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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

Conspiración Maine (49 page)

—Colón, señor, se denominan los Caballeros de Colón —dijo Hércules que hasta ese momento había permanecido en silencio—. Los Caballeros de Colón han estado formando un ejército de cincuenta mil hombres. Aprovechando el desconcierto y la movilización del ejército, los conspiradores querían tomar la capital, las principales ciudades y centros económicos. Al parecer, tienen el apoyo de antiguos sudistas y de un sector importante de los oficiales.

—¿Qué me dice? —comentó Roosevelt, que por primera vez comenzaba a tomarse en serio lo que los agentes le contaban.

—Esos fanáticos están dispuestos a todo. Si son fieles a su salvaje juramento, muchas personas morirán en los próximos meses.

—Tenemos dos tercios del ejército en Florida preparándose para intervenir en cualquier momento. Entre marineros y soldados hay más de veinte mil hombres listos para ir a Cuba y Puerto Rico en cuanto el presidente lo ordene. Otros cinco mil hombres en Filipinas. Nos quedan tan sólo unos pocos hombres disponibles y la guardia nacional.

—Entonces deben actuar con rapidez —dijo Lincoln—. Tenemos en nuestro poder a un miembro de los Caballeros de Colón que lo ha confesado todo, conocemos dónde puede capturar al Consejo Supremo en pleno. Lo único que ignoramos es la identidad del Caballero Supremo.

—Informaré inmediatamente al secretario de Estado y al secretario de Marina —determinó Roosevelt—. Pero les pido la mayor discreción. Si queremos desbancar esta conspiración debemos actuar con prudencia.

—Pero hay que informar al presidente, no podemos empezar una guerra apoyados en una mentira —dijo azorado Lincoln.

—Me temo que, de una manera u otra, todas las guerras son el resultado de una mentira. Si no es en este momento, será en otro, pero los Estados Unidos terminarán por controlar el Caribe y, si me apura, todo el Continente. La Historia es imparable querido amigo —el subsecretario se dirigió a la salida y les abrió la puerta—. Gracias por su ayuda, han contribuido a salvaguardar la República.

Hércules y Lincoln dejaron sus sillas y cuando cruzaban el umbral el español se detuvo frente a la sonrisa pétrea del subsecretario y le dijo:

—Señor Roosevelt, no pararemos hasta que el gobierno y la sociedad americana conozca la verdad.

—Y, ¿cuál es la verdad? —contestó.

Comenzaron a caminar por la sala de oficinas y escucharon la voz del subsecretario que se dirigió a ellos por última vez.

—Ah, no se olviden de entregar a su testigo a las autoridades. No me han dicho de quién se trata.

—Es el capitán Marix, uno de los miembros de su Comisión —soltó Lincoln.

Roosevelt levantó las cejas y cerró con un ruidoso portazo. Los dos agentes, cabizbajos, abandonaron el edificio. Tan sólo habían logrado cumplir parte de su misión, alertar a las autoridades federales de la conspiración de los Caballeros de Colón, pero la Armada quería dar carpetazo al hundimiento del
Maine
. Una idea daba vueltas sobre la cabeza de Hércules.

—Tenemos que ver al presidente.

Capítulo 61

Washington, madrugada del 28 de Marzo.

Una patada derrumbó la puerta y un grupo de soldados entró en el edificio; registraron las plantas superiores, detuvieron a unas diez personas que realizaban trabajos administrativos y a un grupo indeterminado de seminaristas. Cuando descendieron al sótano, descubrieron la sala del Consejo Supremo. La misma operación se repitió en una treintena de sedes. Todos los miembros del Consejo Supremo fueron detenidos en sus domicilios, todos menos uno. El Caballero Supremo no fue localizado. No lograron sacar al testigo su nombre y paradero. Los nuevos detenidos tampoco dieron detalles sobre su líder. Descabezada la sociedad secreta fue relativamente fácil desarmar a los caballeros de los campamentos de entrenamiento. Únicamente en uno de ellos, un pequeño grupo opuso resistencia. La operación se llevó en el más absoluto secreto y se pactó con los principales periódicos el silenciar las actuaciones por razones de seguridad nacional.

