Cuando te encuentre (2 page)

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Authors: Nicholas Sparks

Durante eternos instantes, continuaron mirándose fijamente el uno al otro. Clayton había aprendido hacía mucho tiempo que su uniforme intimidaba a la mayoría de la gente. Todos, incluso los inocentes, se ponían nerviosos ante la ley, y suponía que ese tipo no iba a ser una excepción. Esa era una de las razones por las que le gustaba ser oficial de policía.

—¿Tiene una correa para el perro? —inquirió, con un tono más imperativo que interrogativo.

—En la mochila —respondió el desconocido, impasible.

—Pues póngasela.

—No se preocupe. Él no se moverá a menos que yo se lo ordene.

—De todos modos, póngasela.

El desconocido depositó la mochila en el suelo y rebuscó en su interior. Clayton alargó el cuello para echar un vistazo con la esperanza de encontrar drogas o un arma. Un momento más tarde, la correa estaba atada al collar del perro y el desconocido lo miraba con una expresión que parecía decir: «¿Y ahora qué?».

—¿Qué hace por aquí? —lo interrogó Clayton.

—Estoy de excursión.

—Pues menuda mochila lleva, para tratarse solo de una excursión.

El desconocido no dijo nada.

—¿Seguro que no estaba fisgoneando por aquí, intentando divisar alguna «buena» panorámica?

—¿Eso es lo que suele hacer la gente por aquí?

A Clayton no le gustó su tono ni lo que implicaban sus palabras.

—Muéstreme su documento de identificación.

El desconocido se inclinó nuevamente hacia la mochila y sacó su pasaporte. Hizo una señal al perro con la palma abierta, para que este no se moviera, entonces dio un paso hacia Clayton y le tendió el documento.

—¿No tiene carné de conducir?

—No.

Clayton estudió el nombre, moviendo los labios levemente.

—¿Logan Thibault?

El desconocido asintió.

—¿De dónde es?

—De Colorado.

—Eso queda muy lejos de aquí.

El desconocido no dijo nada.

—¿Va a algún lugar en particular?

—Me dirijo a Arden.

—¿Qué hay en Arden?

—No lo sé. Nunca he estado allí.

Clayton frunció el ceño ante la respuesta. Demasiado evasiva. Demasiado… ¿provocadora? Sin lugar a dudas, demasiado… algo. En aquel momento tuvo la certeza de que aquel tipo no le gustaba nada.

—Espere aquí —le ordenó—. Iré a comprobar sus datos.

—Adelante.

Mientras Clayton regresaba a su coche, miró al individuo por encima del hombro y vio que Thibault sacaba un pequeño cuenco de la mochila y que en él vaciaba una botella de agua tranquilamente. Como si no le importara nada en el mundo.

«Descubriremos qué se trae ese tipo entre manos. ¡Vaya si no!»

En el todoterreno, Clayton radió el nombre del sospechoso y lo deletreó antes de que lo interrumpiera una voz al otro lado del aparato.

—Sí, Thibault, y se pronuncia Ti-bó, y no
Tai-bolt
. Es un nombre francés.

—¿Y a mí qué me importa cómo se pronuncia?

—Solo decía que…

—¡Corta el rollo, Marge! Solo quiero que verifiques si el sospechoso tiene algún cargo pendiente.

—¿Parece francés?

—¿Y cómo diantre quieres que sepa qué aspecto tienen los franceses?

—¡Bueno, hombre, no te pongas así! Solo era por curiosidad. Encima que te hago el favor, con todo el trabajo que tengo…

«¿Trabajo? ¡Ja! Seguro que te estás atiborrando de donuts, como siempre», pensó Clayton, con desprecio. Marge se zampaba como mínimo una docena de donuts al día. Esa vaca gorda debía de pesar como mínimo ciento cuarenta kilos.

A través de la ventana, Clayton podía ver que el desconocido acariciaba al perro y le susurraba algo mientras el animal lamía el agua del cuenco. Clayton sacudió la cabeza. Hablando con animales. Menudo chalado. Como si el perro pudiera comprender algo más que las órdenes más básicas. Su exmujer también solía hacer lo mismo. Trataba a los perros como si fueran personas, lo cual debería haberlo prevenido para, de entrada, no haberse acercado a ella.

—Está limpio —dijo Marge. Hablaba como si mascara algo—. No tiene ningún cargo pendiente.

—¿Estás segura?

—Sí, segura. Sé hacer mi trabajo.

Como si hubiera estado escuchando la conversación, el desconocido retiró el cuenco y lo guardó de nuevo en la mochila, entonces se la colgó en el hombro.

—¿No ha habido ninguna llamada inusual? ¿Ninguna denuncia de robo o algo parecido?

—No. Ha sido una mañana muy tranquila. Y por cierto, ¿dónde estás? Tu padre lleva rato buscándote.

El padre de Clayton era el
sheriff
del condado.

—Dile que aún tardaré un poco.

—Pues parece muy enfadado.

—Mira, dile que estoy patrullando, ¿vale?

