Read Cuando te encuentre Online
Authors: Nicholas Sparks
—Ah, por cierto, encontré vuestra cámara de fotos tirada en el bosque —comentó Thibault, haciendo como quien no quiere la cosa.
—No es mía. Lori, Jen, ¿habéis perdido vuestra cámara?
Sus dos amigas sacudieran negativamente la cabeza.
—De todos modos, quedáosla. Yo ya tengo una —contestó Thibault, dejándola sobre el asiento—. Y gracias por el viaje.
—¿Estás seguro? Probablemente es muy cara.
—Tranquila. Quédatela.
—Gracias.
Thibault vio el juego de sombras en sus facciones y pensó que era atractiva, sofisticada, con unos rasgos angulosos, la piel aceitunada y los ojos marrones moteados con puntitos castaños. Pensó que no le importaría quedarse contemplándola durante horas.
—Oye, ¿tienes algún plan para el fin de semana? —le preguntó Amy—. Nosotras pensamos ir a la playa.
—Gracias, pero no puedo.
—Supongo que vas a ver a tu novia, ¿no?
—¿Por qué lo dices?
—Por tu forma de comportarte. Thibault se obligó a desviar la vista.
—Bueno, sí, algo parecido.
¡Qué extraño los giros inesperados que podía dar la vida! Hacía un año, Thibault habría aceptado sin vacilar la invitación de pasar un fin de semana con Amy y sus amigas; segurísimo, sin pensarlo dos veces. Probablemente eso era exactamente lo que le convenía, pero cuando se despidieron de él justo en los confines de Hampton bajo el inclemente calor de aquella tarde de agosto, él se limitó a decirles adiós con la mano, y se sintió extrañamente aliviado. Mantener el porte de normalidad durante todo el trayecto había resultado agotador.
Desde que había abandonado Colorado cinco meses antes, no había pasado voluntariamente más que unas pocas horas con nadie. La única excepción la había hecho con un granjero que había conocido en Little Rock, que le había dejado dormir en una habitación en el piso superior de su rancho después de ofrecerle una cena en la que el anciano apenas había abierto la boca. Thibault apreciaba que aquel hombre no sintiera la necesidad de interrogarlo acerca del modo en que se había presentado en su propiedad. Ninguna pregunta, ninguna muestra de curiosidad, ninguna indirecta para invitarlo a hablar. Simplemente una tranquila aceptación de que a Thibault no le apetecía hablar. A modo de gratitud, pasó un par de días en el rancho, ayudando a reparar el tejado del granero antes de volver a emprender su camino, con la mochila cargada, y
Zeus
tras él.
Con la excepción de aquel corto viaje en coche con las chicas, había recorrido toda la distancia a pie. Después de dejar las llaves de su piso en el mostrador de recepción a mitad de marzo, había destrozado ocho pares de zapatos, había sobrevivido a base de agua y barritas energéticas durante los largos y solitarios trayectos entre ciudades, y una vez, en Tennessee, se había zampado cinco enormes pilas de panqueques después de pasarse casi tres días sin probar bocado. Con
Zeus
a su lado, Thibault había viajado con ventisca, granizo, lluvia y un calor tan insoportable que le había provocado un sarpullido en los brazos; había visto un tornado en el horizonte cerca de Tulsa, en Oklahoma, y en dos ocasiones había estado a punto de ser abatido por un rayo. Había dado numerosos rodeos, intentando mantenerse alejado de las carreteras principales, alargando el viaje más de la cuenta, a veces por capricho. Normalmente, caminaba hasta que estaba cansado, y hacia el final del día, empezaba a buscar un sitio donde acampar, un lugar donde nadie pudiera molestarlos, ni a él ni a
Zeus
. Por las mañanas, reanudaban el viaje antes del amanecer para no llamar la atención. Hasta ese momento, no habían tenido ningún problema con nadie.
Suponía que debía de estar recorriendo más de treinta kilómetros al día, a pesar de que no llevaba un recuento específico ni del tiempo ni de la distancia. Ese no era el objetivo del viaje. Seguro que algunos pensarían que pretendía huir de los recuerdos y los fantasmas del mundo que había dejado atrás, una idea en cierto modo romántica que no se ajustaba a la realidad; otros quizá preferirían creer que solo quería disfrutar del trayecto en sí. También se equivocarían. La verdad era que le gustaba caminar y que su viaje tenía un destino. Así de simple. Le gustaba ponerse en camino cuando le apetecía, al paso que quería, en la dirección que le viniera en gana. Después de cuatro años acatando órdenes en el Cuerpo de Marines, se sentía tremendamente atraído por la libertad de aquellos días.
Su madre estaba preocupada por él, pero, después de todo, eso es lo que siempre hacen las madres, ¿no? O al menos su madre. La llamaba varias veces por semana para que supiera que estaba bien, y normalmente, después de colgar, pensaba que no estaba siendo justo con ella. Se había pasado la mayor parte de los últimos cinco años muy lejos, y antes de cada una de las tres veces que lo habían destinado a Iraq había escuchado sus sermones por teléfono, recordándole que no cometiera ninguna estupidez. No lo había hecho, aunque había sufrido más de un incidente. A pesar de que jamás se los contaba, su madre leía la prensa.
