuevo el cristal— me peinaré con una trenza, Serena se reirá, Jane me mirará enfadada y yo estaré mucho más… —tocó la parte empañada del cristal con un dedo—. Más… —repitió el gesto—. Más cómoda.

—¿Vi? —Serena la llamó desde el vano de la puerta.

—¿Qué? —dijo ella, volviéndose—. ¿Quién ha venido?

—Me temo que vas a enfadarte conmigo —su hermana había unido las manos por delante de la cintura—. Se enteró por la servidumbre de que estabas aquí y me escribió, pero le dije que no debía venir hasta que tú estuvieras preparada. Sin embargo, tú no lo has mencionado siquiera y yo no quería presionarte…

—Es el barón, ¿verdad? Ha venido.

Serena asintió con la cabeza.

—Tiene muchas ganas de verte.

Viola atravesó la estancia, respirando todo lo hondo que le permitía el dichoso corsé para tomar la mano que le ofrecía su hermana.

—En ese caso, no debemos hacerlo esperar.

Caminó por el pasillo que llevaba hasta el salón azul con la serenidad que le habían enseñado su hermana y el señor Yale, pero tenía los puños apretados sobre las faldas por la tensión. Serena le hizo un gesto a un criado para que abriera la puerta.

El caballero que aguardaba de pie en el centro de la estancia no podía ser más opuesto a la opulencia que lo rodeaba. Entre los ricos tonos dorados y azules del salón, parecía un espantapájaros, medio calvo y muy delgado, y ataviado con una ropa poco elegante. Sin embargo, sus ojos tenían la misma expresión cariñosa de antaño y estaban llenos de lágrimas.

Viola sintió un nudo en la garganta.

—¿Viola? —dijo él.

Consiguió hacer una genuflexión.

—Buenos días, señor.

Él frunció el ceño.

—¿Te vas mostrar ceremoniosa conmigo? ¿Acaso mi niñita se ha convertido en una dama de mundo tan importante que ni siquiera va a acercarse para darme la mano?

Viola se adelantó y él extendió ambas manos. Ella se las tomó. Una solitaria lágrima se deslizó por la arrugada mejilla del barón y cayó sobre sus dedos.

—Tus manos son las mismas —musitó ella. Cálidas, grandes y seguras como siempre lo habían sido.

Tal como las había recordado todas las noches en el barco durante aquel primer mes y durante muchas noches después, cuando soñaba con su casa y se preguntaba si su padre iría a buscarla. Después, cuando Fionn le dijo que todos la creían muerta, dejó de soñar. Los sueños eran cosa de Serena, no de una niña aventurera como ella. No de la niña aventurera que su padre creía que era. Su padre querría que fuera valiente.

Y lo fue. Pero en ese momento temblaba como si volviera a ser una niña de diez años.

—Eres una belleza, como tu madre —su cara, marchita y arrugada como ella jamás habría imaginado, se iluminó al esbozar una sonrisa—. Mi niñita. Mi Viola. ¡Cómo he llorado tu pérdida!

Tal vez Viola viera en sus ojos la magnitud de su pesar. O tal vez lo sintiera en su corazón. Sin embargo, no podía soportar su afecto por si volvía a perderlo, por si volvía a perder a Serena, por si volvía a perder el afecto de todos aquellos que tanto se había esforzado por olvidar.

—Yo también te he echado de menos —dijo a través del nudo que sentía en la garganta—, papá.

Él le dio un apretón en las manos y Serena contuvo un sollozo de alegría.

Después, hubo mucho de lo que hablar y muchas, muchas muestras de consuelo.

—¡Vi, ya están aquí! —Serena estaba de puntillas en la puerta de la cocina.

—¿Están, en plural? —le preguntó Viola al tiempo que soltaba un ramillete de romero y se quitaba el delantal.

—Alex. Y unos amigos. Vienen cuatro carruajes por la avenida de entrada.

A Viola se le aceleró el corazón. ¡Cuatro carruajes! Con cuatro carruajes, incluso con uno, tal vez…

No debería estar tan ansiosa. Echó un rápido vistazo a las hierbas aromáticas colgadas para que se secaran. Era la tarea más sencilla que había realizado como parte de sus enseñanzas para convertirse en una dama, y se había convertido en su favorita. Aunque podía esperar.

