Read Cuando te encuentre Online
Authors: Nicholas Sparks
Así que finalmente descartó la idea. Buscar a
Tai-bolt
aquella noche también quedaba descartado. Buscar a
Tai-bolt
la mañana siguiente también, ya que Gramps quería que todos fueran a comer a su casa después de misa. Sin embargo,
Tai-bolt
seguía paseándose por ahí, y con el perro y la mochila era muy poco probable que nadie lo invitara a montarse en su coche si a ese tipo se le ocurría hacer autostop. ¿A qué distancia estaría a la mañana siguiente por la tarde? ¿A unos treinta kilómetros? ¿Cincuenta como máximo? No más, lo cual significaba que todavía estaría merodeando por allí cerca. Pensaba realizar unas cuantas llamadas a un par de departamentos en los condados vecinos para pedirles que estuvieran alerta. No había tantas carreteras por las que se pudiera salir del condado; además, si hacía unas cuantas llamadas a algunos de los negocios que se hallaban en esas rutas, alguien acabaría viendo al dichoso
hippie
. Cuando eso pasara, no tendría compasión.
Tai-bolt
jamás debería haberse burlado de Keith Clayton.
Absorto en sus pensamientos, apenas oyó el crujido de la puerta principal al abrirse.
—¿Papá?
—¿Sí?
—Tienes una llamada.
—¿Quién es?
—Tony.
—Ah, Tony.
Se levantó del asiento, preguntándose qué querría ahora ese fantoche. Tony era un tipejo desgarbado, esquelético y con la cara llena de granos; una lapa eternamente pegada a los policías, siempre dispuesto a mezclarse con ellos para que la gente creyera que era uno más. Probablemente se estaba preguntando dónde estaba Clayton y qué iba a hacer más tarde, por si había que salir a patrullar.
Apuró la cerveza de camino a la cocina y la tiró a la basura; la lata resonó dentro del contenedor metálico. Agarró el teléfono de la cocina.
—¿Sí?
Al otro lado podía escuchar los acordes distorsionados de una canción country que sonaba en una gramola y el bullicio de varias conversaciones a la vez. Se preguntó desde dónde lo llamaba ese mequetrefe.
—Oye, Keith, estoy en la sala de billares Decker, y creo que deberías pasarte por aquí y echar un vistazo a un tipo que me da mala espina.
Clayton se puso tenso.
—¿Un tipo con pinta piojosa, como si hubiera estado acampando varios días a la intemperie, y que va con un perro y una mochila?
—No.
—¿Estás seguro?
—Sí, seguro. Está jugando al billar en una de las mesas del fondo. Pero escucha. Quiero que sepas que tiene una foto de tu exmujer.
Pillado por sorpresa, Clayton intentó hablar con un tono indiferente.
—¿Y qué?
—Pensé que te interesaría saberlo.
—¿Y por qué me iba a importar?
—No lo sé.
—Pues entonces no me molestes más.
Colgó, pensando que ese tipo tenía una lechuga por cerebro. Inspeccionó la cocina con cara de satisfacción. Impecable, como era de esperar. El chico había hecho un buen trabajo, como de costumbre. Estuvo a punto de llamarlo para felicitarlo, pero al mirar a Ben, no pudo evitar fijarse de nuevo en lo bajito que era. En parte sabía que eso se debía a cuestiones genéticas, aunque seguro que tarde o temprano daría un estirón, pero también pensaba que su lento crecimiento se debía a su salud en general. Era una cuestión de sentido común, ¿no? Comer bien, hacer ejercicio, dormir muchas horas. Lo básico. Las cosas que cualquier madre enseñaría a su hijo. Y las madres tenían razón. Si uno no comía bastante, entonces no crecía debidamente. Si uno no hacía suficiente deporte, los músculos se anquilosaban. ¿Y cuándo crece una persona? Por la noche, mientras duerme, que es cuando el cuerpo se regenera.
