Read Cuando te encuentre Online
Authors: Nicholas Sparks
—Por eso doy clases en primaria, y encima a los más pequeños.
—Una elección muy acertada. —Melody se quedó callada unos instantes—. ¿Has oído lo de Elliot Spencer?
—La verdad es que últimamente no me he enterado de nada. Me he pasado el verano como una ermitaña, ¿recuerdas?
—Lo pillaron vendiendo drogas.
—¡Pero si solo es un par de años mayor que Ben!
—Y todavía está en secundaria.
—Ahora estás consiguiendo que sea yo la que me ponga nerviosa.
Melody esbozó una mueca de fastidio.
—¿Nerviosa por Ben? Si mi hijo se pareciera más a Ben, no tendría ninguna razón para estar nerviosa. Es un niño muy centrado e independiente. Tan bueno, tan educado, siempre dispuesto a ayudar a los más pequeños. No como Zach.
—Zach es un gran chico, también.
—Lo sé. Pero siempre ha sido más conflictivo que Ben. Y siempre anda detrás de los otros niños como un perrito faldero.
—Pero ¿no los ves, ahí fuera, jugando en el jardín? Desde mi perspectiva, aquí sentada, me parece que es Ben el que sigue a los demás.
—Ya sabes a qué me refiero.
Y en realidad lo sabía. Incluso desde muy pequeño, Ben se mostraba satisfecho jugando solo. Y Beth tenía que admitir que eso era bueno, ya que no había sido un niño conflictivo. Aunque no contaba con muchos amigos, tenía un montón de aficiones en las que se enfrascaba solo. Buenas aficiones, además. No estaba demasiado interesado ni en los videojuegos ni en navegar por Internet, y aunque pocas veces veía la tele, cuando lo haría, normalmente él mismo la apagaba al cabo de media hora más o menos. Lo que realmente le gustaba era jugar al ajedrez (un juego que parecía comprender desde una base intuitiva) en el tablero electrónico que le había traído Papá Noel. Le encantaba leer y escribir. Disfrutaba con los perros en la residencia canina, pero la mayoría de ellos se mostraban un poco irascibles a causa de las largas horas que pasaban allí encerrados y no solían prestarle atención. Ben pasaba muchas tardes lanzándoles pelotas de tenis, y eran muy pocas las que recuperaba.
—Todo saldrá bien.
—Eso espero. —Melody dejó su bebida en la mesita—. Supongo que debería ir a buscar el pastel, ¿no? Zach tiene entreno a las cinco.
—Hará mucho calor.
Melody se puso de pie.
—Estoy segura de que querrá llevarse la Super Soaker, probablemente para empapar al entrenador.
—¿Quieres que te ayude?
—No, gracias. Quédate aquí sentada y relájate. Enseguida vuelvo.
Beth observó a Melody mientras esta se alejaba, y por primera vez fue consciente de su extrema delgadez. Entre cuatro y seis kilos menos desde la última vez que la había visto. Se dijo que debía de ser por el estrés. El desliz amoroso de David la había hundido, pero ella tenía la firme determinación de salvar su matrimonio, algo que a Beth, cuando se vio en ese trance, no le pasó. Aunque, claro, sus matrimonios eran completamente diferentes. David había cometido un grave error y le había hecho daño a Melody, pero, en general, siempre habían sido una pareja feliz. El matrimonio de Beth, en cambio, había sido un fracaso desde el principio, tal y como Nana había presagiado. Aquella mujer tenía la habilidad de clasificar a la gente al instante, y siempre se encogía de hombros instintivamente cuando estaba delante de alguien que no le caía bien. Cuando Beth anunció que estaba embarazada y que en lugar de ir a la universidad ella y su ex habían planeado casarse, Nana empezó a encogerse de hombros con tanta frecuencia como si hubiera cogido un tic nervioso. Beth, por supuesto, no hacía caso de aquellos gestos tan gráficos, pensando: «No le ha dado ninguna oportunidad. No lo conoce. Lo nuestro puede funcionar». ¡Cuán equivocada estaba! Nana siempre se mostraba educada, siempre cordial cuando él estaba cerca, pero no dejó de encogerse de hombros hasta que Beth no volvió a instalarse en su casa diez años atrás. El matrimonio duró menos de nueve meses; Ben solo tenía cinco semanas de vida. Nana había tenido razón respecto a él desde el principio.