Se detestaba a sí misma por albergar esperanzas. No obstante, podía seguir detestándose mientras caminaba tras su hermana hacia la parte delantera de la mansión, donde la servidumbre ya estaba trasladando baúles y bolsas del viaje. Llegaron al vestíbulo, donde se alineaban las doncellas y los criados, justo cuando entraba un caballero por la puerta. Alto, corpulento y muy atractivo, con el pelo castaño, porte elegante y la sonrisa de un hombre seguro de sí mismo. Nada más entrar, preguntó con descaro:

—¿Dónde está mi señora esposa?

—Aquí estoy, milord.

Viola jamás había escuchado a su hermana hablar con esa voz ronca y dulce. La mirada de lord Savege se posó en ella y su expresión se relajó al esbozar una sonrisa picarona.

—Ahí está, sí, señor —se acercó a ella, le cogió una mano y le dio un beso bastante largo en el dorso. Después, le dio otro en la palma.

Viola se emocionó al presenciar la escena. Desvió la mirada hacia la puerta.

—Milady, ¿cómo está usted? —le preguntó el conde con un deje bromista—. ¿Cómo está nuestra hija?

—Las dos estamos muy bien. Ahora mismo está durmiendo una siesta —Serena tomó a su marido del brazo—. Alex, permíteme presentarte a mi hermana, Viola.

—Señorita Carlyle —la saludó su cuñado con una reverencia—, bienvenida a casa.

En ese momento, entraron tres damas y un caballero, todos desconocidos para Viola. Un criado cerró la puerta tras ellos, haciendo que a Viola se le cayera el alma a los pies. Se recriminó en silencio.

Al cabo de unos minutos, entendió perfectamente por qué su hermana se había enamorado del conde de Savege. No era como ella imaginaba que debía de ser un conde, estirado y correcto. Era un hombre campechano y muy simpático.

—Mi hermana Kitty, lady Blackwood, quiere conocerte —le dijo a Viola—, pero se ha quedado en la ciudad con su bebé y espera que nos reunamos pronto con ella. De todas formas, me ha enviado a sus amigas del alma como reemplazo.

Una de las damas, una joven esbelta de rizos castaños y ojos oscuros, la saludó con una reverencia.

—Soy Fiona Blackwood —se presentó. Hablaba con ligero acento escocés—. La hermana de lord Savege, Kitty, está casada con mi hermano y es mi mejor amiga. Y usted es guapísima.

—Pero lo importante es que tenga dos dedos de frente —replicó la otra muchacha, de pelo rubio y corto, y ojos verdes. Llevaba anteojos de montura dorada y parecía observarla al detalle—. ¿Cómo está, señorita Carlyle? Soy Emily Vale, pero prefiero que me llamen Lisístrata.

—¿Otra vez se ha cambiado el nombre, milady? —le preguntó el señor Yale, que acababa de aparecer en el vestíbulo—. Debe de haberse cansado de Boadicea.

—Boadicea era el nombre elegido por Emily antes de decidirse por Lisístrata —le dijo al oído lady Fiona a Viola.

—No me he cansado de él —le aseguró la joven al señor Yale—. Pero ya estoy cansada de usted, y eso que acabamos de encontrarnos —hizo una pausa—. Cuanto más tiempo pasa, más me canso de verlo.

El señor Yale rió entre dientes.

—No le haga caso a
ma petite Emilie, chèrie mademoiselle
—dijo una dama muy elegante vestida de negro, blanco y rojo mientras saludaba a Viola besándola en las mejillas, un gesto que la envolvió en una nube de perfume parisino—. No le gustan los trayectos largos en carruaje.

—Le presento a madame Roche, señorita Carlyle —las presentó lady Fiona, que al sonreír reveló un par de hoyuelos en sus mejillas de alabastro—. Es la dama de compañía de lady Emily, una mujer muy graciosa —sus ojos se clavaron en el señor Yale—. Pero veo que disfruta de un acompañante del mismo talante.

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