La sinagoga de los iconoclastas (16 page)

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Authors: Juan Rodolfo Wilcock

Tags: #Fantástico, Otros

Mientras tanto, el señor Auschwitz ha encontrado bajo una silla los dos pares de pantalones del señor Dachau; interpela a la mujer, la cual, si bien manifiesta su total ignorancia, comienza a sospechar que la mujer barbuda ha regresado con él a la casa y le golpea con la escoba para hacerle confesar la verdad. Sus sospechas se ven confirmadas cuando ve salir del baño a la Dachau, asustada porque Bonadieu, confundiéndola con Grenade, le ha arrojado encima de mala manera toda el agua que llevaba en la barriga. La mujer gorda aprovecha la consiguiente confusión para hacer salir del armario a los gemelos; pero éstos, por la emoción, se han convertido en conejos y con el rabo entre las piernas se dejan llevar a la cocina, donde se encuentran, sin embargo, con Grenade, que también va casi desnuda además de seguir completamente empapada. Sigue una violenta discusión, por culpa de la lechuga, entre los conejos siameses y la tortuga. El acto acaba en un pandemónium, todos corren y se pegan, a excepción de Bonadieu que ha decidido quedarse en la bañera para siempre.

El tercer acto es mucho menos movido. Grenade ha llenado de agua el fregadero y disgustada por la inmoralidad de los adultos se ha sentado dentro. Los señores Dachau, siempre conejos y siempre en calzoncillos, han vuelto al armario, donde su mujer les ha encerrado bajo llave. La señora Auschwitz, en cambio, ha metido a su marido en una maleta corriente. Bonadieu ya está en el fondo de la bañera. Por así decido, las dos señoras se han quedado solas; la Auschwitz, demasiado gorda para este mundo, ya no quiere levantarse del sillón. También la Dachau hace algún comentario sobre esa inútil agitación que denominan vida y, coherente con el propio pesimismo, se corta la barba con unas tijeras.

La otra señora lleva también unas tijeras en la mano: tristemente las dos buenas amas de casa comienzan a cortar a tiras los trajes abandonados por el señor Dachau, que ahora en calidad de dos conejos da vueltas desnudo. O dan vueltas desnudos, en su armario, alternando melancólicos comentarios sobre el tiempo, sobre la vida en los demás planetas y sobre la muerte de la novela. Aquí, y conviene decido, la adaptación de Riber se aleja bastante de la comedia original de Cargnol, a muchas millas de distancia, en su estúpida jovialidad, de cualquier concesión metafísica. Poco a poco, la luz se torna amarilla como un limón; de vez en cuando, el enano encerrado en la maleta llama y la mujer, a través de un agujerito, le introduce retales de tela, uno cada vez. En el armario se percibe, en cambio, ominoso en la luz mortecina, el doble disparo de un revólver, y una caída, seguida de una segunda, y después nada. De la cocina llega un grito sofocado, como de debajo de un grifo abierto; y otro parecido llega del baño, tétrica respuesta resonante en los bosques; y finalmente se oye un grito de niño estrangulado, en el fondo de la maleta. Pero las dos prudentes amas de casa siguen impertérritas recortando trapos, todos los trapos del escenario, murmurando poemas de Hofmannsthal. Todo eso, en el París ocupado de aquellos años, adquiría un vago sabor de desafío. (Valentin Rouleau, «Cahiers du Sud»).

3

La Búsqueda del Yo:

Riber presenta a Wittgenstein

El pasado verano, cuando Llorenç Riber fue llamado a Oxford para dirigir la versión teatral de las
Investigaciones filosóficas
de Wittgenstein (Blackwell), fueron muchos los que pensaron que se trataba de una empresa casi desesperada. Era la primera vez que un director de evidente fama intentaba llevar a la escena uno de los textos fundamentales de la filosofía occidental; para colmo, el más moderno, el más elusivo, y para algunos hasta el más profundo. Adaptar para la escena los diálogos socráticos, como se ha hecho en la Universidad de Bogotá, algunas voces de la
Enciclopedia
iluminista,
El mundo como voluntad y representación,
incluso las
Enéadas
de Plotino, no sólo parecía posible sino también deseable; la obra maestra wittgensteiniana, en cambio, no.

