J. Rodolfo Wilcok nos presenta una singular galería de retratos: las vidas imaginarias de treinta y seis personajes, teóricos, utopistas, sabios, inventores, todos ellos abnegados héroes del absurdo. Seres que, apoyándose en las sólidas bases de la ciencia o de alguna disciplina presentada como rigurosa, o, por lo menos impulsados por una ineludible intuición, llevan sus consecuencias hasta el final y se encaminan tranquilamente y, tal vez, con argumentos convincentes hacia la demencia… a menudo, se dice, limítrofe con el genio. Estas vidas monstruosas, que la historia intenta en vano, por pudor, olvidar, son rescatadas por un enciclopedista que registra inexorablemente, Plutarco de lo incongruente, impasible como Buster Keaton, sus más memorables peculiaridades. Saltando a través de disciplinas, épocas y continentes, encontramos entre otros a: Juan Valdés y Prom, filipino, famoso por sus extraordinarias facultades telepáticas y por la crisis de glosolalia que provocó en los ilustres personajes reunidos en un congreso en la Sorbona; por lo demás, «se parecía demasiado a un santo como para no asociarle inconscientemente a la idea de burdel». Aaron Rosemblum, quien preconizaba, en 1940, el retorno a la época elisabethiana, mediante la abolición de toda novedad aparecida en el mundo desde 1580; confiaba en el apoyo de Hitler, ya que ambos perseguían el mismo objetivo: la felicidad del género humano. Yves de Lalande, primer productor de novelas a escala realmente industrial. Sócrates Scholfield, inventor de un artilugio que demostraba la existencia de Dios. Llorenç Riber, catalán, aclamado director de teatro, quien, entre otras conspicuas performances, realizó en Oxford un montaje de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein. Etc., etc.
La sinagoga de los iconoclastas
evoca los retratos imaginarios de Marcel Schwob y los libros inventados de Borges, pero la profusión de los temas, el ingenio siempre renovado de Wilcock, y su inagotable arsenal de humor, casi siempre homicida, acaban por conducir a un resultado a menudo escalofriante. Estos «iconoclastas» cada uno de los cuales resquebraja un tanto la imagen que nos hacemos del universo nos proponen un contrauniverso al cual podemos oponer bien pocas certidumbres. Ya que, y éste es uno de los méritos principales de este libro de locura maravillosa casi todas estas teorías son plausibles, o en todo caso poco menos que aquellas que se ponderan gravemente en las cátedras universitarias.
Juan Rodolfo Wilcock
La sinagoga de los iconoclastas
ePUB v1.0
chungalitos10.09.12
Título original:
La sinagoga degli iconoclasti
Juan Rodolfo Wilcock, 1971.
Traducción: Joaquín Jordá
Editor original: chungalitos (v1.0)
ePub base v2.0
Otra persona sobria es mi amigo Juan Rodolfo Wilcock, que lleva años viviendo en el campo, en una casita sencilla, con pocos muebles, escasos cacharros y un estante de libros. Creo que en su guardarropa sólo hay dos viejas chaquetas, tres o cuatro camisas desgastadas, algún pullover agujereado y unos cuantos pantalones de pana: todo ello ropa comprada en mercados de segunda mano. Además del teléfono, del cual también se sirve para charlar con los amigos, sus grandes lujos son un viejo Volkswagen, con el cual (pero cada vez menos) aparece en ocasiones en Roma, y una buena radio para escuchar, cuando lo dan y tiene ganas, un lied de Ruga Wolf o un cuarteto de Anton Webern. Pero tampoco él trabaja: escribe poemas y cuentos, pergeña algún artículo para la prensa, traduce dramas elisabethianos y, echado en un diván, lee y relee a Joyce y Wittgenstein.