Melody desapareció dentro de la casa; al cabo de unos instantes volvió a aparecer, con David tras ella. Él llevaba platos y tenedores de plástico, y lucía un semblante preocupado. Beth se fijó en los mechones grises cerca de las orejas y en las arrugas tan marcadas que le surcaban la frente. La última vez que lo había visto, las arrugas no eran tan visibles, por lo que supuso que esa era otra señal del estrés al que se veía sometido.
A veces Beth se preguntaba cómo sería su vida si estuviera casada. No con su ex, por supuesto. La mera idea le provocaba escalofríos. No, gracias. Ya tenía bastante con tener que tratar con él durante fines de semana alternos. Pero con otro hombre. Un hombre… mejor. La idea no le desagradaba, por lo menos así, sin reflexionar excesivamente sobre el tema. Después de diez años estaba muy acostumbrada a su rutina habitual y, a pesar de que consideraba que sería fantástico tener a alguien con quien compartir las tardes después del trabajo o que le frotara la espalda de vez en cuando, también tenía que admitir que había algo especial en la posibilidad de pasarse todo el día en pijama cuando le apetecía. Algo que a veces hacía. Y Ben también. Los denominaban «días perezosos», y eran los mejores del año. A veces se pasaban todas las horas haciendo el remolón; simplemente pedían una pizza a domicilio y disfrutaban de una película. Sin lugar a dudas, el paraíso terrenal.
Además, si las relaciones ya eran difíciles de por sí, una relación matrimonial todavía era más dura. Melody y David no eran los únicos que atravesaban malas etapas; por lo visto, eso les sucedía a todas las parejas. Parecía implícito en la relación. ¿Qué solía decir Nana? «Si metes a dos personas con dos diferentes series de expectativas bajo el mismo techo, no esperes poder disfrutar cada año de un feliz día de Pascua».
Exacto. A pesar de que no estaba completamente segura de adonde quería llegar Nana con sus metáforas.
Beth echó un vistazo a su reloj de pulsera. Sabía que tan pronto como acabara la fiesta, tendría que ir a ver cómo se encontraba Nana. Estaba segurísima de que la encontraría en la residencia canina, o bien detrás del mostrador, o bien examinando perros. Nana era más terca que una muía. ¿Acaso importaba que apenas se sostuviera en pie por culpa de su pierna izquierda atrofiada?: «Mi pierna no está en perfecto estado, pero tampoco está hecha de cera de abeja». ¿O que pudiera caerse y hacerse daño?: «No soy una tacita de porcelana». ¿O que el brazo izquierdo le hubiera quedado prácticamente inútil?: «Mientras pueda comer sopa, no lo necesito».
Nana era muy especial, su querida Nana. Y siempre había sido igual.
—¡Mamá!
Ensimismada en sus pensamientos, no había visto que Ben se acercaba. Su carita llena de pecas brillaba por el sudor. Estaba empapado de agua, y llevaba unas manchas de hierba en la camisa que seguramente no desaparecerían ni con el mejor detergente.
—¿Qué quieres, cielo?
—¿Puedo quedarme a dormir en casa de Zach esta noche?
—Me parece que tiene entreno de fútbol.
—Después del entreno. Hay un montón de amigos que se quedan, y su madre le ha regalado el Guitar Hero para su cumpleaños.
Beth sabía el verdadero motivo por el que quería quedarse a dormir.
—Esta noche no podrá ser, cielo. Tu padre pasará a recogerte a las cinco.
—¿Por qué no lo llamas y le preguntas si puedo quedarme?