La primera dificultad era el fondo musical. Cualquiera habría elegido casi automáticamente Webern, dado que entre el músico y el filósofo existieron tantos vínculos y analogías, comenzando por la letra inicial del apellido. Pero precisamente por esto, porque parecía la decisión más obvia, Riber no quiso ni oír hablar de ella: con su gusto paradójico pero seguro, se decidió, en cambio, por algunos de los más famosas cuartetos de Beethoven. A fin de cuentas, también Beethoven vivió durante años en Viena. Así que Beethoven desde el comienzo hasta el final, a excepción del Prólogo que, como se sabe, es el conocido fragmento de Agustín:
«Cum ipsi appellabant rem aliquam, et cum secundum eam vocem ad aliquid mavebant…
» recitada por Michael Lowry sobre un aria de la
Creación
de Haydn, que también había vivido en Viena. Inmediatamente después del Prólogo aparecía un Contra-prólogo, Nick Bates, el cual en pocas palabras refutaba la tesis agustiniana sobre el uso de las palabras. Y a partir de ahí comenzaba la acción en el sentido exacto de la expresión.

La escena aparecía desnuda, con unas pocas sugerencias de la primera posguerra: basuras, objetos de arte persas, un despertador desventrado. Salían el Constructor, que daba las órdenes, y el Obrero, que le traía los materiales de construcción. «¡Piedra!» decía el Constructor, y el otro le traía una piedra; «¡ladrillo!», «¡viga!», y así sucesivamente. El juego se ampliaba poca a poco y se hacía cada vez más complicado: aparecían nuevas y extrañas palabras, coma «esto» y «aquí», adecuadamente aclaradas por los habituales gestos indicativos; eran introducidos los números (representados por letras del alfabeto) para indicar cuántas piezas de un determinado elemento de construcción debía traer el Obrero. Las órdenes se iban haciendo cada vez más complejas: «h ladrillas aquí», por ejemplo.

El Constructor llevaba en la mano un muestrario de colores, hecho de rectángulos coloreados; cada vez que daba una orden, mostraba uno de los rectángulos, y el Obrero le traía piedras y ladrillos de aquel color. Así, entre las volutas del segundo Razumovsky, en lugar de construir un edificio, los albañiles construían un lenguaje; y cada vez que se insertaba en el juego un nuevo elemento gramatical, un verbo, un adverbio, por no hablar de los vocablos más complejos como «quizás» u «ojalá», el público, compuesto en gran parte de jóvenes analistas del lenguaje, aplaudía y silbaba con entusiasmo.

Los enterados de siempre afirmaban que también la Anscombe y Rhees habían colaborado en la adaptación, lo que había originado tácitas discusiones furibundas. Después de la construcción del lenguaje de base, seguía una serie de juegos lingüísticos. Estos juegos, tal como los ha enumerado el propio Wittgenstein, aparte de dar órdenes, consisten en describir el aspecto de un objeto, comunicar sus medidas, referir un acontecimiento, comentarlo, formular hipótesis, ponerlas a prueba, presentar los resulta-dos de un experimento mediante tablas y diagramas, inventar una fábula, leerla en alta voz, recitar una escena de teatro, cantar letanías, resolver adivinanzas, hacer juegos de palabras, resolver problemas de estética, traducir de una lengua a otra, preguntar, dar las gracias, maldecir, saludar, rezar. Toda una teoría de brevísimas escenas ilustrativas que culminan en la conmovedora apoteosis del vocabulario, llevado a la escena sobre el lomo de dos elefantes birmanos.