—Y ahora me vienes con estas —se había lamentado la mujer la noche antes de su marcha—. No lo entiendo. Simplemente me parece una locura.
Quizá lo era. O quizá no. Thibault todavía no estaba seguro de eso.
—¿Qué opinas,
Zeus
?
El perro alzó la vista al oír su nombre y avanzó lentamente hasta situarse a su lado.
—Sí, lo sé. Tienes hambre. Vaya novedad.
Thibault se detuvo en el aparcamiento de un destartalado motel en los confines del pueblo. Sacó el cuenco y la última ración de comida para perros que le quedaba. Mientras
Zeus
empezaba a comer, él se dedicó a contemplar el paisaje que se extendía ante sus ojos.
Hampton no era el peor lugar que había visto, ni de lejos, aunque tampoco era el mejor. El pueblo estaba situado a orillas del South River, a casi sesenta kilómetros al noroeste de Wilmington y de la costa, y a primera vista no parecía diferente de las numerosas urbes que salpicaban el sur del país, orgullosas de su historia y de su tradición mayoritariamente obrera. Un par de semáforos que colgaban de unos cables rotos interrumpían el flujo de tráfico mientras este se aproximaba al puente que vadeaba el río, y a cada lado de la carretera principal se podían ver edificaciones de ladrillo de una sola planta, pegadas entre sí, que se prolongaban por más de dos kilómetros, con los nombres de los establecimientos realizados con plantillas de letras autoadhesivas y pegados en los escaparates, anunciando lugares donde comer y beber o ferreterías. En determinadas calles, el pavimento de las aceras estaba levantado a causa de las raíces abultadas de los magnolios centenarios que crecían dispersos sin orden ni concierto. A lo lejos, vio el tradicional poste de una barbería, junto con el esperado grupito de ancianos sentados en un banco al otro lado de la calle, justo enfrente. Thibault sonrió. Una escena pintoresca, como una fantasía de los años cincuenta.
Tras un examen más detenido, sin embargo, se dio cuenta de que las primeras impresiones eran engañosas. A pesar de su ubicación junto al río —«o quizás a causa de ello», conjeturó—, los tejados de los edificios estaban completamente ajados, los ladrillos de las fachadas se veían resquebrajados, y a medio metro por encima de la base descollaban unas manchas descoloridas, signos de unas graves inundaciones ya pasadas. Todos los establecimientos estaban abiertos, pero teniendo en cuenta la falta de coches aparcados en la puerta, Thibault se preguntó cuánto tiempo aguantarían antes de verse obligados a echar el cierre. Los negocios en pleno centro de las pequeñas poblaciones se veían abocados a la extinción como los dinosaurios, y si esa población era como la mayoría por las que había pasado, lo más probable es que hubiera otra zona comercial más nueva, seguramente erigida alrededor de alguna de las grandes cadenas de supermercados como Wal-Mart o Piggly Wiggly, que pronto acabaría por sellar la muerte de aquella zona.
Sin embargo, se le antojaba extraño estar allí. No estaba seguro de cómo se había figurado que sería Hampton, pero desde luego no se lo imaginaba así.
De todos modos, eso tampoco importaba. Mientras
Zeus
apuraba la comida, se preguntó cuánto tiempo tardaría en encontrarla. La mujer de la fotografía. La mujer a la que había ido a conocer.
Pero la encontraría. De eso estaba seguro. Alzó la mochila.
—¿Ya has acabado?
Zeus
ladeó la cabeza.
—Vamos, quiero alquilar una habitación. Necesito comer y ducharme. Y tú también necesitas un baño.
Thibault dio un par de pasos antes de darse cuenta de que
Zeus
no se había movido. Lo miró por encima del hombro.
—No me mires así. Te aseguro que necesitas un baño. Apestas.
Zeus
no se movió.
—Bueno, haz lo que quieras. Yo me marcho.
Enfiló hacia la recepción del motel, seguro de que
Zeus
lo seguiría. Al final siempre lo hacía.
Hasta que encontró aquella fotografía, la vida de Thibault había discurrido de la forma que él había deseado. Siempre según sus planes. Se había propuesto sacar buenas notas en la escuela y lo había conseguido; se había propuesto participar en una diversidad de deportes y había crecido practicando casi todos los habidos y por haber. Se había propuesto aprender a tocar el piano y el violín, y había acabado dominando ambos instrumentos hasta el punto de llegar a componer sus propias piezas. Después de completar sus estudios en la Universidad de Colorado, se había propuesto ingresar en el Cuerpo de Marines, y el oficial encargado del reclutamiento se mostró emocionado al ver que Thibault pretendía alistarse como soldado raso en vez de entrar directamente como oficial. Estupefacto, pero emocionado. La mayoría de los licenciados no tenían ningún interés en los puestos que solo precisaban esfuerzo físico y en los que no se requería hacer funcionar la materia gris, pero eso era exactamente lo que él quería.