Aquella mañana, muy temprano, transportaron al testigo principal, el capitán Marix, al edificio de la Armada. Pero alguien ordenó que le soltasen y el capitán salió por su propio pie de la sede. El capitán no compareció en una reunión con algunos miembros del Congreso, excusó su ausencia alegando problemas de salud. Nadie volvió a verlo jamás.

El periódico de Helen fue preventivamente clausurado acusado de transmitir secretos de la defensa nacional y su director preventivamente detenido, la periodista no fue localizada.

Washington, 28 de marzo

En el hotel podía verse a las más distinguidas damas de la capital tomar té, mientras los camareros de color caminaban entre ellas con gracia, vestidos con sus trajes de chaqueta blanca y pajarita negra. Helen, Lincoln y Hércules estaban sentados en una de las mesas más próximas a la entrada. Llevaban casi media hora esperando y empezaban a pensar que su contacto no iba a aparecer. Por fin, Helen vio a un oficial de la Marina que con su impoluto traje blanco entraba en el salón y escrutaba con la mirada las mesas. La periodista levantó la mano y el oficial se acercó hasta ellos.

—No los veía —comentó saludando a los tres. Primero besó la mano de Helen, saludando con un apretón de manos a Hércules y Lincoln—. Caballeros, veo que por fin han dejado el periodismo —bromeó.

—Capitán…

—Por favor, Helen, ¿desde cuándo te diriges a mí por mi rango?

—Potter —dijo al fin la mujer—. Estamos en una situación delicada. El A.I.N. nos anda buscando, por no hablar de la policía y el ejército en pleno.

—No os alarméis. Tan sólo quieren reteneros hasta que el Congreso realice la votación. Después, nada de lo que digáis podrá evitar la guerra.

—Pero, Potter, fuimos nosotros los que hundimos el
Maine
.

—¿Nosotros? No, querida Helen, nosotros no hundimos nada. Por eso estoy aquí, charlando amigablemente con vosotros. No quiero engañaros, siempre he estado a favor de esta guerra. Si hubiera sido por mí, no hubiera creado ni la Comisión. ¿Qué le otorga el derecho a España de dominar Cuba y Puerto Rico?

—La Historia —dijo Hércules que comenzaba a cansarse del petulante capitán.

—No, amigo. Es la fuerza. Los pueblos se dominan unos a otros por la fuerza. Ahora, nosotros somos más fuertes, eso es todo.

—Estamos perdiendo el tiempo —dijo Hércules haciendo amago de levantarse.

Helen le agarró del brazo y con un gesto le pidió que se sentase.

—Entiendo lo que dices, pero ¿puede construirse un imperio basado en la mentira? —preguntó Helen mirando directamente a los ojos del capitán. Éste se quedó por unos instantes callado, como si le costase responder.

—No, Helen, por eso estoy aquí. No me habéis dejado terminar. A pesar de que deseo esta guerra más que nada en el mundo, a pesar de que sé que todos los miembros del A.I.N. serán sancionados, a pesar de eso, creo que el presidente debe conocerlo todo y tomar la decisión más correcta. Puedo introduciros en la audiencia del Senado donde hablará McKinley el día 30 de marzo, pero cuando os capturen, negaré cualquier vinculación con vosotros. ¿De acuerdo?

Los tres afirmaron con la cabeza. Potter se levantó y se despidió afectuosamente de Helen. Cuando estuvieron solos, los tres dieron un suspiro, por fin podrían encontrarse con el presidente. De mejor humor abandonaron el salón. Helen les comunicó que deberían disculparla, necesitaba pasar un momento al excusado.

Lincoln y Hércules se entretuvieron observando a la petulante clase alta, que ignorantes de la guerra y del dolor, paseaban sus trajes caros y sus sombreros a la moda por el hall del hotel. No vieron que entre la gente se movía un hombre vestido de negro, que al pasar junto a ellos les lanzó una mirada de odio.

Unos segundos después escucharon unos gritos. Los dos hombres se miraron y corrieron hacia los servicios. Un grupo de mujeres gritaban horrorizadas tapándose los ojos. Hércules se hizo hueco y entró en el baño. En el centro había un gran charco de sangre y tendida en el suelo, con las piernas encogidas y la mirada perdida estaba Helen Hamilton. Los dos agentes se quedaron paralizados, sin palabras, con los brazos caídos. Hércules sintió un pinchazo fuerte en el pecho y se inclinó, atrajo el cuerpo y lo abrazó. Todavía estaba caliente. Sujetó el rostro de Helen con la mano y la llamó. La llamó con todas sus fuerzas, como si intentara despertarla de un mal sueño. Su voz se quebró y los ojos empezaron a rebosar de lágrimas.