—No me cuesta nada intentarlo. Pero ya sabes…
Ben asintió, tal y como solía hacer en tales circunstancias.
—Sí, lo sé.
Beth notó una punzada de dolor en el pecho.
El sol resplandecía a través del parabrisas a una temperatura tan elevada que seguramente podrían haber frito un huevo en el cristal, y ella se preguntó cómo era posible que aún no hubiera llevado el coche al mecánico para que le repararan el aire acondicionado. Con la ventana completamente bajada, su cabello alborotado le cosquilleaba las mejillas. Se recordó a sí misma que necesitaba un buen corte de pelo. Se imaginó diciéndole a la peluquera: «¡Déjamelo bien corto, Terri; así tendré pinta de chico!». Pero sabía que acabaría pidiendo el mismo corte de siempre cuando llegara el momento. En determinadas cosas, era realmente cobarde.
—Parecía que os lo estabais pasando la mar de bien, ¿eh?
—Sí.
—¿Y ya está? ¿No quieres añadir nada más?
—Estoy cansado, mamá.
Ella señaló hacia una famosa heladería a lo lejos.
—¿Te apetece un helado?
—No me conviene.
—¿Quién es la madre aquí? Se supone que eso debería decirlo yo. Solo pensaba que con este calor tan insoportable igual te apetecía un helado.
—No tengo hambre. Acabo de comerme un trozo de pastel.
—Muy bien. Como quieras. Pero luego no me eches la culpa si al llegar a casa te arrepientes de no haber aceptado mi invitación.
—No me arrepentiré —dijo, girándose hacia la ventana.
—Oye, ¿estás bien?
Cuando él volvió a hablar, su voz era prácticamente inaudible por encima del viento.
—¿Por qué tengo que ir a casa de papá? Allí me aburro. Siempre me envía a dormir a las nueve, como si todavía fuera un crío de seis años. A esa hora no estoy cansado. Y mañana tendré que pasarme todo el día lavando el coche y haciendo cosas por el estilo.
—Creía que te iba a llevar a comer a casa del abuelo después de misa.
—Ya, pero de todos modos no quiero ir.
«Yo tampoco quiero que vayas», pensó Beth. Pero ¿qué podía hacer?
—¿Por qué no te llevas un libro? —sugirió ella—. Puedes leer en tu cuarto esta noche, y si mañana te aburres, también puedes leer un rato.
—Siempre me dices lo mismo.
«Porque no sé qué más puedo decirte», pensó Beth.
—¿Quieres que vayamos a la librería?
—No —respondió el crío, aunque ella sabía que no lo decía muy convencido.
—Bueno, de todos modos acompáñame. Yo sí que quiero comprarme un libro.
—De acuerdo.
—No me gusta verte triste.
—Lo sé.
La visita a la librería no consiguió levantarle el ánimo a Ben. A pesar de que acabó por elegir un par de novelas de aventuras y misterio de la serie Hardy Boys, su madre se dio cuenta de que seguía alicaído mientras hacían cola frente al mostrador para pagar. De camino a casa, abrió uno de los libros y fingió que leía. Beth estaba prácticamente segura de que lo hacía para que ella no lo importunara con una batería de preguntas o intentara, con una alegría forzada, que él se sintiera mejor respecto al fin de semana que le tocaba pasar con su padre. Con tan solo diez años, Ben se había convertido en un experto a la hora de predecir el comportamiento de su madre.
