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Authors: Nicholas Sparks
Durante su tercera misión en Irak, el soldado estadounidense Logan Thibault encuentra la fotografía de una joven sonriente medio enterrada en la arena del desierto. En la base, nadie la reclama y él acaba guardándola. De vuelta a EEUU, Logan buscará a la mujer retratada pero desde luego no se espera a la persona fuerte pero vulnerable con la que se topa en Hampton, Carolina del Norte.
Nicholas Sparks
Cuando te encuentre
Del autor de "La última canción" y "En nombre del amor"
ePUB v1.0
wertmon06.08.12
Título original:
The lucky one
Nicholas Sparks, 2008.
Traducción: Iolanda Rabascall
Editor original: wertmon (v1.0)
ePub base v2.0
A Jamie Raab y Dennis Dalrymple
Un año para recordar…
y un año para olvidar.
Estoy con vosotros en espíritu.
EL ayudante del
sheriff
Keith Clayton no los había oído llegar, y ahora que los tenía más cerca le seguían haciendo tan poca gracia como el primer momento en que los vio. En parte se debía al perro. No le gustaban los pastores alemanes, y aquel, a pesar de su apariencia tranquila, le recordaba a
Panther
, el perro policía que patrullaba con el oficial Kenny Moore y que nunca perdía la ocasión de morder a los sospechosos en el escroto a la mínima orden. Generalmente tenía a Moore por un pobre idiota; no obstante, era lo más parecido a lo que podía considerar un amigo en el departamento. Además, su forma de relatar aquellas anécdotas sobre
Panther
mordiendo escrotos siempre conseguía arrancarle unas sonoras carcajadas. Y, sin lugar a dudas, Moore habría sabido apreciar aquel espectáculo de desnudez que Clayton acababa de truncar, tras llevar un rato espiando a un par de universitarias que tomaban el sol junto al arroyo en todo su esplendor matutino. No hacía ni diez minutos que estaba allí y solo había tomado un par de instantáneas con la cámara digital cuando una tercera muchacha emergió de repente entre unas enormes hortensias. Tras ocultar la cámara atropelladamente entre los matorrales situados a su espalda, Clayton rodeó un árbol y se plantó delante de la universitaria.
—¡Vaya, vaya! Pero ¿qué tenemos aquí? silabeó lenta y pesadamente, con intención de ponerla nerviosa.
No le gustaba que lo hubieran pillado con las manos en la masa, ni tampoco se sentía plenamente satisfecho con su primera intervención tan desabrida. Por lo general exhibía más elocuencia. Mucha más. Afortunadamente, la muchacha estaba demasiado avergonzada como para darse cuenta de nada, y casi tropezó mientras retrocedía. Tartamudeó algo a modo de excusa mientras intentaba cubrir su desnudez con ambas manos. Clayton pensó que era como presenciar a alguien practicando una partida de Twister en solitario.
Él no hizo ningún esfuerzo por desviar la mirada. En vez de eso sonrió, fingiendo no ver su cuerpo, como si estuviera acostumbrado a toparse con mujeres desnudas por el bosque. Estaba seguro de que ella no se había percatado de la cámara.
—Bien, ahora cálmate y cuéntame qué es lo que pasa aquí —le ordenó, muy serio.
Clayton sabía perfectamente lo que pasaba. Sucedía varias veces todos los veranos, pero especialmente en agosto: las universitarias de Chapel Hill o de la Universidad de Carolina del Norte que iban a la playa con ganas de pasar un largo, y posiblemente último, fin de semana en Emerald Isle antes de que empezaran de nuevo las clases en otoño solían desviarse por una vieja carretera forestal llena de curvas y baches que se adentraba en el parque nacional durante más de un kilómetro y medio antes de llegar al punto donde el arroyo Swan Creek viraba bruscamente y confluía con el South River. Allí había una playa de guijarros que se había puesto de moda entre las universitarias aficionadas a bañarse desnudas. Clayton no tenía ni idea de por qué había sucedido tal cosa, y a menudo se pasaba por allí a fisgonear, por si tenía suerte. Dos semanas antes había pillado a seis chavalas que estaban la mar de buenas; hoy, en cambio, solo había tres, y las dos que estaban tumbadas en las toallas se disponían a cubrirse con sus camisas. A pesar de que una de ellas era un poco rolliza, las otras dos —incluyendo la morena que permanecía de pie delante de él— tenían la clase de cuerpazo capaz de volver locos a los universitarios.
