Cómo ser toda una dama (16 page)

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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

Viola se acercó a él, bajó la barbilla y le tendió la mano.

Castle la cogió y dijo:

—Querida Violet.

Acto seguido, la abrazó. Ella le rodeó la cintura con los brazos y pegó la cara a su chaleco.

Jin permaneció muy quieto y en silencio mientras el sol de media tarde se derramaba sobre la terraza, iluminando a la pareja, y la ligera brisa procedente de los campos de cultivo agitaba las faldas de Viola.

No le había contado la verdad, por supuesto. Su cambio de ropa y de actitud se debía, al parecer, a Aidan Castle.

Parecía el mismo, su torso era igual de fuerte y sólido. Y olía igual, a jabón de afeitar y a tabaco. Era un aroma tan familiar que Viola casi sintió la presencia de su padre, como si pudiera levantar la vista y ver a Fionn al lado de Aidan.

Cuando la soltó, se permitió observarlo con detenimiento. También tenía el mismo aspecto. El pelo castaño claro se rizaba sobre su frente, un tanto largo, como solía llevarlo cuando se le olvidaba cortárselo. Su cara no había cambiado, seguía igual aunque no tan bronceada, con la misma nariz imponente, los mismos labios carnosos, el mismo hoyuelo en la barbilla y los mismos ojos verdosos, muy tiernos, que la miraban con expresión risueña en ese momento.

—Supongo que tu viaje ha sido tranquilo —su voz sonaba muy conocida, una voz que había escuchado todos los días hasta que cuatro años antes abandonó el barco de su padre para convertirse en un terrateniente.

—Sin problemas.

—Es lo que esperaba. Supusimos que todavía es demasiado pronto para que encontraras tormentas estivales durante la travesía —parecía alegrarse muchísimo de verla y la miraba fijamente, sin aparente incomodidad.

—¿Supusisteis, en plural?

—Seguro que te acuerdas de mi primo Seamus. La primavera pasada vino a verme y no se ha marchado —soltó una risilla, el mismo sonido del que ella había dependido cuando su padre enfermó y necesitaba seguridad con desesperación—. Mis tíos estaban ansiosos porque abandonara Irlanda, por supuesto, ya que se había metido en líos, como de costumbre.

—Así que… ¿está aquí? —Viola conoció a Seamus Castle durante una visita que hizo a Boston hacía años. Un joven con demasiada cara dura y poquísima imaginación.

—Ha sido una gran ayuda para gestionar a los trabajadores. Pero no nos quedemos aquí fuera con este calor. Entra y tómate algo fresco —hizo ademán de cogerle la mano, pero se detuvo al mirar tras ella—. Ah, perdón. El caballero…

—Es mi segundo de a bordo, mientras
Loco
está de permiso. Aidan, te presento a Jinan Seton.

—Encantado de conocerlo, señor Seton —le tendió la mano.

Seton dio un paso al frente y se la estrechó.

—El placer es mío —dijo.

Viola sintió que algo en su interior daba un vuelco.

Aidan frunció el ceño.

—Creo que me suena su nombre.

Seton soltó la mano de Aidan.

—¿En serio?

—Claro que supongo que Seton es un apellido muy común en estas latitudes, ¿no?

—Supongo.

—Ah —Aidan sonrió—. Es inglés.

—El señor Seton tiene patente de corso de la Armada Real —terció Viola, que los miraba a uno y a otro—. Sólo está sirviendo como mi segundo porque… en fin… porque…

—Ahora mismo estoy sin barco —concluyó él.

—Ah, claro —Aidan recorrió a su invitado con la mirada—. Cualquier marinero del barco de Viola es bienvenido en mi hogar —señaló la puerta—. Por favor. Quiero que conozcas a mis otros invitados.

Viola los precedió al entrar en un vestíbulo de techo alto mientras miraba de soslayo al hombre con quien había navegado hasta esa isla. Seton llevaba una camisa blanca, pantalones limpios y una chaqueta que nunca había visto, de una confección tan elegante que le hacía justicia a sus anchos hombros y a su cuerpo atlético. Parecía tan cómodo con esa ropa como cuando lucía la que se ponía a bordo. Durante el viaje en carruaje, concentrada como estaba en intentar no mirarlo, no había reparado en su vestimenta.

Sobre todo, como de costumbre, se había fijado en sus ojos. Y en sus manos. Y en su boca. Siempre en su boca.

Le daba igual lo que llevara puesto. Estaba guapo con cualquier cosa o sin apenas nada. Subió la mirada desde su chaleco y, al igual que el primer día, él también la estaba observando.

Aidan le ofreció el brazo. Por un instante, se quedó mirando su manga sin saber qué hacer, incapaz de olvidarse del recuerdo del pecho desnudo de Jinan Seton bajo la lluvia.

Ninguno de los dos hombres habló.

—¿Violet?

—Ah —se ruborizó antes de colocar los dedos sobre el brazo de Aidan.

Este soltó una risilla y dijo:

—Querida, eres increíble —la condujo al salón.

Era una estancia muy acogedora, decorada con suma elegancia y detalles ingleses; sin embargo, era otro aspecto de la casa que había construido sin consultarla a pesar de que la compartiría con ella algún día.