Ella detestaba que a Ben no le gustara ir a casa de su padre. Lo observó mientras entraba en casa, con la certeza de que enfilaría directamente hacia su habitación para preparar la maleta. En vez de seguirlo, Beth se sentó en los peldaños del porche y deseó por enésima vez disponer de una mecedora. Todavía hacía calor, y por los aullidos que llegaban de la residencia canina situada al otro lado del jardín, era evidente que los perros también estaban sufriendo a causa de las elevadas temperaturas. Aguzó el oído para ver si oía a Nana. Pensó que si hubiera estado en la cocina cuando Ben había entrado, seguramente la habría oído. Nana era una cacofonía andante. No por culpa de la embolia, sino porque esa era una característica que formaba parte de su personalidad. A sus setenta y seis años se comportaba como una adolescente, se reía escandalosamente, golpeaba ruidosamente las cacerolas con el cucharón mientras cocinaba como si tocara la batería, adoraba el béisbol y ponía la radio tan alta como para reventar los tímpanos a cualquiera cuando en la Radio Pública Nacional emitían algún programa de jazz. «Esa clase de música no nace como los plátanos, ¿lo sabías?», solía decir. Hasta que sufrió el ataque de apoplejía, prácticamente cada día iba con botas de caucho, un guardapolvos y un sombrero de paja descomunal, trotando arriba y abajo por el jardín mientras enseñaba a los perros a dar la patita o a venir o a quedarse quietos.
Muchos años atrás, Nana se había dedicado junto con su esposo a impartir diversos cursos de educación canina. Entre los dos criaban y entrenaban a perros de caza, perros lazarillos, perros de la policía con un excelente olfato para la droga y perros para la vigilancia y seguridad de casas particulares. Ahora que el abuelo ya no estaba, Nana solo hacía esos cursos especiales en contadas ocasiones. Y no porque no supiera hacerlo —siempre se había encargado prácticamente de todo el adiestramiento—, pero entrenar a un perro para que vigilara una casa particular requería catorce meses, y dado que Nana podía enamorarse de una ardilla en menos de tres segundos, siempre se le partía el corazón cuando le tocaba entregar el perro a su dueño una vez completada la formación. Sin el abuelo cerca para decirle: «Ya nos hemos comprometido, no podemos quedárnoslo», Nana había encontrado más viable descartar esa clase de cursos tan largos.
En la actualidad, únicamente se encargaba de adiestrar a perros para que acataran órdenes sencillas. Los clientes solo dejaban a sus mascotas un par de semanas. «Un campamento militar perruno», lo llamaba ella. Nana les enseñaba a sentarse, a tumbarse, a quedarse quietos, a venir y a dar la patita. Se trataba de unas órdenes sencillas que no comportaban ningún tipo de complicación y que prácticamente todos los perros podían aprender rápidamente. Cada dos semanas entraban entre quince y veinticinco nuevos animales para realizar el ciclo, y cada uno necesitaba más o menos veinte minutos de adiestramiento al día. Si se les dedicaba más tiempo, los perros perdían interés. La cosa no iba mal cuando había quince perros, pero encargarse del mantenimiento de veinticinco suponía enfrentarse a unas jornadas inacabables, teniendo en cuenta que además había que sacarlos a pasear a todos. Y eso sin contar con el deber de alimentarlos, el mantenimiento de la residencia canina, las llamadas telefónicas, el trato con los clientes y el papeleo. Beth había dedicado al negocio entre doce o trece horas diarias durante todo el verano.
Siempre había trabajo. No era difícil adiestrar a un perro: Beth había estado ayudando a Nana de forma intermitente desde que tenía doce años. Había docenas de libros que versaban sobre el tema. Además, la clínica veterinaria ofrecía clases para perros y sus dueños cada sábado por la mañana por un módico precio. Beth sabía que la mayoría de las personas podían dedicar veinte minutos al día durante un par de semanas para adiestrar a su perro. Pero no lo hacían. En lugar de eso, llegaban clientes desde lugares tan lejanos como Florida y Tennessee para dejar a sus perros allí con el objetivo de que alguien se encargara de adiestrarlos. Era cierto que Nana gozaba de una excelente reputación, pero realmente ella solo les enseñaba a sentarse y a venir, a dar la patita y a quedarse quietos. No se trataba de última tecnología ni nada por el estilo. Sin embargo, la gente siempre se mostraba extremamente agradecida. Y siempre, siempre sorprendida.