Si el primer acto estaba totalmente dedicado a la construcción del lenguaje, el segundo contemplaba la construcción de la personalidad. Ahora aparecía en escena aquella adorable vaca sagrada que es Ruth Donovan, en el papel de una intelectual más bien histérica, aquejada de una persistente migraña, pero extrañamente convencida de que su dolor de cabeza se encuentra en la cabeza de otra persona, una tía alemana brillantemente interpretada por Phyllis Ashenden. La Donovan obligaba a la Ashenden a tomar aspirinas con piramidón, a ponerse hielo en la frente; le acariciaba las sienes con masajes estudiados y estudiosos, le hacía echarse; sin embargo era ella la que se quejaba todo el tiempo del dolor de cabeza. El acto se extendía en otras interesantes ilustraciones de la teoría de la personalidad, hasta que la Donovan caía víctima del más delirante de los solipsismos: negaba tanto la existencia de los actores como del público, dejaba de responder cuando le hablaban, intentaba sentarse y en cambio caía por el suelo junto a la silla, tan absolutamente convencida estaba de que el mundo físico había desaparecido. En este momento, la Ashenden, con voz clara y convincente acento alemán, iniciaba la extensa refutación del solipsismo que puede leerse en los
Blue and Brown Books,
todavía inéditos pero conocidos en copia mecanografiada no sólo para los adaptadores. El acto se cerraba con una especie de canto de alegría de la Donovan, que juntamente con su yo había encontrado el yo ajeno.

Imposible describir en tan poco espacio la abundancia de invenciones, tanto teatrales como epistemológicas, con las que el tercer acto de esta tan memorable como efímera producción llenaba de sucintas metáforas figurativas el pequeño escenario oxoniano. Gran parte del acto estaba obviamente dedicado a las graciosas evoluciones del «pato-conejo». Este complejo animal está hecho de tal manera que si se le mira de una manera parece un pato y si se le mira de otra parece un conejo; símbolo ampliamente sugestivo, repetidamente utilizado por el filósofo en la segunda y última parte de las
Investigaciones
con el objeto de esclarecer —o de oscurecer— algunos puntos controvertidos de la teoría del conocimiento a través de la percepción.

Es sabido que Llorenç Riber siempre ha amado los conejos; era previsible que el hecho de tener que presentar uno tan sofisticado que pareciera al mismo tiempo conejo y ave de corral estimulara especialmente su más profunda vanidad de artista y de ilusionista. En el fondo este último acto sólo es en realidad un prolongado
tour de force
de «fouettés», «arabesques», «pirouettes» y «grands jetés» zoológicos: un complicado ballet casi enteramente a cargo del elegante y ambiguo pato-conejo. Es cierto que el ballet en sí no conduce, desde el punto de vista filosófico al menos, a ninguna conclusión que pueda llamarse definitiva; pero tampoco Wittgenstein, en su último y delicioso capítulo, conduce a ella. (Arthur O. Coppin, «The Observer»).

4

La familia Orsoli

(Tres actos idénticos con variaciones, de Ll. Riber)

La lucha genial y tenazmente llevada por Llorenç Riber contra el realismo, y sobre todo contra aquella degeneración conceptual que fue el neorrealismo, debe contarse sin duda entre las más afortunadas de los últimos años. Puede decirse que llegó a su apogeo o cúspide natural con la versión, concebida, escrita y dirigida por él mismo de
La familia Orsoli,
presentada este invierno en el teatro Santos Dumont de Bahía.

La novedad absoluta de
La familia Orsoli
consistía en el hecho de que todos los actores que participaban en el trabajo en cuestión pertenecían realmente a la familia Orsoli, una familia no demasiado antigua del sector de los camioneros de Ravenna, que sin parar en gastos el propio Riber había ido a elegir personalmente a Italia, y sin parar engastos había hecho trasladar en crudo bloque al Brasil, con muebles, enseres y todo tipo de objetos, para que interpretaran cada día, delante de los ojos maravillados de los brasileños del nordeste (los más pobres, los más ignorantes, los más negros) dos horas elegidas al azar de la interesante aunque dura jornada de una familia italiana normal.

