Authors: Frank García
Cerré los ojos por unos instantes y aquel cuero negro sobre sus pieles blancas, me recordó los tiempos en que el sexo se volvió una obsesión. Ahora me daba cuenta que todo en la vida se debe de tomar en su justa medida, que los excesos no son buenos, llegan a empachar y en ocasiones complicándote la vida. Me gusta el sexo, lo reconozco, disfruté de muchos de aquellos encuentros, es cierto, pero en otras ocasiones, desfogaba mi ira, mi rabia, mi soledad, mis frustraciones. Follaba sin control para sacar toda la adrenalina acumulada de la semana. Como tantas veces había dicho: cuando mejor folio es cuando estoy cabreado. Ahora ya no quería follar más, ahora quería amar y ser amado. Ahora quería sentir y hacer sentir. Era el momento del cambio y esta semana se había precipitado todo. Los fantasmas surgieron de sus rincones deseando dominarme, pero existía una luz, una luz muy poderosa llamada: amor y amistad y contra esa luz no podían y menos con mis ganas de conservarla. Me rebelé y en aquella rebelión encontré mi liberación, una liberación que salió de mi interior con sudor y vómito, pero me dejó listo para enfrentarme limpio ante mi nuevo despertar.
Abrí los ojos, volvía a la realidad, al bullicio de la ciudad, al transitar de cientos de personas y miré el reloj. Me levanté y caminé hacia mi puesto de trabajo. Estaba deseando salir esa tarde, llegar a casa, asegurarme que nada quedaba en ella y entregar aquellas llaves. Unas llaves que habían sido sustituidas por otras que abrían mi mundo soñado, junto con la persona amada.
Al entrar en el departamento, la secretaria me hizo una seña para que me acercara a ella.
—¿Qué ha sucedido antes?
—Nada, ¿por qué lo pregunta?
—Sé que algo ha pasado. Como siempre eres muy discreto, pero sé que habéis discutido, en algunos momentos vuestras voces traspasaban la puerta.
Me dejó sin palabras por unos segundos. Pensé en aquel momento si escuchó algo que no debía.
—No te preocupes —me comentó como si leyese mi pensamiento—. Las palabras eran ininteligibles, pero se que habéis discutido. Espero que no te despida —me sonrió—, me caes muy bien.
—Gracias. Debo de volver a mi puesto. No quiero…
—Se ha ido. Llevaba cara de perro y me ha dicho que no volverá en toda la tarde, que tenía que arreglar unos asuntos fuera —miró a su pantalla de ordenador y luego a mí de nuevo—. Nos espera una tarde tranquila y sin sobresaltos.
—Es usted un encanto. Sabe que todos la queremos mucho, ¿verdad?
—Sí, lo sé y te aseguro que eso me motiva a venir todos los días. Cuando me siento mal, os miro y siempre alguno de vosotros me sonríe y me llena de felicidad.
Me acerqué y la besé en la mejilla.
—Este beso, de parte de todos.
Se sonrojó y volví a mi puesto de trabajo. En aquel momento de felicidad, de sentir como aquella mujer me habló, tuve la necesidad de hacerla un regalo. Cogí el móvil y llamé a la floristería y encargué un ramo con siete rosas rojas y una blanca en el centro. Las siete eran por cada uno de nosotros, la blanca por ella. Mientras, preparé unas frases en un folio y se lo pasé a mis compañeros. Me miraron sorprendidos, leyeron el escrito y todos firmaron sonriendo.
Atendí a la clientela y el chico de las flores hizo acto de presencia mirando a uno y otro lado.
—Si me disculpa un momento, tengo que poner una nota en ese ramo de flores.
La mujer me miró y sonrió:
—Claro hijo, es un ramo muy bonito.
Llamé al chico, se acercó, coloqué la nota y le indiqué a quien iban destinadas. Todos mis compañeros se detuvieron a mirar la escena. El departamento pareció congelarse por unos segundos, mientras aquella mujer recibía un ramo de flores en una fecha que para ella era un día normal. Las recogió y leyó la nota. Se emocionó y nos miró a todos con una gran sonrisa lanzándonos un beso con la mano.
