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Authors: Nicholas Sparks

Victor dio una larga calada al cigarrillo.

—Mi madre quiere que vuelva a casa, y mi hermano me ha ofrecido un trabajo. Repararé tejados. ¿Crees que se me dará bien?

—Sí, seguro que sí. Serás un gran reparador de tejados.

—Mi chica, Maria, me espera. Nos conocemos desde que teníamos catorce años.

—Lo sé. Ya me has hablado de ella.

—Voy a casarme con ella.

—Eso también me lo has dicho.

—Quiero que vengas a mi boda.

Por encima del brillo de la punta de su cigarrillo, Victor detectó una leve sonrisa.

—No me la perdería por nada del mundo.

Victor dio otra larga calada y los dos se quedaron en silencio, considerando un futuro que parecía increíblemente distante.

—¿Y tú qué piensas hacer? —le preguntó. Sus palabras se mezclaron con una bocanada de humo—. ¿Renovarás tu compromiso con el Ejército?

Thibault sacudió la cabeza.

—No. Yo también quiero retirarme.

—¿Qué piensas hacer cuando te licencies?

—No lo sé. Durante un tiempo no pienso hacer nada. Quizá me vaya a pescar a Minnesota… Sí, iré a algún sitio verde y fresco, donde simplemente me pueda relajar sentado en una barca.

Victor suspiró.

—Parece idílico.

—¿Quieres venir?

—Sí.

—Entonces te llamaré cuando haya planeado el viaje —le prometió Thibault.

Podía oír la risa en la voz de Victor.

—Iré. —Carraspeó—. ¿Quieres saber una cosa? ¿Recuerdas el tiroteo en el que murieron Jackson y los otros cuando explotó el Humvee?

Thibault cogió una piedrecilla y la lanzó en la oscuridad.

—Sí.

—Me salvaste la vida.

—No, solo te saqué de allí.

—Thibault, yo te seguí. Cuando saltaste del Humvee. Yo iba a quedarme, pero al ver que te apeabas, supe que no tenía alternativa.

—¿Se puede saber de qué diantre estás hablan…?

—La foto —lo interrumpió Victor—. Sé que la llevas encima. Yo seguí tu suerte y por eso me salvé.

De entrada, no lo comprendió, pero cuando finalmente acertó a entender lo que le estaba diciendo, sacudió la cabeza con incredulidad.

—Solo es una foto, Victor.

—Te trae suerte —insistió su amigo, acercando aún más su cara—. Tú eres el afortunado. Y cuando te licencies del Ejército creo que deberías buscar a la mujer de la foto. Tu historia con ella todavía no ha terminado.

—No…

—La foto me salvó.

—Pero no salvó a los demás. Ni a muchas vidas más.

Todo el mundo sabía que el Primero-Quinto había sufrido más bajas en Iraq que cualquier otro regimiento en el Cuerpo de Marines.

—Porque te protege a ti. Y cuando yo salté del Humvee, también creí que me salvaría, del mismo modo que tú crees que te salvará.

Era viernes, su tercer día de trabajo en la residencia canina. A pesar de que había ocultado cualquier cosa sobre su vida, siempre era consciente de la fotografía que guardaba en el bolsillo. Del mismo modo que siempre pensaba en lo que le había dicho Victor aquel día.

Estaba paseando a un mastín inglés por un sendero a la sombra, fuera del alcance de la vista desde el despacho pero dentro de los confines de la propiedad. El perro era enorme, al menos del tamaño de un dogo alemán, y mostraba una tendencia a lamerle la mano a Thibault. Un perrazo inofensivo.

Ya dominaba las rutinas más sencillas: dar de comer y sacar a pasear a los perros, limpiar los caniles, coordinar las visitas. No era difícil. Tenía la certeza de que Nana estaba considerando la posibilidad de implicarlo en los cursos de educación canina. El día anterior le había pedido que se fijara en el modo en que ella entrenaba a uno de los perros, y a Thibault le recordó cómo había adiestrado a
Zeus
: con órdenes claras, simples y concisas, con indicaciones visuales y guiándolo con firmeza con la correa, y con muchos —muchísimos— elogios. Cuando Nana acabó, le pidió que caminara a su lado mientras ella llevaba al perro de vuelta al canil.

—¿Crees que podrías hacerlo? —le preguntó.

—Sí.

Nana echó un vistazo por encima del hombro a
Zeus
, que los seguía a cierta distancia.

—¿Es así como adiestraste a
Zeus
?

—Más o menos.

Cuando Nana lo entrevistó para el puesto de trabajo, Thibault solo expuso dos condiciones: primero le pidió que le dejara llevar a
Zeus
con él cada día. Le contó que, después de pasar tanto tiempo juntos, seguramente el perro no reaccionaria bien frente a una separación durante tantas horas diarias. Por suerte, Nana lo comprendió.

—Hace mucho tiempo trabajé con pastores, así que te entiendo —comentó la anciana—. Mientras
Zeus
no sea un estorbo, no tengo ningún inconveniente en que esté aquí.