En el salón había cuatro personas. Seamus Castle estaba apoyado en un sillón negro, haciendo girar la cadena de un recargado reloj de bolsillo de oro con el índice.

—Buenos días, señorita Violet —la saludó con un gesto de cabeza apenas imperceptible. Era un hombre atractivo, con una frente amplia como Aidan y el mismo pelo rizado, pero su boca parecía congelada en un perpetuo deje burlón, y sus ojos verdes tenían una expresión ladina—. Encantado de volver a verla.

La última vez, unos cinco años antes, la había acorralado en un rincón oculto y había intentado tocarle el pecho. A Viola le había dolido la rodilla durante varios días después de impactar con la culata de la pistola que llevaba al cincho y que quedaba a la altura de la entrepierna de Seamus. Él también acusó el impacto en sus partes bajas. Viola aprendió varios tacos muy soeces en aquel momento.

—Señor Hat, señora Hat, permítanme presentarles a la señorita Daly y al señor Seton, amigos míos cuyo barco acaba de atracar en el puerto —Aidan la instó a volverse para que los mirara.

Viola supo de inmediato que eran prósperos comerciantes de alguna ciudad del norte. De Nueva York, de Filadelfia o de Boston. Todos los habitantes de esas ciudades tenían el mismo aspecto: hombres con exceso de peso, mujeres con exceso de arrogancia y ambos con exceso de ropa.

El señor Hat, que llevaba una enorme corbata alrededor de un cuello de camisa altísimo y una chaqueta de lana con enormes solapas, se puso en pie para estrechar la mano de Seton.

—Encantado de conocerlo —dijo con voz ronca.

—Señor —él se volvió hacia la señora Hat y le hizo una reverencia—. Señora.

La mujer lucía una sonrisa tensa y un vestido de tafetán adornado con perlas negras, carísimo y totalmente inadecuado para el clima de la zona. Examinó a Viola de la cabeza a los pies, procedió a hacer lo mismo con Seton y, a la postre, asintió con la cabeza, haciendo que la pluma negra de su tocado se agitara.

—Y esta —anunció Aidan con una sonrisa amable— es la señorita Hat.

Era una muchacha de aspecto angelical que no tendría más de diecisiete años. Tan guapa que quitaba el aliento. Viola la miró embobada mientras se preguntaba cómo había conseguido la señorita Hat que los tirabuzones rubios enmarcaran a la perfección su frente y sus mejillas, y cómo podía llevar tan poca ropa delante de tanta gente. Era alta como su madre, con un cuerpo delgado y unos ojos azules enmarcados por espesas pestañas doradas, y mantenía la mirada gacha, de forma recatada. La muchacha hizo una reverencia y la diáfana falda de su prístino vestido blanco le rozó las piernas mientras sus manos quedaban entre los pliegues de la tela como lirios blancos.

—Señor. Señorita —susurró la muchacha a modo de saludo—. Encantada de conocerlos.

Seton hizo una reverencia y pareció tan inglés, tan galante, que por un instante Viola también lo miró embobada a él.

Aidan la condujo a un sillón.

—Viola, el señor Hat es el propietario de una empresa de prendas masculinas en Filadelfia. Ha venido en visita de negocios con la idea de expandir sus horizontes. Hemos tenido la suerte de que su familia pudiera acompañarlo, ¿no es verdad, Seamus?

El irlandés esbozó una sonrisa torcida.

—Claro, primo. Siempre es bueno contar con damas para embellecer el lugar —miró a Viola con expresión lasciva.

El señor Hat le cogió una mano a su hija y le dio unas palmaditas.

—Quería que mi pequeña Charlotte viera un poco de mundo antes de entregarle su mano al hombre afortunado de tenerla para el resto de su vida.

La señorita Hat se ruborizó hasta la raíz del pelo y agachó la mirada, pero mantuvo la sonrisa dulce.

El criado que los recibió a su llegada se acercó a Viola con una bandeja. Ella aceptó el vaso y le sonrió.

—Gracias.

—Vaya por Dios, señor Castle —la señora Hat tenía la vista clavada en los pies de Viola—. Me temo que he sido muy desconsiderada estos dos días. No tenía la menor idea de que las damas de la isla se dirigían a los criados delante de las visitas. Tenga por seguro que rectificaré mi comportamiento.

Aidan soltó una risilla.

—Las relaciones entre el servicio y las personas de mayor posición es algo más distinguida aquí que en el norte, es cierto, señora. Pero a usted jamás se la podría tildar de desconsiderada.

La mirada de la mujer ascendió, deteniéndose en el regazo de Viola, que bajó la vista y se percató de que tenía las faldas dobladas a la altura de las rodillas, dejando expuestas sus pantorrillas y las medias baratas.

Se ruborizó por la vergüenza.

—Vaya.

Se dio un par de tironcitos con las manos húmedas para soltar la tela. Sin embargo, se vio obligada a tirar con bastante más fuerza y a levantar el trasero para que el dobladillo llegara hasta el suelo.