Como el momento elegido para la fingida representación de la realidad era la hora de la cena, no podía dejar de ser protagonista principal la televisión. En efecto, Riber había procurado, no menos atento que un Stanislavski a los pequeños detalles del horror cotidiano, recoger algunos de los más característicos programas de que se nutre, mientras se nutre, una familia italiana. La acción comenzaba precisamente en el comedor-cocina-salón-vestíbulo-estudio-sala de estar de los Orsoli; éstos llegaban y se sentaban uno tras otro a la mesa, intercambiando insultos, reproches, besos y bofetadas más bien al azar pero todos con la cabeza siempre dirigida hacia el televisor encendido, sobre cuya brillante pantalla un señor con la cara astutamente alegre y el lenguaje astutamente compungido explicaba, con las oportunas omisiones, los últimos acontecimientos del reciente y victorioso golpe de Estado en Egipto.

Poco a poco los Orsoli se iban aplacando en torno a la sopera de pasta; ahora ninguno conseguía apartar los ojos de la pantalla, a excepción de la madre, que estaba atenta a los deseos de todos, aunque sólo fuera para contrariarlos fingiendo satisfacerlos, y de vez en cuando dirigía también ella la mirada hacia el aparato y exclamaba: «¡Qué estúpidos son!», pero sin ninguna convicción. En cuanto al padre cada tres minutos recomenzaba la historia inescuchada de lo que le había sucedido a un camionero compañero suyo, el cual la noche anterior al volver de la taberna había encontrado en la puerta de su casa el perro envenenado, y esto le había hecho pensar en que tal vez estuvieran los ladrones en el apartamento, porque su mujer y los niños estaban en Forli en casa de una tía, y por eso primero había llamado al timbre del piso de al lado, y mientras estaba explicando la situación a los vecinos había llegado otro perro, que era precisamente el suyo, el perro muerto debía ser, en cambio, el hermano, así que el hombre podía entrar en casa tranquilamente, y, en efecto, dentro de casa no había nadie. Sólo que el señor, Orsoli jamás llegaba al final de esta estremecedora historia; los hijos le hacían callar porque en la televisión estaban explicando cómo se cultivan las chinchillas en el jardín, basta con vivir a cinco mil metros sobre el nivel del mar, y la hija Giuliana se enfadaba tanto que le golpeaba en la cabeza con la hogaza de pan.

En el segundo acto, la familia Orsoli aparece siempre en el mismo lugar, a la misma hora, haciendo las mismas cosas del primer acto. La comedia avanza así, exactamente como en el acto anterior; el público comienza a moverse, a protestar, hasta amenazar a actores y directores en portugués, cuando de repente surge el imprevisto: una avería en la tele. Primero las caras se ven más deformadas, más alteradas que de costumbre; después una serie de cegadores relámpagos surca alegremente la pantalla, de derecha a izquierda e inmediatamente después de izquierda a derecha, como un gobierno; finalmente la oscuridad azul-negra, en la cual se vislumbran de vez en cuando caras descompuestas de chicas, mayúsculas sueltas y muy fugazmente la bandera de los Estados Unidos superpuesta a un paisaje pobre con ovejas de mala calidad. Los Orsoli ya no consiguen engullir un solo bocado; la madre se desespera en dialecto, los hijos hacen todo tipo de comentarios adecuados a la situación, hasta que el padre se decide a interrumpir el relato de los perros gemelos para hacer llamar a un sobrino suyo que es radiotécnico. Sale Franco, la mamá hace cuanto puede para obligar a los demás hijos a comer algo, Giuliana dice que ella ya no soporta seguir viviendo en aquella casa, Enrichetto añade algo sumamente desagradable respecto al novio de Giuliana, estalla una pelea y todos se tratan de fascista o de comunista, pero en el momento justo aparece el primo Orsoli y deslizándose por encima del maravillado silencio religioso de los presentes comienza a manosear el aparato. Como buen técnico, descubre rápidamente la avería, en la pantalla reaparece la espantosa mueca del cantante de antes, con toda su voz en estado cerril, y la familia Orsoli vuelve a sentarse a la mesa, no sin antes ofrecer al mañoso primo una copita de vino de algarroba.

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