Un puente de bolsillo de aluminio perforado, ligerísimo, montable automáticamente, por una sola persona, a llevar plegada en la mochila.
Un autobús de hélice.
Una bicicleta en tándem para cinco personas, articulable, adecuada para recorridos con curvas apretadas.
Un pequeño condensador centrífugo de mesa, para repartir la mezcla de aceite y vinagre sobre la ensalada.
Un ventilador de chorro monofocal para hacer ondear la bandera nacional cuando no hace viento.
Una máquina de coser movida por una rueda hidráulica de baja caída.
Un acumulador de calor, consistente en un único cubo de material refractario, de un metro de arista, puesto en el centro de la habitación, calentado durante el día mediante un hornillo inferior de carbón.
Un contador de agua musical para corrientes parásitas. Una maquinilla para reparar las puntas de los mondadientes usados.
Un pie de rey para comprobar periódicamente el diámetro y la circunferencia de las pantallas de lámparas.
Una máquina de cortar de perfil adaptable, tipo caída libre gravitacional, para usos quirúrgicos (amputaciones, etcétera).
Un nuevo tipo de instalación anti-rayos, formada por dos láminas de compensado forradas de virutas de acero paramagnético.
Un taladro de punta blanda para dentistas.
Una ensambladora-mortajadora horizontal con zapata dirigida por cremallera o bien mediante tornillos y tuercas para el acabado de las tallarinas y otras variedades de pasta al gusto italiano.
Una mosquitera metálica ventilada internamente, con suspensión por poleas de brazo extensible girable conectado a despertador o carillón.
Una grúa fúnebre de vapor, camuflada de ángel, arcángel, o San Cristóbal, para enterrar o desenterrar ataúdes, en fosas o nichos.
Una hélice de barco de una sola pala (para disminuir el roce).
Un automóvil casi totalmente de goma, contra accidentes.
Un alto horno de jardín, para deshacerse con provecho de latas, latitas y hierros viejos.
Un interruptor conectado al pie, para no dormirse con la luz abierta.
Un dispositivo de movimiento perpetuo, realizado por un conjunto de balas de cañón que hacen girar ingeniosa mente por gravitación una noria de palas de hierro, todo ello inmerso en aceite de oliva virgen.
Yendo por las calles desiertas de Ginebra, Félicien Raegge tuvo la intuición de la naturaleza invertible del tiempo; le proporcionó la clave una frase de Helvetius, que no tenía nada de original: «Los antiguos somos nosotros». Que por tácita convención casi todos los pensadores y estudiosos estuvieran de acuerdo en llamar antiguos a los primeros hombres —paleóntropos a los primerísimos— y nuevos a los polvorientos y decrépitos contemporáneos, quería decir obviamente una cosa: que el tiempo de la tierra, o sea el tiempo de la raza humana, corre al revés de cómo pretende hacer creer la lengua popular. O sea, del presente al pasado, del futuro al presente.
El inglés Dunn, el español Unamuno, el bohemio Kerga, ya habían insinuado dicha inversión: Unamuno, para limitarse a sacar de ella una buena metáfora en un soneto; Kerga, una comedia que comienza por el final y acaba con el comienzo; Dunn, la idea por otra parte implícita en la oniromancia de que los sueños son en realidad recuerdos de un futuro ya sucedido. Sobre dicho tema el pensador inglés había escrito también un tratado, que recogió amplio consenso pero nunca acabó de convencer plenamente a nadie de que el auténtico destino de cada hombre es el de llegar a niño, que los días del sabio corren hacia la ignorancia y que siendo los llamados recuerdos del pasadosolamente un sueño, el único y auténtico sueño, no podemos en absoluto saber quiénes somos, ni cuándo hemos nacido porque aún no hemos nacido.
Estos y otros especuladores que se han aproximado al tema, sólo lo han rozado, podríamos decir, para alejarse inmediatamente después, preocupados por la escasa transitabilidad de sus consecuencias; o bien se han adentrado dentro de él como alguien que se aventura por un pantano, completamente unido por cuerdas y cabrestantes a la tierra firme, de modo que se pueda retirar en el momento oportuno. Nadie que haya escrito un ensayo o un libro de ese tipo lo ha escrito con la sincera convicción de estar borrando un texto que lleva siglos de vida, con el único objetivo de hacerla desaparecer finalmente del todo de la circulación y encontrarse a sí mismo unos meses más joven y con un poco menos de experiencia que antes. Como sucedería si el tiempo corriera al revés. Este fue, en cambio, el mérito de Raegge: el de aceptar hasta el fondo las consecuencias de la propia teoría, y vivir de acuerdo con sus implicaciones.
