Por las noches había un gran barullo, y no pocas veces un auténtico y divertido alboroto. Buena señal, porque el sueño tranquilo y prolongado es un síntoma, según Attendu, de una indebida actividad mental durante el día. En efecto, si un internado era sorprendido de noche en ese estado anómalo de sueño profundo, los enfermeros lo sacaban de la cama y lo arrojaban a una bañera de agua fría. En ocasiones también intervenía algún imbécil y arrojaba a la bañera a un enfermero; los idiotas más evolucionados, en cambio, se mantenían aparte, ahora del todo apáticos: los enfermeros les llamaban los aristócratas, los favoritos del Director. A los reales y auténticos idiotas lo que más les gustaba era el cine, especialmente si era en color; pero también les alegraba el estrépito, y más que nada los discos llamados de Festival.
En el transcurso de los diferentes procesos que tuvo que sufrir el doctor Attendu de 1946 en adelante, apareció otro detalle científico interesante: casi todos los retrasados de uno, dos o tres años que se hallaban en el Sanatorio, los llamados
«p'tits anges»,
eran hijos suyos, producidos in loco a través, según parece, de la inseminación artificial; para las jóvenes mamás, veintitrés, se había construido algo así como un gallinero-maternidad, con un suelo de cemento fácilmente lavable.
En 1938 John Kinnaman visitó Sodoma. De regreso a Inglaterra publicó
Excavaciones en busca de la verdad
(
Digging for Truth,
1940); en el libro explica que en aquel lugar ha encontrado una cantidad considerable de columnas y pirámides de sal, lo que hizo muy difícil, por no decir imposible, la tarea que se había fijado: descubrir cuál de aquellas protuberancias era la mujer de Lot. Escribe: «Hay demasiadas; ¿cuál será el féretro de aquella desgraciada, quién puede decido ahora?».
A cambio, descubrió en los alrededores la casa donde vivía Abraham y en la casa una piedra que llevaba grabada en su superficie la firma del patriarca: «Abraham».
Una lista de sustancias ideales, prolongadamente buscadas y jamás encontradas, incluiría la favorita de Wells, que abole la fuerza de la gravedad; el polvo de cuerno de unicornio, que hace inocuos los venenos; también de Wells, el líquido que nos convierte en invisibles; el flogisto, que es la sustancia del fuego, y que en lugar de poseer peso posee ligereza; los biones de Wilhelm Reich, burbujitas llenas de energía sexual localizables en la arena; la piedra filosofal, que convierte los metales inferiores en oro y plata; los dientes de los dragones, que ahuyentan a los enemigos; el anillo de los Nibelungos, que da el poder; el agua de la fuente que Ponce de León buscó en Florida; los cuatro humores de Galeno, hipocondríaco, melancólico, colérico y flemático, que guerrean en el cuerpo e instauran jerarquías; el ánima, que según Durand Des Gros es una compacta colonia de animillas, y según las últimas teorías una sustancia química que establece los contactos entre sinapsis; la sangre de Cristo, recogida en una copa por José de Arimatea; el elemento 114, que según los cálculos debiera ser estable.
A esa lista, tal vez infinita, quiso añadir un término más el médico Henrik Lorgion, de Emmen, Holanda; el cual, durante muchos años, buscó en la linfa de los hombres y delas plantas, en el fuego y en la luz, en los peces alados llegados de las colonias y en todo lo que es mudable la sustancia de la belleza.
Lorgion sostenía que cada cosa perfecta, armoniosa y simétrica que hay en la naturaleza extrae su perfección, su armonía y simetría de una sustancia circulante, llamada por él eumorfina, y que desaparece cuando la vida muere; es la misma que ocasiona que sobre todo lo que es muerte —hombre, bestia o vegetal— se abata el desorden y la falta de armonía. Con la muerte, esta sustancia se difunde de los cuerpos a los elementos circunstantes, hasta que los procesos orgánicos normales de los seres vivientes la reabsorben y se apoderan de nuevo de ella. Cosa que parece posible si se piensa que cualquier forma de vida que nace, nace desmañada, y sólo poco a poco extrae del aire, de la luz y de la nutrición forma, color y proporción.
Alejado de los grandes centros de investigación, de París, de Leida, de Viena, Lorgion sólo disponía de un antiguo microscopio de Amsterdam, un conocimiento más bien aproximado de la ciencia química, que como ciencia estaba aún en sus inicios, y una terca convicción, puramente idealista, de que todo es materia, o se puede reducir a la materia. Ante cualquier cosa que examinara en su aparato, el holandés quedaba sorprendido por la belleza, por las formas, por el resplandor de los colores: infusorios, cabellos, ojos de insecto, mucosas aterciopela; das, estambres y pistilos y polen, gotas de rocío, cristales de nieve y silicatos, diminutos huevos de araña, plumas de oca, todo hablaba a sus ojos de un Creador, un Artista, un Esteta inagotable, infinitamente inventiva, un músico de las combinaciones; aquel Creador de las sustancias también era para Lorgion una sustancia.