—Se ha emocionado —me comentó la clienta que estaba atendiendo ¿Es su cumpleaños?
—No. Simplemente ha sido un impulso de todos. Es una gran mujer.
—Es bonito que exista esta complicidad entre todos vosotros. Así se trabaja bien y se nota en vuestra atención.
—Nuestro trabajo es atenderles a ustedes y complacerles en lo que buscan.
Todo resultó mágico. Mis compañeros estaban relajados y se entregaban a sus clientes en cuerpo y alma. El departamento en aquellos momentos estaba vivo y se respiraba felicidad. Las horas pasaron rápidas y me despedí mientras otro compañero me sustituía. Entré en el vestuario, me cambié con prontitud y salí a la calle. Respiré profundamente y caminé. La tarde era muy agradable, soplaba una brisa del sur que agradecí y mi cazadora volaba libre mientras el aire penetraba por la camisa ahuecándola y acariciando mi piel. Al girar en una de las calles, alguien me golpeó haciéndome perder ligeramente el equilibrio. Sentí una punzada fría en mi pecho que me cortó parte de la respiración. Noté que mi camisa se empapaba y al mirarme, un líquido viscoso y grana se extendía por todo el tejido. Me mareé y caí al suelo. Todo me daba vueltas, no podía casi respirar y comencé a sentir un frío interno que me hizo temblar. Alguien se detuvo y se agachó frente a mí.
—¿Qué te pasa chico?
Otra voz gritó:
—¡Le han apuñalado!
Al instante, cientos de voces invadieron mis tímpanos. Voces sin definir y mientras tanto mi cuerpo se volvía rígido. Me habían apuñalado, me estaba desangrando y lo peor de todo, es que no vería por última vez el rostro de Andrés. Me estaba muriendo en aquella acera rodeado de desconocidos, en la tarde más feliz de mi vida. Mis ojos se llenaron de lágrimas de impotencia, no de dolor, porque no lo sentía, pero si la impotencia de no sentir el abrazo de Andrés o de Iván. ¿Dónde estaban? Les necesitaba, deseaba decirles que les quiero y que si les abandono, se cuiden el uno al otro. Necesitaba abrazarles y darles el último beso. Ellos eran mi vida, mi refugio, mi consuelo.
—No te preocupes chico. Hemos llamado a una ambulancia.
No llegarían a tiempo. Ya no sentía mi cuerpo, tan sólo mi mente se conservaba aún activa, pero el resto era como un tronco sin vida y frío como el hielo. Un frío que cortaba cada músculo, cada arteria, cada nervio, cada parte de mi ser. Un frío que deseaba apaciguar con las miradas siempre alegres de Andrés e Iván.
—Andrés… Andrés… Andrés.
Alguien cogió el teléfono móvil de mi chaqueta y busco aquel nombre. Fue mi última visión. Todo se nubló. Las voces se alejaron. El sol dejó de existir y me encontré en medio de una gran oscuridad. Una oscuridad que me aterró y congeló por completo. Una oscuridad donde la nada se había hecho visible. Miré a mí alrededor sin saber que lugar era aquel. Podía moverme y ya no sentía nada. Estaba de pie, eso si lo sabía y caminé aunque no percibí suelo bajo mis pies desnudos. Si estaba muerto, después de la oscuridad aparece el túnel, eso era lo que decían algunos que habían estado cerca de la muerte, pero allí no había túnel ni la más minúscula luz.
Recordé los momentos en que decidí venirme a vivir a Madrid. A mi padre y a mi madre. El viaje, el reencuentro con Carlos y los meses vividos juntos hasta llegar aquel otro personaje. El tiempo vivido en mi apartamento y el desenfreno sexual de los fines de semana. Mi trabajo, mis compañeros, la sonrisa de la secretaria y los ojos de ira de mi jefe. Mis encuentros con Andrés e Iván y todos los momentos de angustia y felicidad. Lo recordaba como un sueño, pero si era el sueño de mi muerte, ¿por qué no había imágenes de mi infancia, de mi adolescencia, de mi ciudad? En realidad los años vividos en aquellos tiempos, no habían sido tan malos, simplemente mi mente buscaba horizontes distintos y Madrid fue el balón de oxígeno que precisaba.
