Ya en su primera publicación de 1917, Olgiati se había atrevido a definir la historia como resultado de la interacción —«lucha» según el título— de los diferentes grupos. Los conocimientos científicos de la época en ese campo eran más bien vagos; los de Carlo Olgiati vaguísimos. Posteriores avances de la investigación, nuevos contactos con interesantes publicaciones turístico-médicas de Bellinzona y Mendrisio, llevaron al filósofo a elaborar una teoría mucho más general y amplia, que más adelante recibió el nombre de metabolismo histórico, y cuyos adeptos fueron llamados, desde los primeros momentos, olgiatistas.
Fundamentalmente, los olgiatistas creen que la historia —llamada también meteorología social— está gobernada por unas leyes bioquímicas que la mente humana (léase Olgiati) debiera ser capaz de descubrir, bien mediante el estudio directo de los hechos histórico-meteorológicos, bien mediante la investigación en laboratorio. El conocimiento de dichas leyes permite al teórico prever, hasta en sus más mínimos detalles, los futuros cambios del tiempo atmosférico social. Los más calurosos olgiatistas, como Romp de Vallebruna —en abierto desacuerdo con el famoso Vittorio Volini— no se han recatado de hablar de los «fundamentos graníticos de la objetiva necesidad meteorológica» sobre la que se apoya el determinismo olgiático, llamado también olgiatiano u olgiatítico. Como sucede con frecuencia, hasta las dudas del Maestro se convierten en dogma para los discípulos.
La teoría prevé, o mejor dicho postula, la inevitable victoria final de los donantes universales, o grupo O; paradójicamente, esa certidumbre ha hecho que los más obstinados olgiatistas se reclutaran entre los miembros de los otros grupos. Siendo inevitable, en efecto, la victoria de los donantes universales, no se acaba de entender porqué éstos debieran preocuparse, trabajar y sufrir para provocar un acontecimiento que en cualquier caso tiene que suceder. En cuanto al motivo que lleva y llevaba a los AB a adoptar con tanto ardor una causa ajena, varias hipótesis, pero ninguna de ellas totalmente satisfactoria, han sido avanzadas por la escuela psiquiátrica turinesa. La romana sostiene, en cambio, que se trata de pura y simple analidad, es decir, tendencia a exhibir u ofrecer el ano, con fines cómicos o educativos. En los B, la analidad pasa a ser con mucha mayor frecuencia oral.
Difícil resumir en pocas palabras la gran mole conceptual olgiatiana, contenida en los densos volúmenes del texto clásico de 1931. Convendrá comenzar por las leyes que regulan el proceso histórico-meteorológico de la materia viviente. La primera de ellas determina su dirección. En su formulación más general, la ley afirma que cualquier modificación del porcentaje de oxidación provoca modificaciones necesarias en todos los sectores de la fauna y de la flora. Ideas, número de patas, la magistratura, la búsqueda de la comida, incluso el pensamiento religioso y la forma de los cuernos constituyen parte integrante de la superestructura fitozoológica, inexorablemente obligada a modificarse según los cambios del proceso oxidante metabólico, que dirige la transformación de la energía química de los glúcidos, de los lípidos, de los prótidos y de los núcleo-prótidos en calor y trabajo mecánico. Puesto que el desarrollo tecnológico conduce ineluctablemente a la utilización de órganos de reproducción cada vez mayores, llegará un momento en que sólo la comunidad de los virus y del plancton en su conjunto será capaz de ofrecer un adecuado sustento a esta producción en constante aumento de calor y trabajo mecánico.
Tal vez resultaría erróneo, escribe Olgiati, afirmar que las ideas y otros factores nerviosos y anatómicos no tengan ninguna influencia sobre la meteorología social; hay que reconocer, sin embargo, que no son agentes independientes. Tampoco se puede sostener que la degradación histórica esté regulada exclusivamente por impulsos materiales o meramente químicos; hay que admitir, sin embargo, que los diferentes factores orgánicos habitualmente llamados idealistas, como el antagonismo deportivo, el sentido de la propiedad, el incesto extra-familiar y la prohibición de comer carne humana cruda son, también ellos, productos de los procesos de oxidación social y de sus efectos directos e indirectos sobre la fauna y sobre la flora.
Le ha sido objetado, sobre todo por parte de una determinada crítica progresista nostálgicamente iluminista, retrógrada y descomprometida, que si bien en la amplia gama de los procesos metabólicos siempre es posible descubrir las causas de casi todos los movimientos histórico-meteorológicos naturales, también es innegable que muchos de los hechos conexos al recambio oxidante son efecto, en la misma manera en que son causa, de movimientos latentes o presentes en la economía bioquímica; por ejemplo, los cambios de la moda femenina, las transformaciones de los hábitos sexuales de los religiosos, de los modales en la mesa e incluso de los titulares de los periódicos tienen una influencia perfectamente distinguible en el consumo de glúcidos, lípidos, prótidos, nucleoprótidos, etcétera, y se convierten, por tanto, en factores determinantes de la producción de calor y trabajo mecánico. De ahí se desprende un auténtico laberinto de causas y efectos en el cual resultaría imposible cualquier predicción.