RUGGERO GUARINI
Nacido en Manila (Filipinas), José Valdés y Prom se dio a conocer por sus extraordinarias facultades telepáticas, sobre todo en París. Desde esta ciudad, centro del mundo, la telaraña de su mente ubicua tendía sus hilos instantáneos hasta Madrid, hasta Nueva York, hasta Varsovia y Sofía; pero la araña en sí, él mismo, jamás quiso desplazarse de su madriguera cónica, de su hiperboloide, de su desordenado apartamento del sexto piso de la rue Visconti en la rive gauche: más de un estudioso de ciencias parapsíquicas murió de infarto subiendo sus asquerosas escaleras, cosa que aumentó notablemente la fama de Valdés.
La aplaudida ignorancia francesa de la geografía, además de cualquier lengua diferente al francés, le convirtió en japonés, chileno, papuaso, siamés, indio, esquimal, mexicano y portugués según las modas o los acontecimientos; de igual manera sus sencillos apellidos experimentaron metamorfosis dignas casi de un faraón egipcio de cuyo nombre se reconoce habitualmente sólo la primera letra, o la segunda, o la última, por no mencionar a Sesostres que firmaba Ramsés.
Así se explica que el gran médium sea recordado en Roma con el nombre de Giuseppe Valdez, en Viena como Joss Von Yprom, en Londres como J. V. Bromie y en los círculos gnósticos de Zurich bajo la improbable versión de Jonathan Waldenpromer. En 1875, dos avaras condesas turinesas espiritistas quedaron reducidas a la mendicidad por un falso sosia —natural de Brescia, además de rubio— que se presentó bajo el nombre de Giosue Valdes di Promio. Su fama, como la de Buda y de Jehová, estaba por encima de la ortografía.
Su fama había nacido, en cierto modo, con la Tercera República. En 1872, Valdés y Prom había jugado su primera partida telepática de ajedrez con el pastor anabaptista L. B. Rumford de Tumbridge Wells, y la había ganado. Las crónicas de esa memorable partida son más bien divergentes. Es casi seguro que los dos jugadores abrieron el juego más o menos a la misma hora, y en el mismo día; lo que no queda claro es el hecho, por lo que parece documentado, de que el inglés se rindió un martes y el jugador de París no le dio jaque mate hasta el jueves; de cualquier modo las jugadas y otros pormenores de la partida pueden leerse en la «Edinburgh Review», lo que demuestra la resonancia del acontecimiento.
En los meses y años sucesivos, Valdés y Prom ganó partidas por telepatía en casi todas las ciudades europeas dotadas de telégrafo, y una en Lublin, cuyo resultado se perdió, sin embargo, entre las nieblas transdanubianas, porque el telégrafo todavía no había llegado a Lublin. De todos modos, estas partidas eran extremadamente elementales; parece ser que los contrincantes de Valdés se dejaban comer inmediatamente todas las piezas y se avanzó la hipótesis de si el vidente elegía sistemáticamente a adversarios que ni siquiera sabían jugar al ajedrez. Lo que, sin embargo, no quitaba mérito a la empresa, si se piensa en la infinita complejidad de dicho juego, y en cómo ésta se hace doblemente infinita cuando ninguno de los dos jugadores tiene la más mínima idea de la jugada que ha hecho el otro: en semejantes circunstancias, incluso perder se convierte en una victoria.
Mientras tanto Valdés se había convertido en el Mahatma de los médium, el recuperador oficial de alhajas y de hijos extraviados, el adivino de las mariscalas enamoradas, el consolador de las Grandes Electrices Palatinas viudas. Nunca supo nadie dónde iban a parar las ingentes cantidades que ganaba; se murmuraba que el Maestro se estaba haciendo construir una pirámide privada en Egipto en las proximidades de Menfis; otros decían que enviaba todos los francos a China, lo que entonces parecía suficientemente misterioso como para no exigir explicaciones; los maliciosos y los pobres de ingenio afirmaban en cambio, como siempre sin pruebas, que gastaba todas sus ganancias en el lupanar más lujoso de París, entre argelinas y tonquinesas, cuando no entre tonquineses y argelinos.