«Así sabrá que estoy trabajando», pensó, aunque no se preocupó en añadirlo.

—De acuerdo.

Eso sonaba mucho mejor.

—Tengo que irme.

Colgó la radio nuevamente en su sitio y se quedó sentado sin moverse, sintiéndose levemente decepcionado. Habría sido divertido ver cómo reaccionaba el sospechoso al ser esposado y detenido, con esas greñas y esa pinta tan rara. Los hermanos Landry habrían disfrutado de lo lindo. Los sábados por la noche solían acabar entre rejas. ¡Menudo par de borrachos más violentos! Siempre armando jaleo, peleándose, normalmente entre ellos. Excepto cuando estaban entre rejas. Entonces se ensañaban con cualquier otro detenido.

Clayton jugueteó unos instantes con el tirador de la puerta del coche. ¿Qué mosca le había picado esta vez a su padre? El viejo lo sacaba de quicio: «Haz esto, haz lo otro. ¿Todavía no has entregado esos documentos? ¿Por qué llegas tarde? ¿Dónde has estado?». La mitad de las veces le habría gustado enviarlo a paseo y decirle que no se metiera en sus asuntos. El viejo todavía pensaba que llevaba las riendas en el condado.

¡Bah! Seguro que tarde o temprano acabaría por descubrir que realmente quien mandaba allí era su hijo. Pero de momento tocaba desembarazarse de ese
hippie
piojoso, antes de que aparecieran las chicas. Se suponía que era una zona forestal protegida, ¿no? No deseaba que una panda de
hippies
echaran a perder la magia del lugar.

Se apeó del coche y cerró la puerta. El perro ladeó la cabeza mientras Clayton se aproximaba. Sin vacilar, le devolvió el pasaporte al sospechoso.

—Siento las molestias, señor Thibault. —Esta vez lo pronunció incorrectamente a propósito—. Me limito a cumplir con mi deber. No llevará drogas ni armas en la mochila, ¿no?

—No.

—¿Le importa si echo un vistazo?

—Adelante. Ya sé, la Cuarta Enmienda y todo eso.

—Veo que lleva un saco de dormir. ¿Ha estado acampando al aire libre?

—Anoche dormí en el condado de Burke.

Clayton estudió al sujeto mientras consideraba su respuesta.

—Por aquí no se puede acampar en campo abierto. Está prohibido.

El individuo no dijo nada.

Fue Clayton quien apartó la vista.

—Y será mejor que mantenga al perro atado.

—No sabía que en este condado hubiera una ley que obligara a llevar atados a los perros.

—No, efectivamente no existe ninguna ley al respecto. Lo digo por la seguridad del perro. Por la carretera principal circulan muchos vehículos a gran velocidad.

—Lo tendré en cuenta.

—Muy bien. —Clayton se dio la vuelta, pero entonces se detuvo un instante—. Una última pregunta, ¿cuánto rato lleva caminando por aquí?

—Acabo de llegar. ¿Por qué?

Hubo algo en su forma de contestar que hizo que Clayton no lo creyera, y vaciló antes de recordarse a sí mismo que era imposible que aquel tipo supiera lo que se traía entre manos.

—Por nada.

—¿Me puedo marchar ya?

—Sí, por supuesto.

Clayton observó al desconocido y su perro que iniciaron de nuevo el ascenso por la carretera forestal antes de virar por un pequeño sendero que se adentraba en el bosque. Cuando los hubo perdido de vista, Clayton regresó a su aventajado punto inicial en busca de la cámara. De una patada apartó la ramita de pino que había dejado como señal, metió el brazo entre los matorrales y se retiró unos pasos un par de veces para asegurarse de que estaba en el lugar correcto. Al final se dejó caer de rodillas mientras el pánico se iba apoderando de él. La cámara pertenecía al departamento. Solo la tomaba prestada para aquellas salidas especiales, y su padre lo sometería a un duro interrogatorio si descubría que la había perdido. Peor aún si finalmente alguien la recuperaba y descubrían que la tarjeta estaba llena de fotos de chicas desnudas. Su padre era un implacable defensor del decoro.

Por entonces ya habían pasado varios minutos. A lo lejos oyó el rugido seco del motor de un coche que se ponía en marcha. Pensó que debían de ser las universitarias, que se marchaban. Clayton apenas dedicó unos instantes a considerar lo que ellas habrían pensado al ver que el todoterreno de la policía seguía allí aparcado. Tenía otros quebraderos de cabeza.

La cámara había desaparecido.

No la había perdido. Había desaparecido. Y el maldito trasto no se había marchado andando por su propio pie. Era imposible que las chicas la hubieran encontrado, lo cual significaba que
Tai-bolt
le había tomado el pelo. Sí,
Tai-bolt
se había quedado con él. Increíble. Tenía la sospecha de que ese tipo ocultaba algo, como en la película Sé lo que hicisteis el último verano.

Pues no se iba a salir con la suya. Ningún
hippie
cochambroso, tan chalado como para hablar con un perro, iba a desenmascarar a Keith Clayton. Ni de broma.