A menudo se preguntaba si Ben dormía las horas necesarias en casa de su madre. Sabía que comía —se había acabado la hamburguesa y las patatas fritas— y que practicaba algo de deporte, así que quizá su baja estatura se debía a que no dormía adecuadamente. Y seguro que el chico no quería acabar siendo un canijo, ¿no? No, por supuesto que no. Además, deseaba estar a solas un rato y fantasear acerca de lo que pensaba hacerle a
Tai-bolt
la próxima vez que lo viera.
Carraspeó para aclararse la garganta.
—Oye, Ben. Se está haciendo tarde, ¿no te parece?
De regreso al motel desde la sala de billares, Thibault recordó su segundo viaje a Iraq.
Faluya, primavera del año 2004. El Primero-Quinto, entre otras unidades, había recibido la orden de pacificar la región tras la escalada de violencia desde la caída de Bagdad un año antes. La población civil sabía lo que podía esperar de aquella tensa situación y empezó a abandonar la ciudad y se apelotonó en las autopistas. En un solo día se evacuó aproximadamente un tercio de la ciudad. Primero se recurrió a los bombardeos aéreos, luego llamaron a los marines, que rastrearon bloque por bloque, casa por casa, habitación por habitación, en algunas de las ofensivas más intensas desde los primeros días de la invasión. En tres días lograron controlar un cuarto de la ciudad, pero el creciente número de muertes de civiles obligó a declarar el cese del fuego. Se decidió abortar la operación de despliegue y retirar la mayoría de las tropas, incluida la compañía de Thibault.
Pero no toda su compañía se retiró.
En el segundo día de operaciones, en una zona industrial apartada en los confines de la ciudad, Thibault y su pelotón recibieron la orden de inspeccionar un edificio del que se rumoreaba que contenía un arsenal. Sin embargo, nadie había concretado exactamente de qué edificio se trataba; podía ser cualquiera de la docena de estructuras dilapidadas cerca de una gasolinera abandonada, arracimadas en un grotesco semicírculo. Thibault y su pelotón se abrieron paso hacia los edificios, realizando un amplio círculo para evitar la gasolinera. La mitad se dirigió hacia la derecha, la otra mitad hacia la izquierda. Todo estaba en silencio, y de repente dejó de estarlo. La gasolinera explotó súbitamente. Las llamas se elevaron hacia el cielo, la explosión derribó a la mitad de los hombres, que cayeron al suelo, con los tímpanos destrozados. Thibault quedó aturdido; su visión periférica se había vuelto negra, y el resto lo veía borroso. De repente, una severa lluvia de fuego empezó a caer sobre ellos desde las ventanas y las azoteas y desde detrás de los de los automóviles calcinados en las calles.
Thibault se encontró a sí mismo en el suelo al lado de Victor. Otros dos en su pelotón, Matt y Kevin, alias Perro Loco y Caimán, respectivamente, estaban con ellos. Entonces se activó la formación militar. Se puso en marcha el compañerismo. A pesar del ataque violento, del terror que lo invadía y del miedo a morir, Victor asió su fusil y se alzó sobre una rodilla, apuntando al enemigo. Disparó, luego volvió a disparar, concentrado e imperturbable, con unos movimientos precisos. Perro Loco agarró su fusil y lo imitó. Uno a uno fueron levantándose; uno a uno empezaron a formar escuadras. Abrir fuego. Ponerse a cubierto. Avanzar. Excepto que no podían avanzar. No había ningún sitio adonde ir. Un marine fue abatido, luego otro. Seguidos de un tercero y de un cuarto.
Cuando llegaron los refuerzos, ya casi era demasiado tarde. Perro Loco había sido alcanzado en la arteria femoral; a pesar de que le aplicaron un torniquete, murió desangrado en tan solo unos minutos. Kevin recibió un disparo en la cabeza y murió en el acto. Diez más resultaron heridos. Solo unos pocos salieron ilesos, sin ningún rasguño: Thibault y Victor se hallaban entre ellos.
