Cuando te encuentre (31 page)

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Authors: Nicholas Sparks

En el silencio abrumador, Victor sonrió.

—Aún hay más —sentenció, anunciando la promesa con una voz solemne.

Cuando Thibault parpadeó, Victor había desaparecido. Era obvio que nunca había estado allí.

Era la tercera vez que Thibault veía a Victor desde la muerte de su amigo. La primera había sido en el funeral, cuando se había apoyado en una columna al fondo de la iglesia y había visto a Victor mirándolo fijamente desde el final del pasillo de la nave central.

«No es culpa tuya», le había dicho Victor antes de desaparecer. A Thibault se le había obstruido la garganta, y tuvo que realizar un enorme esfuerzo para poder volver a respirar.

La segunda aparición ocurrió tres semanas antes de que iniciara su caminata. En aquella ocasión, sucedió en una tienda, mientras Thibault hurgaba en su portamonedas, intentando calcular cuántas cervezas podía comprar. En aquella época solía excederse con la bebida, y mientras contaba los billetes, vio una silueta por el rabillo del ojo. Victor sacudió la cabeza pero no dijo nada. No tenía que hacerlo. Thibault sabía que le estaba pidiendo que dejara de beber.

Y ahora, esto.

No creía en fantasmas y sabía que la imagen de Victor no era real. No sufría ninguna persecución por parte de un espectro, ni estaba recibiendo visitas del más allá de un alma en pena que tenía que transmitirle un mensaje. Victor era producto de su imaginación, sabía que su subconsciente había fraguado aquella imagen. Después de todo, Victor había sido la única persona a la que siempre había escuchado.

Sabía que el accidente en el bote había sido simplemente eso: un accidente. Los adolescentes que iban montados en la lancha se habían quedado traumatizados, consternados. En cuanto a beber en exceso, en el fondo Thibault era consciente de que la bebida le estaba perjudicando. En cierto modo sabía que le resultaba más fácil escuchar a Victor.

Lo último que esperaba era ver a su amigo otra vez.

«Aún hay más».

Reflexionó acerca de las palabras de Victor y se preguntó si estaban relacionadas con la conversación que había mantenido con Elizabeth. No estaba seguro, pero no lo creía; sin embargo, no podía descifrar el mensaje, y eso lo incomodaba. Pensó que cuantas más vueltas le diera al tema, menos probabilidades tendría de averiguar la respuesta. El subconsciente jugaba malas pasadas.

Avanzó hasta la pequeña cocina y se sirvió un vaso de leche, puso un poco de comida en el cuenco de
Zeus
y se fue a su cuarto. Tumbado en la cama, volvió a analizar lo que le había dicho a Elizabeth.

Llevaba días pensando en hablar con ella sobre la cuestión. Ni siquiera estaba seguro de cuál era el objetivo de aquel impulso, a no ser forzarla a abrir los ojos respecto a la posibilidad de que Keith Clayton estuviera controlando su vida de una forma que ella no podía ni imaginar.

Y eso era exactamente lo que ese hombre estaba haciendo. A Thibault no le quedó ninguna duda después del allanamiento de morada. Por supuesto, podría haber sido cualquier otra persona —alguien con la intención de robar objetos para luego venderlos en tiendas de animales—, pero la forma en que había entrado en su casa sugería todo lo contrario. Con mucho cuidado. Nada estaba fuera de su lugar. Ni tampoco le habían destrozado nada. Sin embargo, todo había sido «retocado».

La manta que cubría la cama fue lo primero que lo alertó. Estaba levemente arrugada, con un bultito propio de alguien que no sabía hacer la cama al estilo militar: con la manta completamente lisa, sin ningún bulto y sin una sola arruga —y eso era un matiz en el que muy pocos, por no decir nadie, repararían—. Pero él sí. La ropa en los cajones mostraba los mismos retoques: una arruga por aquí, una manga doblada incorrectamente por allá. No solo estaba seguro de que alguien había entrado en su casa mientras él estaba trabajando, sino que, además, quienquiera que fuese, se había dedicado a inspeccionar minuciosamente todas sus pertenencias.

Pero ¿por qué? Thibault no poseía nada de valor. Un rápido vistazo por la ventana de antemano dejaba claro que no había nada valioso en aquella casa. No solo no había ningún aparato eléctrico en el comedor, sino que la segunda habitación estaba completamente vacía, y el cuarto en el que él dormía solo contenía una cama, una mesita de noche y una lámpara. Aparte de los platos y de los utensilios y de un añoso abrelatas eléctrico sobre la encimera, la cocina también estaba vacía. La despensa contenía comida para perros, una barra de pan y un frasco de mantequilla de cacahuete. Pero alguien se había dedicado a registrar la casa de cabo a rabo, incluso debajo del colchón. Alguien había revisado diligentemente cada uno de sus cajones y luego lo había vuelto a dejar todo cuidadosamente ordenado.