El hecho es que Valdés y Prom se iba pareciendo demasiado a un santo como para no ir inconscientemente asociado a la idea de burdel; se decía incluso que había devuelto a la vida a un repartidor atrozmente aplastado por un tranvía de caballos. Se sabía a ciencia cierta que había hipnotizado a distancia al hijo del zar, durante un viaje a Odesa, y que en dicho estado le había obligado a enviar un mensaje a Petroburgo para pedir el indulto de un famoso anarquista de Vladivostok condenado a muerte. Pero pudiera ser también que la petición de indulto no fuese más que el precio pactado con el vidente por alguna diferente —y desconocida— prestación. Por otra parte, era indudable que casi cada noche el filipino abría de par en par la ventana de su habitación, subía al antepecho y comenzaba a recorrer a lo largo y a lo ancho la rue Visconti, caminando por el aire, siempre a la altura del sexto piso, con aire tranquilo y reflexivo; al cabo de una media hora de desahogo regresaba a casa por la misma ventana. Estas eran sus únicas salidas comprobadas.
En determinado momento, un exiliado español amigo suyo, reducido a la miseria por las guerras carlistas, quiso aprovechar las facultades telepáticas del Maestro, abriendo una agencia de noticias o, como se diría actualmente, una agencia de prensa, detrás del Hôtel de Ville. Tres veces por semana subía las escaleras de la rue Visconti, y el filipino en trance arrojaba para él su mirada radar sobre las capitales del mundo civilizado. Esta fue la primera agencia de prensa de tipo moderno, en el sentido de que todas las noticias que ofrecía se referían a jefes de estado dedicados a sus normales actividades cotidianas, por ejemplo: «Roma. El Papa ha celebrado su octogésimo segundo aniversario oficiando una misa en la Capilla Sixtina»; «Berlín. El Canciller de Hierro ha inaugurado una estatua de bronce a la Nación Prusiana»; «Montreux. Ha sido recuperada la maleta de la Reina de Nápoles». No estaban maduros los tiempos para este periodismo de alto nivel y la agencia no tuvo éxito: Europa esperaba de Valdés unas emociones muy diferentes.
Estas emociones le fueron finalmente concedidas con motivo del gran Congreso Internacional de Ciencias Metafísicas, que se desarrolló o hubiera debido desarrollarse con solemne pompa, en 1878, en las venerables aulas de la Sorbona; la cual, sin embargo, no quiso asociarse oficialmente a esta compleja manifestación de conservadurismo progresista. En realidad, la Sorbona apoyaba y hasta financiaba, con la mano izquierda, dicho congreso, probablemente urdido a la sombra del dudoso connubio entre la todavía poderosa Iglesia de Francia y el cada vez más poderoso Materialismo Científico Europeo.
En el clima conciliador de la nueva constitución republicana, intereses opuestos se enfrentaban en el Congreso: la Iglesia no quería —nunca había querido— ceder a individuos privados, como, sin embargo, había ocurrido con el voto, la facultad de realizar milagros; la Ciencia positivista no quería, más sencillamente, que existieran milagros. Puesto que Valdés y Prom era la única persona de París, tal vez de Europa, cuyas facultades milagreras eran reconocidas por todos, es legítima la sospecha de que el auténtico blanco del Congreso fuera precisamente él, Valdés. Eminentes teólogos, cardenales y obispos se habrían unido, siquiera por una vez, con los nombres más prestigiosos de la física y de la química, incluso con los irrumpientes evolucionistas, para aplastar aquellas turbias manifestaciones del espíritu, denominadas entonces metafísicas: hipnotismo, telepatía, espiritismo, levitación, Por su parte, Valdés se había propuesto aplastar, sin necesidad de salir de casa, Congreso y congresistas.
Desde el primer día las cosas tomaron un cariz preocupante. El Arzobispo de París, que debía inaugurar los trabajos, abrió en cambio su ancha boca y comenzó a cantar en
patois
saboyano el
Rappel des Vaches,
que sirve para atraer las vacas al establo; el alto prelado procedía, en efecto, de la Alta Saboya. Inmediatamente después debía hablar el ilustre Ashby, en nombre de la ciencia inglesa; conmovida, su ronca voz de matemático se alzó, en cambio, para entonar las estrofas del
God Save the Queen;
todas las estrofas, como sólo se hace en las grandes ocasiones.