Zeus
no era ningún estorbo. Thibault pronto había comprendido que no debía entrar con él en los caniles cuando ponía la comida o limpiaba los espacios, ya que la presencia de
Zeus
incomodaba a otros perros. Pero aparte de eso, su mascota se adaptó sin ningún problema. Seguía a Thibault mientras este sacaba a pasear a los perros o limpiaba el patio vallado donde Nana realizaba el adiestramiento, y se tumbaba en el porche cerca del umbral cuando Thibault se ponía a revisar papeles en el despacho. Cuando llegaba algún cliente,
Zeus
siempre se mostraba alerta, tal y como le habían enseñado a reaccionar. Su imponente presencia bastaba para que la mayoría de los clientes se detuvieran en seco, pero un rápido «quieto» bastaba para que
Zeus
se quedara como una estatua.

La segunda condición fue que Nana le permitiera empezar a trabajar el miércoles para disponer de un par de días para instalarse en el pueblo. Nana tampoco se opuso. Aquel domingo, después de abandonar la residencia canina, Thibault compró el periódico y se puso a buscar una casa de alquiler en la sección «Clasificados». No le costó nada repasar la lista entera, pues solo contenía cuatro casas, e inmediatamente eliminó dos por ser excesivamente grandes; no necesitaba tanto espacio.

Ironías de la vida, las otras dos casas de alquiler estaban en la otra punta del pueblo. Decidió ir a verlas. La primera estaba situada en el casco histórico, en pleno centro y a dos pasos del río. Una ubicación privilegiada, un vecindario agradable, pero no para él. En aquella zona las casas estaban demasiado juntas entre sí. La segunda, sin embargo, le pareció una buena opción. Estaba situada al final de una carretera sin asfaltar, a unos tres kilómetros de la residencia canina, en una zona rural que lindaba con el bosque, lo que le pareció muy conveniente, ya que podría tomar un atajo por el bosque para ir a la residencia canina. No ganaría mucho tiempo, pero por lo menos eso le permitiría a
Zeus
campar a sus anchas. La casa constaba de una sola planta, estaba construida según el típico estilo rústico sureño, y tenía, cuando menos, un siglo de antigüedad, pero estaba en bastante buen estado. Después de limpiar el polvo de una ventana con la manga, echó un vistazo al interior. Era evidente que necesitaba una buena reforma. La cocina estaba anticuada: en una esquina distinguió un horno antiguo, de los que funcionaban con leña. El suelo, hecho con tablas de madera de pino, estaba rayado y manchado, y los armarios debían de ser los originales de la casa, pero todo eso parecía añadir una nota de carácter al lugar, en vez de afearlo. Y lo más importante era que parecía estar amueblado con todo lo básico: un sofá y unas mesas rinconeras, una lámpara, e incluso una cama.

Thibault llamó al número de teléfono que aparecía en el cartel, y un par de horas más tarde oyó que se acercaba un vehículo, del que se apeó el dueño del inmueble. Empezaron a hablar de menudencias, como es la costumbre. Thibault supo que aquel hombre había pasado veinte años en el Ejército, los últimos siete en Fort Bragg. Le explicó que aquella casa pertenecía a su padre, que había fallecido dos meses antes. Thibault pensó que era una buena noticia, ya que las casas eran como los coches, en el sentido de que, si no se utilizaban con regularidad, empezaban a decaer aceleradamente. Eso quería decir que, probablemente, aquella todavía estaba en buenas condiciones. La fianza y el alquiler le parecieron un poco elevados, pero necesitaba un sitio rápidamente. Pagó dos meses de alquiler y la fianza por adelantado. A juzgar por la expresión de sorpresa en la cara del dueño, Thibault supo que no esperaba recibir tanto dinero en efectivo.

El lunes por la noche ya durmió en su nueva casa, en su saco de dormir, que desplegó encima del colchón; el miércoles se acercó al pueblo y encargó un colchón en una tienda en la que le aseguraron que se lo entregarían en casa esa misma tarde, y después se dedicó a comprar otros enseres que le hacían falta. Cuando regresó, llevaba la mochila cargada de sábanas y toallas y bártulos para la limpieza. Todavía tuvo que realizar dos viajes más al pueblo para elegir la nevera y comprar platos, vasos y otros utensilios de cocina, junto con un saco de veinte kilos de comida para perros. Al final del día, y por primera vez desde que había salido de Colorado, deseó tener coche. Pero ya estaba instalado, y con eso le bastaba para empezar. Estaba listo para ir a trabajar.

Desde su primer día de trabajo, el miércoles, se había pasado la mayor parte del tiempo con Nana, aprendiendo todo lo que necesitaba saber sobre la residencia canina. No había visto mucho a Beth, o Elizabeth, como le gustaba llamarla. Por las mañanas, ella se marchaba impecablemente vestida y no regresaba hasta la tarde. Nana había mencionado algo acerca de reuniones de profesores, lo cual era lógico, ya que el curso escolar empezaría a la semana siguiente. Aparte de algún saludo esporádico, la única vez que había tenido la oportunidad de hablar con ella fue en su primer día de trabajo, cuando ella se lo llevó disimuladamente hasta un rincón para pedirle que no perdiera de vista a su abuela. Thibault comprendió enseguida el porqué. Era obvio que Nana había sufrido una parálisis. Las sesiones de adiestramiento por la mañana la dejaban prácticamente extenuada, respirando fatigosamente, y de regreso a casa, su cojera se acentuaba. Aquella situación puso a Thibault nervioso.