Ninguna muestra de rabia por el hecho de no encontrar nada de valor. Ninguna frustración evidente de que la intentona había sido una pérdida de tiempo. En vez de eso, el ladrón había procurado borrar cualquier rastro.

Quienquiera que fuese había entrado en su casa no para robar, sino en busca de algo. Algo en concreto. A Thibault no le había costado demasiado comprender de qué se trataba y quién era el responsable.

Keith Clayton quería recuperar su cámara. O, más precisamente, quería la tarjeta de memoria. Probablemente porque las fotografías que contenía podían meterlo en un aprieto. No había que ser un genio para llegar a tal conclusión, teniendo en cuenta lo que había estado haciendo la primera vez que se toparon el uno con el otro.

De acuerdo, así que Clayton quería borrar su rastro. Pero todavía había algo más en aquel turbio asunto, algo evidente. Y estaba relacionado con Elizabeth.

No tenía sentido que ella no hubiera mantenido ninguna relación durante los últimos diez años. Y de repente le vino a la memoria su primera noche en el pueblo, en la sala de billares, cuando enseñó la foto de Elizabeth al grupo de jugadores. ¿Qué había dicho uno de ellos? Le costó recordar las palabras exactas. Se recriminó por no haber prestado más atención a la observación. Thibault había puesto todos sus esfuerzos en averiguar el nombre de la chica de la foto, y por eso no se había dedicado a analizar lo que le habían dicho. Menudo fallo. Sin embargo, ahora le parecía obvio que aquel comentario implicaba una amenaza: «No, digamos que no sale con nadie. A su ex no le gustaría, y créeme, es mejor que no le busques las cosquillas».

Repasó todo lo que sabía sobre Keith Clayton. Pertenecía a una familia muy poderosa. Era un déspota. Se enfadaba con facilidad. Estaba en una posición aventajada para abusar de su poder y autoridad. Posiblemente se trataba de un hombre que pensaba que merecía todo lo que quería y cuando lo quería.

Thibault no estaba completamente seguro de aquella última deducción, pero la descripción encajaba perfectamente en el rompecabezas.

Clayton no deseaba que Elizabeth saliera con otros hombres. Hacía años que no había mantenido ninguna relación seria. A veces ella se preguntaba el porqué, pero ni tan solo había considerado la posible conexión entre su exmarido y sus fracasos amorosos. Para Thibault, parecía completamente plausible que Clayton estuviera manipulando a la gente, y que en cierto modo siguiera controlando la vida de Elizabeth. Si sabía cuándo ella salía con alguien, eso significaba que llevaba años espiándola. Del mismo modo que la estaba espiando ahora.

No le costaba imaginar cómo se las había apañado para finalizar las relaciones previas de Elizabeth, pero de momento ese tipo corrupto se había mantenido a distancia en la relación que había nacido entre Thibault y Elizabeth. De momento, no lo había pillado espiándolos, ni tampoco había notado nada extraño. En vez de eso, Clayton había decidido entrar en su casa con alevosía en busca de la tarjeta de memoria cuando sabía que Thibault estaba ausente, en el trabajo.

¿Estaba planeando una jugada maestra?

Probablemente. Pero la cuestión era: ¿con qué finalidad? Para echarlo del pueblo, eso como mínimo. Sin embargo, no lograba zafarse de la impresión de que aquello no sería lo único. Tal y como Victor le había dicho: «Aún hay más».

Le habría gustado compartir con Elizabeth aquellas impresiones acerca de su ex, pero no podía soltarle simplemente que había oído un comentario de refilón en la sala de billares. Eso supondría tener que confesarle lo de la foto, y todavía no podía hacerlo. Lo que quería era orientarla hacia la dirección correcta, con la esperanza de que ella empezara a atar cabos por su cuenta. Cuando ambos fueran plenamente conscientes de la magnitud de la perfidia de Clayton y de hasta qué punto estaba dispuesto a llegar para sabotear cualquier relación amorosa de Elizabeth, juntos serían capaces de enfocar la situación de un modo conveniente. Se amaban. Se enfrentarían a lo que hiciera falta. Al final, todo saldría bien.

¿Era ese el motivo por el que había ido a Hampton? ¿Para enamorarse de Elizabeth e iniciar una vida juntos? ¿Era aquel su destino?

Por alguna razón que no acertaba a comprender, tenía la impresión de que aquella no era la respuesta correcta. Las palabras de Victor parecían confirmar sus sospechas. Existía otro motivo por el que había ido a Hampton. Quizás enamorarse de Elizabeth formaba parte de ello. Pero eso no era todo. Había algo más.

«Aún hay más».

Thibault durmió el resto de la noche sin despertarse ni una sola vez, igual que el día que había llegado a Carolina del Norte. Una habilidad militar, o, más precisamente, de combate, que había aprendido a la fuerza. Los soldados cansados cometen fallos. Su padre se lo había dicho. Cada oficial que había conocido se lo había dicho. Su experiencia castrense confirmaba la verdad de ese alegato. Había aprendido a dormir cuando tocaba dormir, sin importar el caos que reinara a su alrededor, confiando en que al día siguiente estaría más preparado para enfrentarse a cualquier adversidad.