A nadie se le permite en este mundo ser totalmente original, a partir del momento en que todo o casi todo ya ha sido dicho por un griego. Reducida a su esencia, la teoría de Lorgion era, en cualquier caso, un desafío al mandamiento de Occam de no multiplicar inútilmente los entes. Lo que para otro habría sido un prisma de espato de Islandia, para el médico de Emmen era una aleación o combinación de calcitas y eumorfina: el mineral en sí era una masa informe, la eumorfina lo hacía prismático, transparente, incoloro, brillante, birrefringente, en suma: bello. Calentadas a temperatura suficiente, es posible que las dos sustancias llegaran a separarse, y, en efecto, en el crisol siempre era posible reducir el cristal a una masa amorfa; pero Lorgion no disponía todavía del instrumental necesario para recoger una eumorfina tan evaporada.
Había probado con el alambique, calcinando mariposas; pero de setenta y cinco
Papilio Machaon
sólo había conseguido obtener media gota de agua, un agua densa y turbia, como la de los lagos alquitranados, desprovista evidentemente de eumorfina. Había probado a dejar herméticamente cerrado dentro de un globo de cristal un tulipán, y, extrañamente, el tulipán se había mantenido intacto durante mucho tiempo; al final, se había derrumbado reducido a polvo. Tal vez su belleza se había condensado en la superficie interna de la esfera. Lorgion rompió el globo pero no encontró en su interior nada concreto.
Dichos experimentos, y una plausible explicación de su parcial fracaso, están descritos en el extenso informe publicado en Utrecht en 1847, can el sencillo pero no menos enigmático título de
Eumorphion
(enigmático porque era preciso leer el libro para entender su título). El volumen está dividido en 237 breves capítulos, cada uno de los cuales está dedicado a un experimento diferente. De las 237 pruebas, al menos nueve, por lo que afirma el autor, dieron un resultado tangible y positivo: en total, siete gotas de eumorfina, cuidadosamente conservadas durante casi un siglo en una redomita del Museo Cívico de Emmen. Ochenta y dos bombas alemanas destruyeron en 1940 redomitas y Museo; en cuanto al extracto de belleza que contenían, habrá vuelto a la naturaleza, al ser la belleza, según Lorgion, indestructible.
Después de la aparición del libro —que no tuvo mucho éxito, entre otras cosas porque Emmen parecía entonces muy alejada del mundo científico— Lorgion prosiguió tenazmente su investigación. En 1851 fue condenado, primero a morir ahorcado, después a reclusión perpetua en un manicomio, por haber calcinado en una adecuada caldera de cobre a un jovencito de catorce años, ordeñador de oficio.
André Lebran es recordado, modestamente recordado, o mejor dicho no es recordado en absoluto, como inventor de la pentacicleta o pentaciclo, o sea la bicicleta de cinco ruedas. A partir del triciclo de transporte, por todos conocido, es fácil imaginar un artefacto semejante pro-visto de cuatro ruedas, en lugar de dos, bajo el carrito trasero, lo que hace cinco en total; y es posible que en algún lugar exista un vehículo de dicho tipo. Nada más alejado, sin embargo, de las intenciones de Lebran, que era un estudioso autodidacta de mineralogía, tenía un espíritu pitagórico y se deleitaba especialmente con los polígonos y poliedros perfectos, llamados también aristotélicos, puros objetos mentales que tienen la propiedad de poseer infinitas propiedades. Su pentaciclo era, pues, una bicicleta pentagonal, con el asiento en el centro del polígono y una rueda en cada vértice.
Es obvio que si las ruedas hubieran estado dispuestas radialmente, o bien tangencialmente, el vehículo no habría servido para nada. En el segundo caso, quizás como rueda de molino; pero, dejando a un lado el escaso rendimiento de un molino movido por pedales, está claro que no se habría podido utilizar como vehículo. Lebran había observado que en cualquier medio de transporte que no gira sobre sí mismo las ruedas tienden a asumir la posición paralela; y, viceversa, había observado también que, apenas una o más ruedas se alejan de esa posición, el medio gira sobre sí mismo, o en tomo a un punto fijo del entorno, o incluso se queda inmóvil. Por dicho motivo, muy sabiamente, las cinco ruedas de su pentaciclo apuntaban todas en la misma dirección.
Una vez, establecido lo anterior, permanece el hecho de que resultaría arduo imaginar un artefacto más inútil, embarazoso y absurdo. Así, al menos, lo ha decretado el Hado, al concederle como segundo y definitivo premio el olvido. El primer premio, medalla de plata, le había sido conferido con motivo de la gran Exposición Universal parisina de 1889; en uno de cuyos pabellones, frente al Palais des Machines, el pentaciclo fue expuesto por vez primera a la admiración escéptica de los franceses, con el inventor sentado al sillín, provisto de unos robustos anteojos antipolvo.