Los atentados en el World Trade Center no habían tenido nada que ver con su decisión. A él, alistarse en el Ejército como soldado raso le parecía la cosa más natural del mundo, ya que su padre había servido en el Cuerpo de Marines durante veinticinco años y también había entrado en el Ejército como soldado raso, para acabar como uno de esos sargentos de pelo cano y mandíbula más dura que una barra de acero que intimidaba prácticamente a todo el mundo, excepto a su esposa y al pelotón bajo su mando. Trataba a esos jóvenes como si fueran sus propios hijos; no se cansaba de repetirles que su único objetivo era devolverlos sanos y salvos a sus madres, convertidos en hombres de provecho. Asistió a más de cincuenta bodas de cabos y soldados que él mismo había formado, unos suboficiales que no concebían la idea de casarse sin la bendición del padre de Thibault. Un buen marine, también. Le habían otorgado la medalla de la Estrella de Bronce y dos Corazones Púrpuras en Vietnam, y a lo largo de su trayectoria profesional había servido en Granada, Panamá, Bosnia y en la primera guerra del Golfo. Su padre era un marine al que no le importaban los traslados, y Thibault se había pasado la mayor parte de su primera infancia de un lugar a otro, viviendo en bases militares por todo el mundo. En cierto sentido, Okinawa se le antojaba más su hogar que Colorado, y a pesar de que su japonés estaba un poco oxidado, suponía que le bastaría con pasar una semana en Tokio para recuperar la fluidez que había tenido antaño. Como su padre, pensaba que solo abandonaría el Cuerpo cuando le llegara la hora de retirarse, pero a diferencia de él, pensaba vivir muchos años después de retirarse para disfrutar de la vida. Su padre había fallecido a causa de un paro cardiaco solo dos años después de haber colgado por última vez el uniforme azul en la percha, un infarto de miocardio fulminante que los pilló a todos desprevenidos. Un minuto antes estaba quitando nieve junto a su casa con una pala, y al siguiente minuto ya estaba muerto. Eso había sucedido trece años antes, cuando Thibault tenía quince años.
Aquel día y el funeral que lo siguió constituían los recuerdos más vividos de su vida antes de ingresar en el Cuerpo de Marines. Para cualquier joven que decida alistarse en el Ejército, los recuerdos de la infancia se desvanecen con facilidad, simplemente porque los militares están sometidos a cambios constantes. Los amigos aparecen y desaparecen de sus vidas, siempre están haciendo y deshaciendo maletas, los incesantes cambios de base los obligan a deshacerse de todas aquellas pertenencias innecesarias, y, como resultado, quedan pocos recuerdos. A veces resulta duro, pero con ello se consigue que uno se fortalezca de un modo que la mayoría de la gente no logra entender. Les enseña que, a pesar de que las personas desaparezcan de sus vidas, otras nuevas llegarán y ocuparán su sitio; que cada lugar tiene algo positivo y algo negativo que ofrecer. En definitiva, se consigue que esos muchachos espabilen rápidamente.
Incluso los recuerdos de sus años universitarios eran borrosos. Aquella época de su vida tenía sus propias rutinas: ir a clase durante la semana, divertirse los fines de semana, empollar para los exámenes finales, la comida basura en la residencia de estudiantes, y dos novias, una con la que había durado un poco más de un año. Todos los que habían pasado por la universidad contaban las mismas batallitas, a pesar de que muy pocas de esas historias tenían un impacto duradero. Al final, lo único que había conservado de aquella etapa eran los conocimientos adquiridos. Thibault tenía la impresión de que su vida solo había comenzado cuando llegó al campo de entrenamiento de Parris Island para realizar la primera instrucción militar. Tan pronto como saltó del autobús, el sargento instructor соmenzó a taladrarle el oído. No hay nada como un sargento taladrándote el oído para que pienses que en tu vida no ha sucedido nada trascendental hasta ese momento. A partir de entonces, le perteneces y se acabó. ¿Se te dan bien los deportes?: «Haz cincuenta flexiones, Mister Crac». ¿Eres licenciado?: «Monta este fusil, Einstein». ¿Tu padre era un marine?: «Limpia la mierda igual que un día hizo él». Los viejos clichés de siempre: marcha ligera, ponerse firmes, arrastrarse por el lodo, escalar tapias… No había nada en aquella primera instrucción militar que Thibault no hubiera esperado.
Tenía que admitir que la repetición constante de órdenes era una práctica muy efectiva en la mayoría de los casos. Minaba la fortaleza de cualquiera, los hundía por completo, hasta que al final todos salían cortados por un mismo patrón: el de los marines. O al menos eso era lo que decían. Él no se desmoronó. Se mostró sumiso, mantuvo la cabeza baja, acató todas las órdenes, y siguió siendo el mismo hombre que había sido antes. No obstante, se convirtió en marine.