Muy juiciosamente Olgiati refuta esta objeción sosteniendo que cualquier cambio fundamental en el metabolismo fitozoológico es más de carácter tecnológico que ideológico. El progreso tecnológico, aunque dependiente de las transformaciones políticas, deportivas, astronómicas, epidémicas y de otro tipo, es irrefrenable; así pues, tanto la fauna como la flora tenderán siempre a producir una cantidad creciente de calor y de trabajo mecánico. Desde varias partes se ha dicho que la interpretación química de la historia exagera notablemente al negar toda autonomía al desarrollo intelectual y espiritual de los virus y del fitoplancton; pero pese a dicha objeción hay que admitir que Olgiati ha enriquecido inmensamente el panorama de las ciencias zoobotánicas, especialmente de la etología y de la ecología, obligándolas a reconocer que el mero crecer y multiplicarse de las transformaciones bioquímicas, tecnológicas y energéticas está en la base de determinados aspectos muy importantes de la evolución del animal y del vegetal como productores y reproductores del trabajo mecánico.
En el proceso dialéctico del metabolismo material se distinguen dos momentos fundamentales opuestos, que se suceden y se superponen alternativamente. El momento sintético es el llamado anabólico, por medio del cual se obtiene la formación de la sustancia propia y específica de cada organismo u órgano fitozoológico concreto, además del almacenamiento del material de reserva, a expensas de las sustancias que la fauna y la flora extraen del ambiente exterior y utilizan para crecer, para mantenerse y para reparar el continuo desgaste. El segundo momento, analítico, es el llamado catabólico, caracterizado por la descomposición de los materiales de reserva o de los productos específicos del recambio en constituyentes más sencillos, los últimos de los cuales son habitualmente eliminados a través de los llamados institutos de excreción (retretes, manicomios, cementerios, parques zoológicos, depósitos de basura, hospitales, cárceles, hornos crematorios y cosas semejantes).
Cualquier proceso energético realmente importante nace para Olgiati del conflicto total o dialéctico entre estos dos momentos o principios. De ahí se deduce que cualquier medida que tienda a reducir prematuramente la tensión entre fauna y flora y, más específicamente, cualquier oxidación que no sea total o instantánea, se considere como un obstáculo para el progreso del organismo fitozoológico en su conjunto. De esta negación del valor progresista de las oxidaciones parciales, y en general de cualquier medida de carácter meteorológicamente interlocutoria, se deduce además la absoluta necesidad de la revolución.
Aquí no resultará superfluo hacer notar que el pensador de Abbiategrasso no era lo que suele decirse un dialéctico ducho y que su teoría presenta, por tanto, muchas lagunas, por no decir agujeros; como, por ejemplo, que el mismo proceso dialéctico, tal como lo ha descrito, exige que cualquier revolución vaya seguida, si se pretende mantener en vida la historia, tanto animal como vegetal, por una segunda revolución, y así hasta el catabolismo total. En efecto, frente a tal objeción los olgiatistas supervivientes tienden a refugiarse en el llamado «misticismo de los grupos», por mucho que a la luz de los descubrimientos posteriores también esto aparezca como casi totalmente desprovisto de valor heurístico, por lo menos en su postulada relación causal con el metabolismo de los virus y del fitoplancton.
Olgiati atribuía especial importancia a la actualmente inofensiva verdad de que los diferentes grupos se encuentran a veces en conflicto entre sí; conflictos que no sólo se manifiestan en el momento de la transfusión, con resultados muchas veces letales, sino también en la vida corriente, por ejemplo, a través de la elección de prendas de vestir discordantes, con resultados no menos letales. Pretendió, sin embargo, radicalizar los términos de este antagonismo químico natural, hasta el punto de afirmar que unos grupos diferentes no presentan ni pueden presentar procesos oxidativos en común, y que su lucha, a la que no por casualidad ya dedicaba el discutible opúsculo de 1917, sólo finalizará con la victoria final y total de los donantes universales. Después de lo cual los restantes grupos serán definitivamente relegados a las instituciones de excreción.
