La luna del terciario era más pequeña que la que poseemos ahora. A medida que la penúltima luna se iba aproximando a la tierra, los océanos se elevaban en torno al ecuador y el hombre se refugiaba donde podía: en México, en el Tíbet, en Abisinia o en Bolivia. Este objeto preocupante daba la vuelta a la tierra en solo cuatro horas, o sea seis veces al día; su aspecto desagradable dio origen a las primeras leyendas sobre los dragones y otros monstruos voladores, entre ellos el famoso Diablo de Milton.
A continuación, la fuerza de la gravitación terrestre se hizo tan violenta que la pequeña luna comenzó a desmenuzarse y el hielo que la cubría se disolvió, cayendo sobre el planeta; cayeron lluvias inmensas, ruinosas granizadas y finalmente, cuando la luna se deshizo del todo, molestos aluviones de piedras y de rocas. A esas agresiones lunares la tierra respondía a su manera, preferentemente con erupciones volcánicas, hasta que los océanos invadieron completamente los continentes; documentado acontecimiento conocido con el nombre de Diluvio Universal de Noé.
De ese desastre, como se ha escrito, se salvó un cierto número de hombres, encaramándose a las montañas. Le siguió una época feliz, de auténtica paz geológica, que los diferentes mitos sobre el jardín del Edén nos recuerdan. Pero una vez más la tierra debía capturar una luna, y una vez más caer víctima de los paroxismos. Se trataba de la luna de ahora, la peor.
El eje del planeta se desplazó, los polos se cubrieron de hielo, la Atlántida tuvo el final que transmiten los mitos y así se inició el período cuaternario, hace trece mil quinientos años. En
El Apocalipsis es historia verdadera,
Hans Schindler Bellamy, discípulo inglés de Horbiger, demuestra que el texto falsamente atribuido a san Juan no es más que un detallado relato del catastrófico final de la terciaria. Y en otro libro suyo,
En el origen, Dios,
explica que el Génesis no es una descripción de la primera creación del mundo, sino de una creación más reciente, si no la última, que había hecho necesaria la habitual caída de la luna. El autor expresa además la hipótesis de que la leyenda de la Costilla de Adán procede de una trivial confusión de los sexos, debida a la notoria imprecisión de los primeros copistas hebraicos; en realidad, se trata de la somera descripción de una cesárea, realizada en precarias condiciones sanitarias por culpa del caos y malos servicios que imperaban en los tiempos del Diluvio Universal.
Advertía, por tanto, Horbiger que el máximo peligro que amenaza a la tierra es la luna, la cual un día u otro se nos caerá encima; y para colmo debe ser dura, porque está recubierta de un estrato de hielo de al menos doscientos kilómetros de espesor. También Mercurio, Venus y Marte están recubiertos, como la luna, de hielo. Hasta la Vía Láctea está hecha de bloques de hielo, y no de estrellas, como pretenden los astrónomos con sus fotografías burdamente manipuladas.
La WEL alcanzó una difusión innegable entre los nazis, que comparaban la inteligencia de Horbiger con la de Hitler, y la de Hitler con la de Horbiger, hijos eminentes de la cultura austríaca. Actualmente la Doctrina del Hielo Cósmico sólo cuenta con unos millares de adeptos; como, por otra parte, la cultura austríaca.
Discípulo de Elisée Reclus y amigo de Onésime Reclus, A. de Paniagua escribió
La civilización neolítica
para demostrar que la raza francesa es negra de origen y procede de la India meridional; lo que no excluye que más antiguamente proviniera de Australia, dados los vínculos lingüísticos que según Trombetti comunican al dravídico con el australiano primitivo. Esos negros eran propensos a constantes migraciones; su primer tótem era el perro, como indica la raíz «kur», y por ello se llamaban kuretos. Al haber viajado por todas partes, en casi todos los nombres de lugares del mundo se encuentra la raíz «kur»: Kurlandia, Courmayeur, Kurdistán, Courbevoie, Curinga de Calabria y las islas Kuriles. Su segundo tótem era el gallo, como indica la raíz «kor», y por ello se llamaban coribantes: Nombres de lugares que comienzan con «kor» o «cor» —Corea, Córdoba, Kordofan, Cortina, Korca, Corato, Corfú, Corleone, Cork, Cornualles y Cornigliano Ligure— se encuentran también en todo el mundo, por doquier hayan pasado los antepasados de los franceses.
Semejante pasión migratoria se explica en parte por el hecho, según parece demostrado, de que a cualquier sitio que llegaran kuretos y coribantes, se tratara de la Esciria o de Escocia (evidentemente la misma palabra), Japón o América, ellos se convertían en blancos; y en ocasiones, en amarillos. Los franceses primigenios se dividían, pues, en dos grandes grupos: los kur, que eran los perros propiamente dichos, y los kor, que eran los gallos. Estos últimos son frecuentemente confundidos por los etnólogos con los perros: el espíritu reductivo tiende, desgraciadamente, a empobrecer la historia, observa Paniagua.