Intenté mirar para abajo, buscando mi cuerpo tendido en aquella acera rodeado por desconocidos, con mi camisa blanca ahora grana, con el suelo encharcado con mi sangre, con la ambulancia llegando y no pudiendo hacer nada, pero no había imágenes, todo era oscuridad. Una oscuridad profunda que quebraba mi ser. Necesitaba luz, necesitaba imágenes, necesitaba que alguien se acercara a mí y me dijera qué estaba sucediendo.
Caminé buscando una salida que no sabía donde se encontraba. Miré hacia lo alto deseando ver el sol que antes calentaba e iluminaba la tarde y seguí caminando y sentí mi piel fría y seca. Cerré los ojos y percibí una mano sobre mi hombro derecho. No los abrí, tal vez era el estado en que debía de estar.
—¿Qué haces aquí? —escuché una voz aterciopelada y dulce.
—No lo sé. Creo que he muerto, pero…
—Aún no has muerto, pero ya no estás con los vivos.
—¿Quién eres tú?
—Eso carece de importancia. He venido para guiarte.
—No quiero morir aún. Ahora no… Ahora…
—¿Por qué aferrarse a la vida, cuando os causa tanto sufrimiento?
—No lo sé, pero creo que sufriendo aprendemos a valorar más las cosas. No lo sé, porque en realidad…
—Dudas, miedos, penas, traiciones…
—Felicidad, besos, caricias, abrazos, risas —le interrumpí.
—Has tardado en descubrir otras sensaciones.
—No. No es verdad, no he tardado, simplemente creé una coraza para no sufrir, pero ya desapareció. Cayó al suelo hace tiempo y no la recogí jamás.
—¿Qué te une a la tierra?
—Mis dos grandes amores: Andrés e Iván. Los quiero y deseo protegerlos el resto de mis días.
—Sólo se puede amar a uno.
—Pero el querer no tiene límite. ¿Quién eres?
—Yo seré quien tú desees que sea. Quédate conmigo y serás feliz.
—No. Tengo que volver. Necesito volver, no puedo quedarme aquí.
—¿Para qué? Yo te puedo ofrecer todo lo que desees, sin dolor, sin sufrir, siendo siempre feliz y disfrutando de todo lo que se te antoje.
—Es mi mundo. Es el lugar al que pertenezco y aún tengo que hacer muchas cosas. Soy joven y estoy aprendiendo, no me prives de ello, por favor. Necesito seguir vivo para mostrarme como soy de verdad.
—Puedes elegir. Ahora puedes elegir. Tu mundo o…
—Quiero regresar. Por favor, ayúdame, ayúdame. Quiero regresar.
—Volverás a sufrir, volverás a llorar, volverás a sentir dolor.
—Sí, pero ese sufrimiento, esas lágrimas, ese dolor, se volverán también alegría, risas y felicidad y deseo compartirlo con la persona que amo, con el ser que quiero y con quienes merezcan la pena estar a su lado.
La mano se retiró de mi hombro y continué con los ojos cerrados. La soledad me volvió a invadir y el frió regresó a mi cuerpo, me abracé para paliar aquella sensación que cortaba mis músculos como cuchillas y sentí dolor y con aquel dolor retomó poco a poco el calor y percibí una luz aún con los ojos cerrados y de nuevo escuché una voz, esta vez, que pronunciaba mi nombre.
—Rafa, Rafa
Aquella voz la reconocí, era él, mi gran amor. Era Andrés y sentí su mano apretar la mía y apreté la suya mientras abría los ojos. Me quedé muy quieto, no sabía si aquello era otro sueño. Contemplaba el techo de una habitación con los fluorescentes que la iluminaban.
—¡Rafa! Has despertado. Te amo, no me abandones.