Le caía bien Nana. Tenía una forma única y divertida de expresar sus pensamientos. Se preguntó hasta qué punto ese comportamiento era simplemente una fachada. Excéntrica o no, se trataba de una mujer inteligente, de eso no le cabía la menor duda. Con frecuencia tenía la impresión de que ella lo estaba evaluando, incluso mientras conversaban plácidamente. Nana siempre expresaba su opinión acerca de cualquier tema, sin reparos, y tampoco vacilaba a la hora de hablar abiertamente de su propia vida. En los últimos días, Thibault se había enterado de bastantes detalles acerca del pasado de Nana. Le había contado anécdotas sobre su esposo y la residencia de perros, acerca de los cursos de educación canina que impartían antes, sobre algunos de los lugares que había visitado. Ella le preguntó por su vida, y él respondió educadamente a las cuestiones acerca de su familia y su infancia. Sin embargo, le pareció extraño que jamás le preguntara por los años de servicio militar ni si lo habían destinado a Iraq. Thibault no habló de ello, pues él tampoco deseaba hablar de esos temas.

La actitud de Nana de evitar hablar sobre lo que él había hecho en los últimos cuatro años de su vida le daba a entender que la anciana comprendía sus reticencias, e incluso que quiza pensaba que su paso por Iraq tenía algo que ver con sus motivos para estar allí, en Hampton.

Una señora sabia.

Oficialmente, se suponía que él tenía que trabajar desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde, pero en realidad aparecía por el recinto a las siete de la mañana y solía trabajar hasta las siete de la tarde. No le gustaba marcharse con la impresión de que todavía quedaban cosas por hacer. Además, eso también le daba la oportunidad de que Elizabeth lo viera cuando regresaba a casa. La proximidad era una aliada de la familiaridad, y esta era una aliada del bienestar. Y cuando él la veía, siempre recordaba que había ido hasta allí por ella.

Aparte de eso, sus motivos para permanecer en Hampton se le antojaban en cierto modo imprecisos. Sí, había llegado al final de su viaje, pero ¿por qué? ¿Qué era lo que quería de ella? ¿Pensaba contarle algún día la verdad? En su larga caminata desde Colorado, cada vez que se había planteado esas mismas preguntas, simplemente había supuesto que ya averiguaría las respuestas cuando encontrara a la mujer de la foto. Pero ahora que la había encontrado, no estaba más cerca de la verdad que cuando había iniciado el viaje.

Mientras tanto, había averiguado ciertas cosas de su vida. Por ejemplo, sabía que tenía un hijo. La noticia lo había pillado un poco por sorpresa, ya que jamás había considerado aquella posibilidad. Se llamaba Ben y, por lo que había podido ver, parecía un buen chico. Nana había mencionado que jugaba al ajedrez y que era un ávido lector, pero nada más. Desde el primer día que empezó a trabajar en la residencia canina, Thibault se dio cuenta de que Ben lo espiaba a través de las cortinas o que lo miraba con disimulo mientras estaba con Nana. Pero el muchacho mantenía la distancia. Se preguntó si lo hacía porque eso era lo que él quería o porque se lo había ordenado su madre.

Probablemente era lo segundo.

Thibault sabía que en su primer encuentro no le había causado una buena impresión a Beth, a lo que había contribuido su evidente estupefacción al verla. Ya sabía que era atractiva, pero la foto desgastada no transmitía la calidez de su sonrisa ni la seriedad con que lo escrutaba, como si buscara defectos ocultos.

Ensimismado en aquellos pensamientos, llegó al patio vallado, situado detrás del despacho. El mastín inglés jadeaba cansado. Thibault lo guio hacia el recinto donde dormían los perros. Le ordenó a
Zeus
que se sentara y que no se moviera, entonces encerró al mastín en su correspondiente canil. Llenó su cuenco de agua e hizo lo mismo con otros cuencos; luego fue al despacho a recoger el almuerzo frugal que se había preparado en casa por la mañana. Acto seguido, enfiló hacia el arroyo.

Le gustaba comer allí. El agua cristalina y la magnífica sombra de un majestuoso roble que tenía las ramas más bajas revestidas de musgo conferían al lugar una sensación de paz que les encantaba tanto a él como a
Zeus
. A través de los árboles, a lo lejos, se vislumbraba una cabaña erigida en la copa de un árbol y un puente colgante de cuerda que parecía haber sido construido a palmos, como si lo hubieran montado sin tener realmente claro el propósito final. Como de costumbre,
Zeus
se metió en el arroyo para refrescarse. Cuando el agua le cubrió las ancas, hundió la cabeza bajo el agua y se puso a ladrar. Perro loco.

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