No se hace teoría sin voluntad de comunicarla. Humano, simplemente humano, también Félicien Raegge compuso su libro, previsiblemente titulado
La leche du temps,
menos previsiblemente impreso en Grenoble en 1934. Consciente, sin embargo, conviene insistir, de estar derrocando de manera irrevocable la mejor explicación existente hasta aquel día del carácter retrógrado del tiempo. Le reconfortaba, insinúa, la idea de que todas las ideas están destinadas a desaparecer: basta esperar el momento de su aparición; un instante después, en el flujo retrocediente de los siglos, la idea se esfuma. El hombre se convierte realmente en antiguo, alcanza estadios de magia banal, y finalmente un día se descubre mudo, tal vez balbuceante.
La inversión del tiempo lleva casi fatalmente a una especie de determinismo: si el sueño de lo que llamamos pasado es un sueño auténtico, mucho de lo que sucederá ya es sabido: saldrán de las veintitrés heridas de un cadáver en el foro de Pompeyo las espadas de unos famosos conjurados, y hablando latín al revés conversarán el muerto y Cicerón. Sucederán otros hechos todavía más determinados: puesto que ahora existen las tragedias de Shakespeare, un día en Londres un hombre cada vez más desconocido deberá abolirlas, una a una, del final al comienzo, con la pluma; después de lo cual el teatro será un arte diferente, mucho más pobre. Y otro día, todavía lejano, alguien se alzará de la tumba de Teodorico, y vivirá un tiempo como rey de Italia, hasta que no la habrá conquistado (perdido).
De estos ejemplos y muchos otros semejantes está hecho el libro de Raegge. Un libro coherente, un libro honesto: sobre el futuro no tiene mucho que decir, siendo el futuro la inmensa masa ignota de lo que ya ha sucedido, que el presente borra como una esponja. Cuando la esponja llegue al pasado, también éste será borrado. El destino último del hombre es la perfección primigenia, al balbuceo estúpido y auroral de la creación. Hacia el final de su libro, el autor no deja de advertir que el hecho de invertir la flecha del tiempo no añade ni quita nada al universo temporal, tal como lo conocemos y percibimos. Como después escribió (como ya había escrito) Wittgenstein: «Llamadlo un sueño, no cambia nada».
NOTA: Casi todos los detalles aquí mencionados relativos a Babson, Lawson y Horbiger están sacados de la colección de Martin Gardner
In the Name o Science
(Dover); de la misma fuente proceden Littlefield, Carroll, Kinnaman, Piazzi-Smyth, Lust y los defensores de la tierra vacía. Carlo Olgiati es el bisabuelo del autor. Armando Aprile se llama en realidad como un conocido editor de libros de pedagogía. El director Ll. Riber no debe ser confundido con el homónimo poeta de Mallorca.
JUAN RODOLFO WILCOCK, poeta argentino, nacido en la ciudad de Buenos Aires.
Fue uno de los más destacados escritores de la llamada «generación del 40», que reunió a un grupo de autores notables que comenzaron a producir por esos años sobre una línea neorromántica, que más tarde incorporaría elementos de la literatura surrealista. El grupo, además, difundía su obra a través de revistas literarias. Entre ellas, Wilcock fue colaborador de Sur y director de Verde Memoria, en las que publicaba poemas inconformistas e innovadores que oscilan entre la melancolía y el sarcasmo. Entre 1949 y 1953 editó los libros
Poemas y canciones
,
Ensayos de poesía lírica
,
Persecución de las musas menores
,
Paseo sentimental
,
Los hermosos días
y
Sexto
. Apenas pasados los 30 años de edad, recibió el Premio de Poesía de la Sociedad Argentina de Escritores.
Lingüista y filólogo, dominaba varios idiomas. Esto le valió en 1953 un contrato en Roma para traducir la versión en castellano de
L'Osservatore Romano
y su instalación definitiva en Italia, desde donde dio a conocer gran parte de su obra, como los relatos —de crueldad y humor infrecuentes— reunidos en
Il caos
(1961),
La sinagoga de los iconoclastas
(1972),
El templo etrusco
(1973) y
Libro de los monstruos
(1978), además de los libros de poesía
Luoghi comuni
(1961),
Poesías españolas
(1963) y
Cancionero Italiano: 34 poesías de amor
(1974). Ubicado en la primera línea de los intelectuales italianos, cultivó la amistad de figuras tales como Alberto Moravia y Pier Paolo Pasolini y hasta llegó a actuar en la película de este último, El Evangelio según San Mateo, en el papel de Caifás.
Durante un breve regreso a la Argentina, compuso con Silvina Ocampo la pieza de teatro
Los traidores
(1956). Su profesión de ingeniero civil, que había ejercido en la provincia argentina de Mendoza y que abandonó muy pronto, inspiró su novela
L'ingegnere
, escrita originalmente en italiano y publicada en 1975.
En los últimos años de vida, se trasladó a una casa humilde y aislada en la localidad de Lubiano di Bagno Regio, provincia de Viterbo, a unos 65 km al noroeste de Roma, donde permaneció solitario hasta su muerte en 1978. En 1980 se hizo una edición póstuma de sus
Poesías
.
[1]
Fragmento de un artículo de Ruggero Guarini, autor de la novela, Parodia, publicada en esta colección. (N. del E.)
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