Y a los policías.
—¡Pensábamos que estábamos solas! ¡No hemos hecho nada malo!
Su cara expresaba suficiente inocencia como para que Clayton le recriminara: «¿Y cómo crees que se lo tomaría tu papaíto, si supiera lo que estabas haciendo?». Le hacía gracia imaginar cómo respondería la jovencita a semejante bravata, pero puesto que iba uniformado, sabía que tenía que decir algo oficial. Además, era consciente de que estaba tentando la suerte; si corría la voz de que el ayudante del
sheriff
patrullaba por aquella zona, ya no acudirían más universitarias en el futuro, y esa era una posibilidad que no deseaba contemplar.
—Vamos a hablar con tus amigas.
Clayton la siguió hasta la playa, examinándola mientras ella intentaba sin éxito cubrirse el trasero, disfrutando del pequeño espectáculo. Cuando emergieron del bosque y llegaron a la pequeña playa junto al río, sus amigas ya se habían puesto las camisas a toda prisa. La morena avanzó rápidamente y riendo nerviosa hacia ellas y asió al paso una toalla; durante la carrera derribó un par de latas de cerveza. Clayton enfiló hacia un árbol cercano.
—¿No habéis visto el cartel?
Las tres volvieron la vista a la vez hacia la dirección indicada. «Las personas son como borregos: siempre acatando órdenes», pensó Clayton.
El cartel, pequeño y parcialmente oculto entre las ramas caídas de un roble añoso, había sido colocado por orden del juez Kendrick Clayton, quien —por casualidad— era el tío del ayudante del
sheriff
. No obstante, la idea de poner el cartel había sido de Keith; sabía que la prohibición pública atraería a más chicas rebeldes.
—¡No lo habíamos visto! —gritó la morena, indignada, girándose de nuevo hacia él—. ¡No lo sabíamos! ¡Solo hace unos días que alguien nos habló de este lugar! —continuó protestando mientras forcejeaba con la toalla; las otras dos estaban demasiado aterrorizadas como para hacer nada, excepto intentar ponerse frenéticamente las braguitas del bikini—. ¡Es la primera vez que venimos aquí!
Se defendía con unos grititos estridentes, como una de esas crías mimadas que pertenecían a alguna hermandad de universitarias, lo cual probablemente era cierto. Las tres tenían pinta de serlo.
—¿No sabéis que en este condado el nudismo está considerado delito?
Clayton vio que sus caritas palidecían aún más, y supo que las tres estaban imaginando que aquella pequeña transgresión se iba a convertir en una mancha imborrable en su historial delictivo. Se estaba divirtiendo de lo lindo, pero se recordó a sí mismo que no debía excederse.
—¿Cómo te llamas?
—Amy. —La morena tragó saliva—. Amy White.
—¿Dónde vives?
—En Chapel Hill. Pero nací en Charlotte.
—Veo que estabais bebiendo cerveza. ¿Todas tenéis los veintiún años cumplidos?
Por primera vez, las otras también contestaron.
—Sí, señor.
—Muy bien, Amy. Te diré lo que podríamos hacer. Voy a creerme tu palabra respecto a que no habíais visto el cartel y a que tenéis la edad legal para beber alcohol, así que por esta vez haré la vista gorda, como si no os hubiera visto. Pero a cambio tenéis que prometerme que no le contaréis a mi jefe que os he dejado marchar impunemente.