Se abrió paso hasta la carretera apartando las ramas con brusquedad, imaginando que detenía a Logan
Tai-bolt
y lo sometía a un rápido registro. Y eso solo iba a ser el aperitivo. No pensaba darle ni un segundo de tregua, ni hablar. ¿Ese tipo quería jugar con él? Pues no iba a salir indemne. Y mucho menos en aquella localidad. Y el perro le importaba un comino. ¿Ese bicho se mostraba agresivo? Pum y… adiós, perrito. Así de simple. Los pastores alemanes podían ser muy peligrosos si se ponían agresivos, y uno podía dispararles alegando defensa propia. No habría ningún juzgado sobre la faz de la Tierra que no le diera la razón.

Pero lo primero era lo primero. Tenía que encontrar a Thibault y recuperar la dichosa cámara de fotos. Después ya decidiría cuál iba a ser el siguiente paso.

Solo entonces, mientras se acercaba a su todoterreno, se dio cuenta de que tenía las dos ruedas traseras pinchadas.

—¿Cómo has dicho que te llamas?

Thibault se inclinó sobre el asiento delantero del todoterreno unos minutos más tarde, y su voz se distinguió claramente a pesar del rugido del motor.

—Logan Thibault. Y este es
Zeus
. —Señaló con el dedo pulgar por encima del hombro.

El animal estaba tumbado en la parte trasera del todoterreno, con la lengua fuera y el hocico levantado hacia el viento mientras el vehículo avanzaba en dirección a la autopista.

—Es un perro muy bonito. Yo soy Amy. Y estas son Jennifer y Lori.

Thibault echó un vistazo por encima del hombro.

—Hola.

—¿Qué tal?

Ambas parecían tensas, pero Thibault no se sorprendió, teniendo en cuenta el mal trago que acababan de pasar.

—Gracias por haber parado.

—No hay de qué. ¿Dices que vas a Hampton?

—Si no queda muy lejos…

—Nos viene de paso.

Al poco de abandonar la carretera forestal y de ocuparse de un par de asuntos, Thibault había vuelto a salir a la carretera justo en el momento en que pasaban las chicas. Levantó el pulgar, agradecido de que
Zeus
estuviera con él, y el todoterreno paró casi de inmediato.

A veces las cosas salían como se suponía que tenían que salir.

A pesar de que fingió que era la primera vez que las veía, la verdad era que ya las había visto antes aquella mañana —él había acampado en uno de los altozanos que flanqueaban la playa—, pero les había otorgado la intimidad que merecían tan pronto como empezaron a desnudarse. Para él, la actuación de las tres chicas no entraba en la categoría de «hacer daño ni fastidiar a nadie»; aparte de él, estaban completamente solas allí, y Thibault no albergaba ninguna intención de espiarlas. ¿A quién le importaba si se quitaban la ropa? ¡Cómo si hubieran decidido bañarse con un disfraz! No era asunto suyo. Su intención era mantenerse al margen, hasta que vio al oficial de policía subiendo por la carretera forestal en un coche del departamento del
sheriff
del condado de Hampton.

Podía ver perfectamente al oficial a través del parabrisas, y distinguió algo siniestro en la expresión del individuo. No acertaba a adivinar de qué se trataba exactamente y no se detuvo a analizarlo. Dio media vuelta, bajó por un atajo hasta el bosque y llegó a tiempo para ver cómo el oficial revisaba la tarjeta de memoria en la cámara de fotos antes de cerrar la puerta de su todoterreno procurando no hacer ruido. Lo observó deslizarse sigilosamente hacia el borde del altozano. Thibault era plenamente consciente de que aquel oficial podía estar de servicio, pero mostraba el mismo entusiasmo que
Zeus
ante un suculento trozo de ternera. Demasiado excitado con la situación.

Thibault ordenó a
Zeus
que no se moviera, mantuvo la debida distancia para que el oficial no lo oyese, y a partir de ese momento el resto del plan se desarrolló espontáneamente. No podía enfrentarse a él abiertamente: el oficial habría alegado que estaba reuniendo pruebas, y el valor de su palabra frente a la de un forastero habría sido irrebatible. Una pelea también quedaba completamente descartada, básicamente porque ello únicamente conllevaría más problemas de los que valía la pena, aunque la verdad era que le habría encantado medir sus fuerzas con aquel indeseable. Afortunadamente —o desafortunadamente, según cómo se mirara— había aparecido la chica y al oficial le había entrado el pánico. Thibault había visto dónde había ido a parar la cámara. Cuando el oficial y la chica se dirigieron hacia la playa para reunirse con las otras dos jóvenes, aprovechó para apoderarse de la cámara. Podría haberse marchado rápidamente, pero aquel tipejo necesitaba que alguien le diera una lección. No una gran lección, solo lo necesario para mantener intacto el honor de aquellas muchachas, permitirle a Thibault seguir su camino y fastidiarle el día al oficial. Por eso había regresado para reventar las dos ruedas traseras del coche del policía.

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