—Helen, Helen —repitió balanceándose con el cuerpo abrazado.

Cuando Hércules levantó la vista, los ojos empañados de lágrimas le impedían ver con nitidez; en la pared, unas letras escritas con sangre comenzaron a aclararse frente a sus ojos: Natás.

Capítulo 62

Washington, 30 de Marzo de 1898.

El capitán Potter respetó su palabra. Le vieron en el entierro de Helen, una sencilla ceremonia en un pequeño cementerio de Nueva Jersey. Su tumba estaba debajo de un viejo nogal, al lado de las de su padre y su madre. El pastor metodista leyó unos versos de la Biblia y despidió a Helen Hamilton en medio de una comitiva silenciosa y calmada. No hubo excesivos gestos de dolor, tan sólo algunas lágrimas apagadas. El prado verde tenía las primeras flores de la primavera y los pájaros se afanaban por terminar sus nidos en las copas de los árboles.

Introducirlos en el edificio del Senado fue relativamente fácil. Los servicios secretos y la policía habían dejado de perseguirlos. Los altos cargos de la Armada se sentían tan seguros de la guerra, que les parecía una pérdida de tiempo y de dinero del contribuyente acosar a un negro, ex agente del S.S.P. y a un mestizo medio español medio norteamericano, del que los de emigración se harían cargo.

Potter los colocó en una de las salidas de la sala donde se reunía el Comité del Senado para asuntos extranjeros. El presidente tenía previsto abrir la sesión y, según les aseguró Potter, llegaría media hora antes, para descansar y repasar el discurso.

Cuando el presidente McKinley entró, Lincoln y Hércules pudieron observar su rostro ojeroso y su andar cansado. Al pasar junto a ellos, levantó la vista y los miró fijamente con sus pequeños ojos ensombrecidos por las pobladas cejas. Al principio, los dos agentes no supieron reaccionar, ¿cómo abordar al presidente antes de una sesión? Pensaron que Helen, con su gran determinación hubiera sabido cómo hacerlo. Entonces, Hércules dio un paso al frente y dirigiéndose al presidente le dijo:

—Señor presidente, necesitamos hablar urgentemente con usted. Al instante tres hombres se interpusieron entre los dos. McKinley hizo un gesto con las manos y los guardaespaldas volvieron a colocarse en su posición. El presidente sonrió al español y se quedó parado.

—Pero no podemos hablar aquí —dijo Hércules mirando de un lado para el otro.

—Dentro de 15 minutos tengo que hablar con la Comisión del Senado.

—Lo sé, pero lo que tenemos que contarle es muy grave. Éste es el agente del S.S.P., George Lincoln y yo soy Hércules Guzmán de Fox. Tenemos información que podría cambiar el curso de los acontecimientos.

McKinley miró la puerta de la sala y después con un gesto rápido cogió del brazo a Hércules y Lincoln, entraron en un despacho y todo el servicio de guardaespaldas detrás. El presidente los detuvo con el brazo y cerró la puerta.

—He de reconocer que han sido tenaces hasta el final. Como sabrán ya envíe el informe de la Comisión de la Armada el día 28, junto al informe incluí una carta para el congreso en la que sugería una solución pacífica.

—Lo entendemos señor, pero creemos que sus hombres no le han pasado toda la información —dijo Lincoln.

—Estoy con ustedes. He leído sus informes, no se preocupe, todo lo de su expulsión se ha debido a un error, ya estoy trabajando en ello.

—No venimos por eso, Señor —contestó Lincoln.

—No se preocupen, todo el asunto de los Caballeros de Colón está arreglado. Todos los cabecillas están detenidos y sus hombres desarmados. Además, los hemos comprometido a dar 20 millones de dólares. Creo que han aprendido la lección. A partir de ahora, se convertirán en una dócil organización patriótica.

—Nos complace saberlo, pero tampoco se trata de eso. Queremos hablarle de quién hundió el
Maine
. El presidente dejó de sonreír. Sacó un reloj de bolsillo e hizo un gesto con la mano.

—Me temo que su tiempo ha terminado.

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