En la sala de billares, uno de los jóvenes con los que había estado departiendo le recordaba a Perro Loco. Podrían haber sido hermanos: la misma estatura, el mismo peso, el mismo pelo, la misma forma de hablar. Por un instante se preguntó si realmente eran hermanos, antes de decirse a sí mismo que eso era simplemente imposible.
Sabía el riesgo que corría con su plan. En los pueblos pequeños siempre miraban a los forasteros con recelo, y hacia el final de la noche, se había fijado en que aquel hombre esmirriado con la cara como un mapa de granos realizaba una llamada desde la cabina de teléfono del local, situada cerca del lavabo, sin apartar la vista de Thibault. Antes de llamar ya se había mostrado esquivo, y supuso que había llamado o bien a la mujer de la foto, o bien a alguien cercano a ella. Aquellas sospechas se vieron confirmadas cuando Thibault abandonó el local. Como ya esperaba, el tipo lo siguió hasta la puerta para ver hacia dónde se iba, por lo que enfiló hacia la dirección opuesta antes de rectificar el rumbo.
Unas horas antes, al llegar a aquel tugurio, había pasado por delante de la barra del bar y se había dirigido directamente hacia las mesas de billar situadas al fondo del local. Rápidamente identificó a los chicos en el grupo de edad apropiado; la mayoría tenían pinta de estar solteros. Preguntó si podía unirse al juego y tuvo que soportar las ya esperadas caras de pocos amigos. Se comportó, pagó varias rondas de cerveza mientras se dejaba ganar varias partidas y, como era de esperar, los chicos empezaron a relajarse. En un tono desenfadado, preguntó por la vida social en el pueblo. Perdió las jugadas necesarias. Los felicitó cuando lo machacaron con alguna jugada destacada.
Al cabo de un rato, empezaron a interesarse por él y a hacerle preguntas. De dónde era. Qué hacía en Hampton. Él quería hacerse de rogar: murmuró algo acerca de una chica y cambió de tema. Quería alimentar la curiosidad del grupito. Invitó a más cervezas, y cuando le volvieron a preguntar, vaciló antes de contarles la historia: unos años antes había ido a la feria con un amigo y había conocido a una chica. Habían hecho buenas migas. Continuó hablando de lo fantástica que era y comentó que ella le había dicho que la llamara si volvía a pasar por el pueblo. Y eso era precisamente lo que quería hacer, pero no recordaba el nombre de la chica.
—¿No te acuerdas de su nombre? —le preguntaron al unísono.
—No —contestó él—. Soy terrible con los nombres. De pequeño recibí un golpe en la cabeza con un bate de béisbol, y por eso tengo tan mala memoria. —Se encogió de hombros, sabiendo que le reirían la gracia, y así fue—. Pero tengo una foto añadió, como quien no quiere la cosa.
—¿La tienes aquí? —se interesó uno.
—Sí, creo que sí.
Rebuscó en los bolsillos y sacó la foto. Los hombres se apiñaron alrededor de él. Un momento más tarde, uno de ellos empezó a sacudir la cabeza.
—Olvídate de ella —le aconsejó—. No está disponible.
—¿Está casada?
—No, digamos que no sale con nadie. A su ex no le gustaría, y créeme, es mejor que no le busques las cosquillas.
Thibault tragó saliva.
—¿Cómo se llama?
—Beth Green —contestaron a la vez—. Es una de las maestras de la escuela del pueblo, y vive con su abuela en una casa junto a la residencia canina Sunshine Kennels.
«Beth Green. O, para ser más exactos, Elizabeth Green», pensó Thibault.
E.
Fue entonces, mientras los chicos hablaban, cuando Thibault se percató de que uno de los tipos a los que había enseñado la foto se había alejado con sigilo.
—Entonces supongo que será mejor que me olvide de ella —concluyó Thibault, al tiempo que se guardaba la foto.