Perros y gallos recorren las estepas del Asia Central, el Sahara, la Selva Negra, Irlanda. Son ruidosos, alegres, inteligentes, son franceses: Dos grandes impulsos cósmicos mueven a kuretos y coribantes: ir a ver de dónde sale el sol e ir a ver dónde se pone el sol. Guiados por esos dos impulsos opuestos e irrefrenables, acaban, sin darse cuenta, por dar la vuelta al mundo.
Se alejan hacia oriente haciendo diabluras plantando menhires a lo largo del camino. Llegan a las islas Kuriles; un paso más y están en América. Para demostrarlo bastará encontrar un nombre de lugar importante que comience por Kur. El más obvio es Groenlandia, cuyo auténtico nombre, explica Paniagua, debía ser Kureland. Sería erróneo creer, por el contrario, que «Groenland» quiere decir tierra verde, si tenemos en cuenta que Groenlandia es blanca, por cualquier lado que se la mire; pero el triunfo que esgrime el etnólogo es una fotografía de dos esquimales, sacada tal vez en el infinito crepúsculo polar: en efecto, son casi negros.
Otros kuretos y coribantes, también saltando, también disfrazados de perros y de gallos, parten hacia Occidente. Remontan el Ister (hoy Danubio), empujados por un ideal más excelso; en la oscura sangre de la raza ya sienten el alegre impulso de ir a fundar Francia. En cuanto a la piel, al pasar por los Balcanes se han convertido en blancos, incluso en rubios. En ese momento deciden asumir el glorioso nombre de celtas, para diferenciarse de los negros que se han quedado atrás. El autor explica que celtas quiere decir «celestes adoradores del fuego», de «cel», cielo (etimología de tipo inmediato) y «ti» (fuego en dravídico, etimología de tipo mediato).
Mientras los nuevos blancos remontan el Danubio, Paniagua ensalza su paciencia y su osadía: tantas fatigas, tantos ríos y tantas montañas que cruzar, para ir a poner las primeras piedras del edificio de luz y de esplendor donde reside inmutable el alma profunda de Francia.
A lo largo del camino, los celtas envían aquí y allá misiones exploradoras que fundan colonias que luego han pasado a ser ilustres; por ejemplo Venecia (nombre francés original, Venise), del dravídico «ven», blanco, y del celta «is», abajo. Difícil encontrar una etimología más exacta, comenta Paniagua. Un estirón migratorio más, y los tiroleses se separan de la rama principal para instalarse establemente en las costas del Tirreno, como indica la raíz Tir.
Una ramificación más importante, impacientada porque Suiza no les deja pasar, desciende por el Po y funda Italia (nombre francés original, Italie). La etimología también es bastante evidente en este caso; «ita» viene del latín «ire», viajar, y «li» del sánscrito «lih», lamer. Esto quiere decir que los perros kuretos no sólo ladran, sino quelamen; Italia significa por tanto «país de los perros emigrantes lamedores». Lo que resulta aún más evidente si se piensa en los ligures, aquel pueblo misterioso: likuri, o sea los perros lamedores por excelencia.
La Civilisation Néolitique
(1923) es una publicación de la casa Paul Catin; otros volúmenes de la misma colección son
Mi artillero,
del coronel Labrousse-Fonbelle, y
Hellas, Hélas!
(recuerdos picantes de Salónica durante la guerra), de Antoine Scheikevitch.
El inventor de la terapia de zona fue el doctor William H. Fitzgerald, durante muchos años primer cirujano otorrinolaringólogo del hospital de San Francisco de Hartford, Connecticut. Según Fitzgerald, el cuerpo humano se divide en diez zonas, cinco a la derecha y cinco a la izquierda, directamente relacionada cada una de ellas con un dedo de la mano y el correspondiente dedo del pie. Estas conexiones son demasiado sutiles para poder ser observadas al microscopio.
En 1917, Fitzgerald y un discípulo suyo, llamado Bowers, editan su tratado fundamental, titulado
Terapia de zona.
Los autores afirman que siempre es posible hacer desaparecer un dolor del cuerpo, y en muchos casos la propia enfermedad, limitándose a apretar un dedo, de la mano o del pie, o bien alguna otra región periférica conectada con la parte enferma. Esta presión se puede efectuar de varios modos; habitualmente conviene atar el dedo con una cinta de goma que lo mantiene comprimido hasta que se pone azul, o bien se pueden utilizar las pinzas de tender la ropa. En determinados casos especiales, basta con apretar la piel con los dientes de un peine metálico.