Las muchachas no sabían si creerlo.
—¿De veras?
—De veras —respondió Clayton—. Yo también he sido universitario. —Jamás lo había sido, pero sabía que eso sonaba bien—. Y ahora poneos la ropa. Nunca se sabe, podría haber algún mirón fisgoneando por aquí cerca. —Esbozó una sonrisa con conmiseración—. ¡Ah! Y recoged las latas cuando os marchéis, ¿de acuerdo?
—Sí, señor.
—Perfecto. —Clayton dio media vuelta para irse.
—¿Eso es todo?
Girándose nuevamente hacia las chicas, volvió a esbozar una sonrisa.
—Sí, eso es todo. Hasta la vista.
Clayton apartó los arbustos y agachó la cabeza para sortear las ramas bajas de camino a su todoterreno, pensando que había controlado bien la situación. Más que bien. Amy incluso le había sonreído, y mientras se alejaba de ella, consideró por unos instantes la posibilidad de volver sobre sus pasos para pedirle el número de teléfono. Pero finalmente desestimó la idea. Lo mejor era dejar las cosas como estaban. Probablemente aquellas chicas les contarían a otras amigas que, a pesar de que el ayudante del
sheriff
las había pillado en cueros, no les había pasado nada. Correría la voz de que los policías de aquella zona eran unos tipos muy indulgentes. No obstante, mientras se abría paso a través del pequeño bosque, deseó que las fotos valieran la pena para que pasaran a engrosar su pequeña colección.
A decir verdad, el día estaba saliendo a pedir de boca. Se disponía a ir a recoger la cámara de fotos cuando oyó a alguien que silbaba. Se volvió hacia la carretera forestal y vio a un desconocido con un perro, que subía lentamente por la carretera, con toda la pinta de un
hippie
de los años sesenta.
El desconocido no iba con las muchachas, de eso estaba seguro, ya que era demasiado mayor para ser estudiante universitario. Como mínimo debía de tener treinta años. Su pelo largo y enmarañado le recordaba un nido de ratas, y en su espalda Clayton distinguió la silueta de un saco de dormir que descollaba por debajo de una mochila. Era evidente que no se trataba de alguien que hubiera decidido salir a disfrutar de un día de playa: ese tipo tenía pinta de ser un viajero, quizás uno de esos locos que acampaban a la intemperie. Clayton no sabía cuánto tiempo llevaba merodeando por ahí o qué era lo que había visto.
¿Quizá lo había pillado haciendo fotos?
No. Imposible. Nadie podía haberlo visto desde la carretera. Los matorrales formaban una tupida cortina, y habría oído los pasos de cualquiera que se acercara por el bosque. Sin embargo, le parecía extraño ver a un viajero por esos parajes. Se hallaban en medio de la nada, y lo último que Clayton deseaba era que un puñado de
hippies
piojosos echaran a perder aquel lugar idílico que tanto atraía a bellas universitarias.
En ese momento, el desconocido ya había pasado por delante de él. Estaba cerca del todoterreno de Clayton y se dirigía al vehículo con el que las chicas habían llegado hasta allí. Clayton salió a la carretera y carraspeó repetidamente. El desconocido y el perro se giraron al oír el sonido.
El policía siguió estudiando a aquella extraña pareja desde la distancia. El desconocido no parecía sorprendido ante la repentina aparición de Clayton, como tampoco el perro, y había algo en la mirada de ese tipo que le provocó un profundo desasosiego. Era casi como si hubiera esperado la aparición de Clayton. Y lo mismo sucedía con el pastor alemán. La expresión del animal era altiva y recelosa al mismo tiempo —inteligente, casi—, igual que la que mostraba
Panther
antes de que Moore lo soltara para atacar. Clayton notó que se le encogía el estómago. Tuvo que realizar un enorme esfuerzo para contenerse y no cubrirse instintivamente sus partes más íntimas con la mano.