—Castle, tengo entendido que no posee la propiedad desde hace mucho —la voz de Seton resultó serena en el silencio—. Conozco a varios plantadores de Barbados y de Jamaica, pero ninguno de esta isla. ¿Qué tal va el negocio por aquí?

—Bastante bien, la verdad. Mi vecino más próximo, Palmerston, no es muy generoso con el agua del arroyo que atraviesa sus tierras antes de llegar a las mías, pero de momento no he tenido problemas de irrigación —miró a los presentes con una sonrisa—. Si los trabajadores pidieran menos privilegios, sería un hombre la mar de contento.

—Ya te he dicho, primo, que si se les da libertad a los hombres, abusarán de ella siempre que puedan. Deberías tener esclavos en tus tierras, no jornaleros.

Aidan meneó la cabeza.

—Siento llevarte la contraria, Seamus.

—Ya no se puede encontrar un esclavo doméstico en Filadelfia —añadió el señor Hat, asintiendo con la cabeza—. Claro que es lo mejor. Por supuesto, no hay un sólo esclavo en mis almacenes, pero ese dichoso francés, Henri, los usa para descargar sus barcos y reducir los costes.

—Mal asunto, sí, señor —masculló Aidan.

—Pero de cualquier forma realizan el trabajo. Y el trabajo es lo que nos interesa —Seamus cruzó los brazos por delante del pecho, estirando el chaleco de cachemira—. ¿Y usted qué dice, Seton? ¿El Parlamento debería pedir que se liberen a los esclavos como les gustaría a los abolicionistas o deberíamos mantener el orden como hombres racionales?

El aludido miró a Seamus con expresión tranquila.

—Un hombre debe seguir sólo a su conciencia —respondió—. La ley, sea cual sea, jamás podrá alterar ese hecho.

—Bien dicho —murmuró Aidan, aunque tenía el ceño fruncido.

A Viola le ardían las mejillas y sentía un nudo en la garganta. La mirada reprobatoria de la señora Hat no había desaparecido, como tampoco cesaba el tímido examen que le hacía la hija.

Le daba igual una cosa y la otra.

Seton la había rescatado de su vergüenza a propósito. Cierto que no había imaginado que la conversación tomara ese rumbo, pero no creía que a él le importase mucho. Tal como había dicho, no era un hombre que se dejara llevar por los argumentos de los demás. Era el único hombre a quien Viola conocía que vivía según sus propias reglas, guiado por un objetivo en el que tenía fe ciega. Eso, mucho más que cualquier otra cosa que supiera de él, la asustaba. La asustaba y la emocionaba a la vez.

Con la caída de la noche, la brisa fresca que soplaba por la plantación al atardecer desapareció. La calma era total, las cañas de azúcar permanecían inmóviles, e incluso los pájaros se habían callado con la oscuridad. Cenaron en el comedor, y el calor que subía de la tierra recalentada resultaba opresivo en el interior de la casa, lo que le quitaba el apetito a Viola.

Los Hat se comportaron como si ella no existiera. La señora Hat felicitó a su anfitrión por las impresionantes renovaciones. El señor Hat interrogó a Seton sobre la actividad en el puerto de Boston que Viola podría haber contestado mejor que él. La señorita Hat picoteó de su plato y mantuvo la mirada gacha. Seamus bebió un vaso tras otro de ron endulzado mientras miraba a Seton con los ojos entrecerrados.

Después de tomar el té en el salón, los Hat anunciaron su intención de visitar la ciudad al día siguiente.

—Señor Castle, espero que pueda acompañarnos —la señora Hat esbozó una sonrisa elegante y condescendiente.

Aidan asintió con la cabeza.

—Por supuesto, señora. Será un placer llevarlos a las mejores tiendas —se dirigió a su marido—. El maderero es un buen amigo mío, aunque es más un comerciante de madera que un maderero como tal. Conoce en persona al propietario de esa rara madera que le mencioné ayer. Estaré encantado de presentarlos.

—Estupendo, estupendo —el señor Hat se dio unas palmadas en su abultado vientre y el corsé que llevaba protestó cuando se puso en pie—. Pues nos vemos mañana, Castle.

La señora Hat se cogió del brazo de su hija, la señorita Hat hizo una reverencia y los tres se marcharon. Seamus miró a Viola con una sonrisa insolente.

—En fin, señorita Violet —dijo él—, ahora que es la única mujer presente, ¿cómo va a entretenernos? ¿Va a tocar algo al piano?

Aidan carraspeó.

—Viola no sabe tocar el piano, por supuesto —se acercó a ella y le ofreció el brazo—. ¿Te acompaño a tu habitación?

Ella asintió con la cabeza, le colocó la mano en el brazo y miró a Seton.

Que le hizo una reverencia.

El ambiente se volvió más bochornoso conforme ascendían la escalera. Era una casa muy bonita, pero no parecía diseñada para la climatología local, sino para cumplir los requisitos del frío tiempo inglés. Sin embargo, la puerta a la que la condujo Aidan tenía un bonito grabado y parecía recién pintada pese a la humedad. Había trabajado muy duro para construirse un hogar y debería sentirse orgullosa de él.

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