Giré mi rostro hacia donde provenía la voz y el rostro de Andrés me miraba empapado en lágrimas, sollozando mientras seguía apretando mi mano.
—No te abandonaré. He vuelto para estar contigo. Te amo y siempre te amaré.
—Pensé que… Has perdido mucha sangre, pero ya estás aquí.
—Sí. Te quedará una bonita cicatriz en tú hermoso pecho —la voz era la de Iván que apareció por detrás de Andrés y le sonreí.
—Más cicatrices tienen nuestros corazones y no las cuidamos.
—Nos has dado un buen susto —continuó hablando Iván—. ¿Sabes quién ha podido ser?
—No, o tal vez si. Ahora ya da lo mismo. Lo importante es que estoy aquí y vosotros conmigo —miré a Andrés—. Amor, tengo que decirte que quiero a Iván, aunque al que amo es a ti.
—Ya lo sé. Lo supe desde el primer día.
—No podría vivir sin ti, pero…
—Tranquilo, todo está bien. Ahora debes de recuperarte.
Iván colocó una mano sobre el hombro de Andrés y me ofreció la otra. Moví mi brazo y sentí un pinchazo en el pecho que desapareció al percibir el calor de su piel. Suspiré.
—Me siento agotado.
—Descansa, nosotros estaremos aquí cuidándote. Descansa y cuando te recuperes, reiremos juntos descubriendo el futuro.
—Sí. Necesito descansar, necesito dormir.
Me encontraba tumbado, desnudo tras el baño, entre los numerosos cojines multicolores de tejidos adamascados que provocaban el descanso del cuerpo. Dos concubinas me aireaban moviendo aquel ventilador de techo mientras el resto retozaba en las aguas de la gran piscina que se encontraba frente a mí. Me aburría soberanamente. Ninguna de ellas satisfacía el apetito sexual con el que me despertaba cada día. Simplemente estaba hastiado de todas, pero en mi obligación, como hijo del gran sultán, era complacerlas.
Di un par de palmadas y salieron del agua acercándose donde me encontraba. Preguntaron si deseaba comer algo, si precisaba un masaje en los pies o en otras partes del cuerpo. Todas con el deseo de contentarme.
—Necesito estar solo. Os podéis retirar.
Asintieron y abandonaron la estancia. Llamé a uno de los criados para que me sirviera bebida que refrescara mi garganta. Nunca había reparado en el cuerpo prácticamente desnudo de aquel chico. Sus brazos y piernas fuertes y musculosas. Su torso ancho y aquella piel bronceada. Sentí una fuerte erección y él se dio cuenta. Volvió la mirada hacia un lado mientras llenaba mi copa.
—Me has provocado el estímulo que ninguna de mis mujeres ha conseguido en las últimas semanas, sin ni siquiera tocarme —le comenté mientras bebía de la copa.
—Lo siento mi señor. No ha sido…
—No te excuses. ¿Has tenido sexo alguna vez con un hombre?
—No mi señor. Nunca.
—¿Desearías complacerme?
—En todo lo que mande.
Me levanté y me ofreció la chilaba que se encontraba entre los cojines. No hice el menor ademán de ponérmela y fue él quien me vistió con ella sin dejar de sonreír.
—Acompáñame y trae la jarra y dos copas.
El chico así lo hizo. Tomó la jarra de la bebida y dos copas y las colocó sobre una bandeja. Me siguió. Traspasamos el aposento y le mandé cerrar la puerta. Cuando lo hizo y tras dejar la bandeja sobre la mesilla me acerqué para servir en ellas. Intentó ser él quien hiciera tal trabajo y con una sonrisa se lo impedí. Le ofrecí una de las copas y ambos bebimos. Me aproximé hasta el punto de sentir el calor que desprendía su piel y volví a percibir aquella sensación de placer. Mis labios rozaron los suyos. La humedad de éstos se unió a la de los míos y me liberé de la chilaba quedándome completamente desnudo. Le despojé de la prenda que ocultaba sus partes íntimas y descubrí con satisfacción que no era yo el único que estaba excitado.