Esta creencia apocalíptica va unida a una fe ciega, típicamente septentrional, en la trascendente superioridad de la actividad privada sobre la actividad mental, incluso al aire libre. En cierto sentido, la lucha entre los grupos se identifica en el pensamiento olgiatiano con el conflicto inmanente entre movimiento y parálisis. Como pretende el principio de Heisenberg, el conflicto es por fuerza un conflicto al último líquido, y no admite tregua ni arreglo. La victoria del grupo O no será completa sin la extinción definitiva de los restantes grupos, el A, el B y sobre todo el AB. Parece inevitable, pues, que antes de alcanzar el orgasmo final, el peristaltismo conflictual deba desembocar en la llamada «dictadura del grupo O», como fórmula meteorológica transitoria de excreción durante el paso del orden anabólico al catabólico.
En lo que se refiere al punto máximamente controvertido de la transformación de la energía histórico-atmosférica en calor y trabajo mecánico, Olgiati elabora en el hoy prácticamente inencontrable tercer volumen del Metabolismo una teoría especialmente sugestiva aunque mucho menos convincente, basada en parte en los principios del zoólogo inglés Abel Roberto, ya repudiados en aquella época por todo el mundo civilizado salvo en el enclave lombarda, y en parte en una personal concepción de la plusvalía o ahorro ecológico, definido aquí como la diferencia entre metabolismo basal y metabolismo adicional. El metabolismo adicional varía en relación con el gasto energético necesario para el trabajo mental, la regulación de la humedad, los procesos digestivos y las actividades secundarias y terciarias, como distribución y servicios. El metabolismo basal corresponde, en cambio, al gasto energético mínimo e irreductible del complejo fitozoológico; en otras palabras, a la entidad de los procesos oxidativos globales de toda la fauna y toda la flora en condiciones basales (ayuno completo, abstinencia de cualquier placer de los sentidos, inmovilidad absoluta, total falta de pensamiento, fondo placentero de canciones).
Este metabolismo basal es medido directamente, según Olgiati, sobre los donantes universales del grupo O (Virus y fitoplancton incluidos), designados por el autor en ocasiones con el nombre arcaizante y genérico de «proletariado natural». En dichas condiciones de subexistencia o alienación, el gasto energético de la supervivencia está determinado por los procesos oxidativos necesarios para el mantenimiento de la función cardíaca, de la función respiratoria, del tono muscular, de la función renal, del hígado, del aparato digestivo y de las glándulas endocrinas. El autor da por supuesto que el estado ideal, del cual se saca la medida de este metabolismo mínimo o proletario, excluye taxativamente el ejercicio de la función reproductiva, reservada por definición a la fauna y la flora de alto nivel oxidante.
Ahora resulta evidente, hasta para los ojos de un milanés, que incluso en condiciones basales mínimas el proletariado no sólo sobrevive sino que, en cierto modo, aunque sea entre enormes dificultades bioquímicas, se reproduce. El autor salva esta contradicción haciendo notar que la cuota necesaria para la reproducción se calcula como una parte constituyente de la diferencia entre metabolismo adicional y metabolismo basal, anteriormente definida plusvalía o ahorro ecológico. Como de este ahorro ecológico debe considerarse excluido el grupo O, y la actual ordenación de la fauna y de la flora está destinada al servicio y exclusivo usufructo de los demás grupos, pero de modo especial del AB, la cuota de reproducción de los virus y del fitoplancton debe contarse entre las fuentes de las rentas no laborales, o sea beneficios, rentas e intereses.
Buena parte del tercer volumen del Metabolismo está dedicada a la elaboración de la teoría de esta explotación ecológica de los donantes universales en favor de los restantes grupos no donantes; y aquí es donde aparecen las aporías más relevantes. Hecho más grave todavía, el propio dogma del paso del anabolismo al catabolismo como condición ineludible de la renovación ha sido brillantemente refutado por el inglés F. H. Lamie (véase
Olgiati's End of Time,
«Proceedings of the Aristotelian Society», LXIII, 2548), el cual ha conseguido demostrar, incluso a nivel experimental, que, dada la imposibilidad de retornar de un estado de catabolismo generalizado a otro de anabolismo constructivo, la única alternativa que queda —y no sólo a los virus y al fitoplancton— es la muerte, o bien un eterno catabolismo frágil o ruinoso caracterizado por la parálisis progresiva de cualquier función tanto productiva como reproductiva. Cosa que equivaldría en definitiva, como muy bien explica Lamie, a la propuesta «de un infinito estado comatoso como meta suprema de la vida». Propuesta ésta tan inaceptable para la fauna como para la flora.
En 1897 Antoine Amédée Bélouin redactó el Proyecto Bélouin, destinado a revolucionar la forma de las comunicaciones en el inminente siglo XX. El Proyector Bélouin preveía una nueva y ubicua red de transportes subacuáticos. Esencial y genialmente, se trataba de un tren submarino; como era de prever, su objetivo era casi únicamente el de aumentar de manera desmedida las riquezas y la gloria de Francia, conocida canalizadora e intermediaria de océanos y de mares incompatibles, laureada constructora de canales.