Aparte del breve periodo que siguió a la muerte de Victor, nunca le había costado conciliar el sueño. Le gustaba dormir y la forma en que sus pensamientos parecían ordenarse mientras soñaba. El domingo, cuando se despertó, visualizó una rueda con radios que se desplegaban desde el centro. No estaba seguro de la razón, pero unos pocos minutos después, mientras paseaba a
Zeus
, súbitamente lo abordó la idea de que Elizabeth no era el centro de la rueda, como había asumido inconscientemente. En vez de eso, se dio cuenta de que todo lo que había sucedido desde que había llegado a Hampton parecía girar en torno a Keith Clayton.

Clayton, después de todo, había sido la primera persona con la que se había cruzado. Le había arrebatado la cámara a Clayton. Clayton y Elizabeth habían estado casados. Clayton era el padre de Ben. Clayton había saboteado las relaciones amorosas de Beth. Clayton los había visto pasar una velada juntos la noche que había llevado a Ben de vuelta a su casa con el ojo morado; en otras palabras, él había sido el primero en conocer su relación. Clayton había entrado a robar en su casa. Clayton —y no Elizabeth— era el motivo por el que había ido a Hampton.

A lo lejos estalló un trueno, potente y amenazador. Se avecinaba una tormenta. A juzgar por la pesadez en el aire, seguro que iba a caer con ganas.

Aparte de lo que Elizabeth le había contado acerca de Clayton, se dio cuenta de que apenas sabía nada sobre aquel hombre. Mientras las primeras gotas empezaban a estrellarse contra el suelo, regresó a su casa. Más tarde, se pasaría por la biblioteca. Necesitaba llevar a cabo una pequeña investigación, si pretendía comprender mejor la vida en Hampton y el papel que la familia Clayton desempeñaba en aquella localidad.

Beth

—No me sorprendería —resopló Nana con desidia—, nunca me he fiado de tu difunto marido.

—Todavía no está muerto, Nana.

Nana suspiró.

—Lo último que se pierde es la esperanza.

Beth tomó un sorbo de café. Era domingo. Acababan de volver de misa. Por primera vez desde que había sufrido la embolia, su abuela había interpretado un breve solo en el repertorio musical de aquel día, y Beth no había querido distraerla. Sabía lo mucho que el coro significaba para ella.

—No me estás ayudando —se lamentó Beth.

—Pero ¿cómo quieres que te ayude?

—Te estaba diciendo que…

Nana se inclinó por encima de la mesa.

—Ya sé lo que me estabas diciendo. Ya me lo has contado, ¿o es que no te acuerdas? Y si lo que te interesa saber es si creo que fue Keith quien entró en la casa de Thibault, mi respuesta es que no me sorprendería en absoluto. Nunca me ha gustado ese tipo.

—¡No me digas!

—No hay motivos para que te pongas a la defensiva.

—No me pongo a la defensiva.

Nana no parecía haberla oído.

—Pareces cansada. ¿Quieres un poco más de café? ¿Prefieres que te prepare una tostada con canela?

Beth sacudió la cabeza.

—No tengo hambre.

—De todos modos, tienes que comer. No es un hábito saludable, eso de saltarse una comida, y ya sé que hoy no has desayunado… —Se levantó de la mesa—. Voy a prepararte una tostada.

Beth sabía que de nada serviría oponerse. Cuando a Nana se le metía algo en la cabeza, no había forma de disuadirla.

—¿Y qué hay de la otra cuestión? Sobre si Keith ha tenido algo que ver con… —No fue capaz de acabar la frase.

Nana se encogió de hombros mientras introducía dos rebanadas de pan en la tostadora.

—¿Con lo de espantar a tus pretendientes? No me sorprende nada de lo que pueda hacer ese tipo. Y además, eso explica muchas cosas, ¿no te parece?

—Pero no tiene sentido. Yo puedo decirte el nombre de al menos media docena de mujeres con las que él ha salido; además, nunca me ha dado a entender que desee volver conmigo. ¿Por qué tendría que importarle con quién salgo o con quién dejo de salir?

—Porque es un pobre niño mimado —declaró Nana. Puso un poco de mantequilla en una sartén y encendió el fuego. Una pequeña llama azul cobró vida repentinamente—. Tú eres su juguete. Puede que él tenga juguetes nuevos, pero eso no significa que quiera que nadie juegue con sus viejos juguetes.

Beth cambió de posición en la silla, visiblemente incómoda.

—Me parece que no me gusta la analogía.

—No es cuestión de si te gusta o no, sino de si es verdad.

—¿Y tú crees que es verdad?

—Yo no he dicho eso. Lo que he dicho es que no me sorprendería. Y tampoco me digas que a ti te sorprende. He visto el modo en que te repasa de arriba abajo. Me da repelús, y cada vez tengo que contenerme para no atizarle con el recogedor de cacas de los perros.

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