La teoría de Fitzgerald fue desarrollada en un manual también obstinadamente titulado
Terapia de zona
, obra de Benedict Lust, apreciado médico naturista. El textode Lust, útil suplemento del homónimo de Fitzgerald, explica minuciosamente qué dedo conviene apretar para combatir la mayoría de las enfermedades que afligen al hombre, sin excluir el cáncer, la poliomelitis y la apendicitis. Para curar las paperas hay que apretar el índice y el dedo medio; pero si las paperas son fuertes, hasta el punto de alcanzar la cuarta zona, será conveniente que el médico apriete también el anular. En casos de trastornos oculares, o enfermedades del ojo en general, deben apretarse el índice y el dedo medio; la sordera se cura, en cambio, pellizcando el anular, o mejor aún el tercer dedo del pie. Un método eficaz para combatir la sordera parcial consiste en llevar una pinza de tender ropa permanentemente colocada en la punta del dedo medio, el de la mano derecha para el oído derecho, el de la izquierda para el oído izquierdo.
Las náuseas se eliminan presionando el dorso de la mano con un peine metálico; hasta el parto puede ser indoloro si la parturienta se agarra con fuerza a dos peines y los aprieta de manera que sus púas presionen la punta de todos los dedos simultáneamente. La futura madre apenas sentirá dolor si toma, además, la precaución de atarse fuerte, con una cintita de goma, el pulgar y el segundo dedo del pie. Con el mismo método el dentista puede prescindir de la anestesia: bastará aplicar al paciente una estrecha gomita en torno al dedo de la mano, anatómicamente conectado con el diente a extraer.
La caída del pelo se puede combatir con un sistema que Lust califica de extremadamente sencilla: frotándose rápidamente las uñas de la mano derecha contra las de la mano izquierda, durante breves períodos de tres o cuatro minutos. La operación debe repetirse varias veces al día, con el fin de favorecer la circulación de la sangre y devolver su vigor al cuero cabelludo.
A la edad de 59 años, el belga Henry Bucher sólo tenía 42. Los motivos de su contracción temporal se leen en el prefacio a sus memorias,
Souvenirs d'un chroniqueur de chroniques
(Lieja, 1932): «Conseguida la licenciatura y habiéndome entregado con todo el ímpetu de mis verdes años al placentero estudio de la historia, no tardé en darme cuenta de que la tarea de buscar, traducir y comentar todo el corpus de los cronistas medievales —los oscuros precursores de Froissart y Joinville, del gran Villehardouin y de Commines— que me había fijado como compromiso absoluto y preeminente, superaba con mucho las medidas previstas: no me habría bastado una vida, tal vez, para llevado a término. Aun abandonando el trabajo de búsqueda de los textos extraviados, en gran parte ya realizado —y admirablemente realizado— por mi reverenciado maestro Hébérard De La Boulerie, la sola traducción del latín al francés (de un latín no pocas veces bastardo al elegante francés de nuestros días) me habría exigido el arco entero de los años que presumiblemente me reservaban todavía las Parcas; añádanse a ello las notas, las concordancias —pero en el caso específico sería mucho más justo llamarlas discordancias—, el trabajo de dactilografía así como las diversas tareas relacionadas con la impresión, corrección de galeradas, ensayos introductorios, respuestas polémicas, correspondencia con las diferentes Academias, etcétera e imprevistos, y entenderá el lector con qué embarazo y perplejidad el joven que yo era entonces, en el umbral de los veinticinco años, debía considerar la gigantesca fatiga que se le presentaba, y la urgente necesidad de un plan razonado de trabajo.
»Ya conocía y poseía el conjunto de las crónicas históricas que debía traducir y anotar, salvo nuevos descubrimientos entonces improbables aunque siempre posibles; por otra parte, me había impuesto una posterior limitación, la de ocuparme exclusivamente de las obras redactadas entre los siglos IX y XI. Del siglo XII ya se había apoderado, tal vez un poco demasiado brillantemente, mi colega Hennekin de Estrasburgo; y la Iglesia custodiaba avaramente en sus catacumbas
(dans ses caves)
las perlas más prometedoras del octavo. Aun así, aquellos tres escasos siglos me habrían exigido —según cálculos tal vez generosos por defecto— al menos treinta años de traducción; si a ello se añaden los restantes trabajos, no conseguiría coronar la obra antes de los ochenta años. Para un joven ambicioso e impaciente, la estática condición del octogenario puede en ocasiones aparecer, diría sin motivo razonable, escasamente atractiva, y sin brillo los laureles que indefectiblemente —pero no siempre— la adornan. Así me pareció entonces; elegí por consiguiente un procedimiento, si no de vencer el tiempo, sí al menos de retenerlo.
»Ya había observado agudamente que a una persona especialmente activa no le basta una semana para llevar a cabo las obligaciones de una semana; las tareas aplazadas se acumulan (contestar cartas, poner orden entre papeles y calcetines, revisar los textos para la voraz imprenta, sin olvidar viajes, matrimonios, defunciones, revoluciones, guerras y pérdidas de tiempo semejantes) de modo que en determinado momento haría falta poder detener la catarata de los días, para ser capaces de atender correctamente las obligaciones dejadas de lado. Después de lo cual sería fácil volver a poner en marcha el tiempo, libre de atrasos: sueltos, resucitados, ágiles, sin lastres.