A Lebran le había sido concedido un stand pequeño, de cuatro metros por cuatro, pero cuando no llovía podía salir y efectuar alguna evolución en un patio interior de la Exposición; cuando llovía, se limitaba a pedalear por el ámbito limitado de su stand, encima de una estera roja. Allí dentro podía realizar un recorrido de un metro y medio como máximo; una vez llegado a la valla, bajaba y empujaba hacia atrás un metro y medio el aparato, luego subía de nuevo y recomenzaba. A partir de cierto momento, para corregir el desinterés de los visitantes, Lebran apareció en público disfrazado de indio americano semínola.
De un folleto o
dépliant
que había hecho imprimir el inventor para aquella ocasión, extraemos las siguientes aclaraciones: «Ruedas impulsoras tres, con tracción antera-posterior; las otras dos ruedas laterales contribuyen al equilibrio del conjunto. Ejes plegables regulables dotados de muelles, de modo que absorben los desniveles del terreno. Escasa fricción en subida, velocidad en des-censo igual a la de una bicicleta corriente multiplicada por el factor K (K depende del barro y varía de 2 a 2 1/2). Notables ventajas bélicas como sucedáneo del caballo: ningún forraje, equilibrio permanente sobre terrenos acribillados, escasa superficie ofrecida a la metralla, detención en forma de tresbolillo de modo que el mismo obús no puede dañar más de una rueda a la vez. Un solo regimiento en pentaciclo podría devastar pacíficamente en un solo día todo el valle del Mame. Razonada explotación de las propiedades mágicas, exóticas y geométricas del pentágono, del talismán pentagular y del Pentateuco; triple freno de corcho; sillín ampliable o reducible según las dimensiones del conductor. Ganchos previstos para el eventual añadido de 2 (dos) cestas para el transporte de niños o lactantes. Balance regulable al aire libre. Guardabarros parabólicos. Linternas a voluntad hasta el número de 5 (cinco) para paseos nocturnos. Camilla posterior transversal insertable debajo del sillín para el transporte de enfermos graves o cadáveres. Próximamente la utilización del pentaciclo ampliará al cuerpo de bomberos de la ciudad de Dijon (modelo incombustible de aluminio). Transformable en pentapatín para lagunas, inundaciones y aluviones (patines de baobab). Elimina rápidamente cualquier forma de obesidad pectoral, ventral o posterior. Vehículo deportivo especialmente idóneo para señoritas, señoras, viudas y enfermeras. El pentaciclo Lebran es veloz pero seguro».
Al parecer, los restantes inventos de André Lebran no pasaron del papel. Tres patentes francesas de los primeros años del siglo XIX llevan su nombre: la más notable es un ventilador consistente en un gran triángulo vertical de cartón ligero que se cuelga del techo y puede maniobrarse desde la cama con un cordel.
Antes de la luna que hoy vemos en el cielo, la tierra tuvo al menos otras seis sucesivas, causa eficiente de los máximos cataclismos de su historia. Las vicisitudes de estas siete lunas son narradas en el volumen titulado
Glazial-Kosmogonie
que el ingeniero vienés Hans Horbiger escribió en 19B, con la ayuda de un astrónomo aficionado. El libro abunda en páginas, fotografías, gráficos y ejemplos, y dio origen inmediatamente a una especie de culto astronómico que congregó a millones de fieles. A esta especial herejía alemana se le impuso el nombre de WEL, sigla del
Welt-Eis-Lehre
o sea Doctrina del Hielo Cósmico.
La WEL no tardó en adquirir las características y las dimensiones de un partido político: repartía octavillas, pasquines, folletos; engendró numerosos libros y una revista mensual, «La clave de los acontecimientos mundiales». Sus partidarios interrumpían las conferencias científicas y abucheaban a los oradores gritando: «¡Abajo la astronomía oficial! ¡Queremos a Horbirger!». El propio Horbiger había lanzado a los astrónomos del mundo su desafío ideológico, corroborado por una fotografía su-ya junto a un telescopio Schmidt de once pulgadas, en la cual él aparecía enigmáticamente disfrazado de Caballero de la Orden Teutónica: «¡O estáis con nosotros, o estáis contra nosotros!».
Según la WEL, como el espacio está lleno de hidrógeno enrarecido, satélites y planetas tienden a aproximarse al centro de rotación a través de la resistencia que el hidrógeno opone a su movimiento; llegará, pues, un día en que todos acabarán dentro del sol. En el transcurso de esa lenta contracción, sucede a veces que un cuerpo celeste capte a otro, más pequeño, para convertido en su satélite. La historia de los satélites de la tierra, y de manera especial de los dos más recientes, se puede deducir directamente de los mitos de los pueblos antiguos; estos mitos constituyen nuestra historia fósil.