Se quedó otra media hora para no levantar sospechas. Charló con todos animadamente. Vio que el desconocido con la cara como un mapa de granos realizaba la llamada telefónica y detectó la decepción en su rostro, como un arrapiezo al que acabaran de regañar por chismorrear. Bien. Sin embargo, tenía el presentimiento de que había visto antes a aquel tipo. Invitó a más rondas de cerveza y perdió más partidas, mirando de vez en cuando de soslayo hacia la puerta para ver si entraba alguien. Nadie entró. Al cabo de un rato, alzó las manos y anunció que se había quedado sin blanca. Había llegado la hora de retirarse. La pesquisa le había costado un poco más de cien dólares. Todos se despidieron de él asegurándole que siempre sería bienvenido.
Apenas los oyó. Lo único que podía pensar era que ahora disponía de un nombre para aquel rostro: el siguiente paso era conocerla.
Domingo.
Después de misa, se suponía que el domingo era un día de descanso, para cargar pilas e iniciar la semana siguiente con ganas. En teoría el domingo era un día para estar en familia, cocinando relajadamente y luego para salir a dar un buen paseo. Incluso para acurrucarse en el sofá, con un buen libro en el regazo mientras saboreaba una copa de vino o se sumergía en un cálido baño de espuma.
Lo que Beth no quería hacer era pasarse el día recogiendo excrementos de perro del patio donde impartían los cursos de educación canina, ni limpiar los caniles, ni adiestrar a doce perros seguidos, ni sentarse en un despacho donde hacía un calor insoportable a esperar a que los dueños pasaran a recoger a sus mascotas que estaban como reyes, con una temperatura perfecta, en unos caniles que disponían incluso de aire acondicionado. Lo cual era exactamente lo que había estado haciendo desde que había regresado de misa hacía un rato aquella mañana.
Ya habían pasado a recoger a dos perros, pero todavía tenían que pasar a por cuatro más durante el día. Nana había sido lo bastante considerada como para dejarle la ficha de cada una de las mascotas sobre la mesa antes de retirarse a ver el partido en el comedor. Los Atlanta Braves jugaban contra los Mets de Nueva York, y Nana no solo sentía una pasión tan descomedida por los Braves que a Beth le parecía ridícula, sino que además adoraba cualquier objeto u acontecimiento asociado con aquel equipo de béisbol. Eso explicaba el elevado número de tazas de café que había apiladas en la encimera de la cocina, las banderolas colgadas por las paredes, el calendario de mesa y la lámpara al lado de la ventana. Todo ello con el logotipo de los Atlanta Braves.
Incluso con la puerta abierta, el ambiente del despacho era sofocante. Hacía uno de esos días calurosos y húmedos de verano idóneos para ir a nadar al río, pero inapropiados para cualquier otra actividad. Tenía la camisa empapada de sudor, y puesto que llevaba pantalones cortos, las piernas se le pegaban en la silla de vinilo. Cada vez que movía las piernas, escuchaba un insufrible chirrido, como si estuviera despegando una tira adhesiva de una caja de cartón, un chirrido abominablemente desagradable.
Nana consideraba imperativo que los perros no pasaran calor, pero jamás se había preocupado por alargar los conductos de refrigeración hasta el despacho.
«Si tienes calor, abre la puerta de los caniles», solía contestarle, ignorando el hecho de que, a pesar de que a Beth no le importaba el ruido de los ladridos, a la mayoría de la gente sí que le molestaba. Y precisamente ese día había una pareja de terriers Jack Russell con mucho temperamento que no habían dejado de ladrar desde que Beth había llegado. Ella suponía que se habían pasado prácticamente toda la noche ladrando, ya que la mayoría de los otros perros se mostraban irascibles. Cada minuto que pasaba, nuevos perros se unían al coro enojado, y los ladridos iban subiendo de tono e intensidad, como si el deseo de cada uno de esos perros fuera ladrar más alto que el anterior para anunciar su descontento. Y eso significaba que no había ninguna posibilidad sobre la faz de la Tierra de que Beth decidiera abrir la puerta de los caniles para que entrara un poco de aire fresco en el despacho.