Read Cuando te encuentre Online
Authors: Nicholas Sparks
Beth exhaló.
—Una cosa es creerlo, y otra cosa bien distinta es obsesionarse con una fotografía y mantener el secreto.
Nana apoyó la mano en la rodilla de Beth.
—A veces todos cometemos locuras.
—Pero no locuras como esta —insistió Beth—. Hay algo espeluznante en esta historia.
Nana se quedó callada antes de resoplar con fuerza.
—Quizá tengas razón. —Se encogió de hombros.
Beth estudió la cara de Nana. De repente, se sintió terriblemente cansada.
—¿Me harás un favor?
—¿Cuál?
—¿Te importa llamar a la directora y pedirle que traiga a Ben a casa después de clase? No quiero que conduzcas con este temporal, pero yo no me siento con fuerzas para ponerme detrás del volante.
Clayton intentó sortear sin éxito el enorme charco que se había formado delante de la casa de Beth. Sus botas se hundieron en el lodo y tuvo que contenerse para no lanzar una retahíla de palabrotas. Podía ver las ventanas abiertas junto a la puerta principal. Sabía que Nana podría oírlo. A pesar de su edad, esa mujer tenía tan buen oído como una lechuza, y lo último que quería era causar una pobre impresión. Ya le caía lo bastante mal a esa vieja como para darle más motivos.
Ascendió los peldaños del porche y llamó a la puerta. Le pareció oír pasos en el interior, acto seguido vio la cara de Beth, que asomaba por la ventana. Esperó hasta que esta abrió la puerta.
—¿Qué haces aquí?
—Quería asegurarme de que estabas bien.
—Estoy bien.
—¿Todavía está aquí? ¿Quieres que hable con él?
—No. Se ha marchado. No sé dónde está.
Clayton se balanceó sobre sus pies, intentando ofrecer una imagen de corderito arrepentido.
—Lo siento. Y no me gusta que haya tenido que ser yo quien te haya dado la noticia. Sé que realmente te gustaba.
Beth asintió, con los labios prietos.
—También quería pedirte que no seas muy severa contigo misma. Tal y como te he dicho antes, esa clase de gente sabe cómo fingir para ocultar su maldad. Son sociópatas. No podías saberlo.
Beth se cruzó de brazos.
—No quiero hablar de ello.
Clayton alzó las manos, consciente de que se había excedido, de que tenía que dar marcha atrás.
—Lo suponía. Y tienes razón. No es asunto mío, y mucho menos teniendo en cuenta cómo te he tratado estos últimos años. —Hundió el dedo pulgar en el cinturón y esbozó una sonrisa forzada—. Solo quería asegurarme de que estabas bien.
—Estoy bien. Y gracias.
Clayton se giró para marcharse, pero se detuvo.
—Quiero que sepas que, por lo que Ben me había contado, Thibault parecía un buen tipo.
Ella lo miró sorprendida.
—Solo quería que lo supieras, pero si hubiera sido diferente…, si le hubiera pasado algo a Ben, Thibault se habría arrepentido del día en que nació. Me moriría antes de permitir que le pasara algo malo a nuestro hijo. Y sé que tú sientes lo mismo. Por eso eres una madre modélica. En una vida en la que he cometido un montón de errores, una de las mejores cosas que he hecho es permitir que tú te encargaras
de criarlo
.
Ella asintió, intentando contener las lágrimas, y se dio la vuelta. Cuando se secó los ojos, Clayton dio un paso hacia ella.
—Vamos —le dijo con voz melosa—, sé que no quieres oír esto precisamente ahora, pero te aseguro que has hecho lo mejor. Y con el tiempo encontrarás a tu media naranja. Estoy seguro de que será un tipo estupendo. Te lo mereces.
Beth hipó desconsolada. Clayton se acercó más a ella. Instintivamente, Beth aplastó la cara contra su pecho.
—Ya está, ya ha pasado —le susurró él, y por un largo momento, permanecieron de pie en el porche, con los cuerpos pegados mientras él la abrazaba.
Clayton no se quedó mucho rato. Pensó que no había ninguna necesidad: ya había conseguido lo que se proponía. Ahora ella lo veía como a un amigo entrañable, cariñoso y compasivo, alguien totalmente arrepentido de sus pecados. El abrazo era solo la guinda del pastel, nada que él hubiera planeado, pero un final feliz para aquel primer encuentro.
No pensaba presionarla. Eso sería un error. Ella necesitaba tiempo para olvidar a
Tai-bolt
. Aunque ese tipo fuera un sociópata, aunque ya se hubiera largado del pueblo, los sentimientos no se podían abrir y cerrar como un interruptor. Pero Beth lo superaría de una forma natural, del mismo modo que continuaría lloviendo. El siguiente paso era asegurarse de que
Tai-bolt
iniciaba su viaje de regreso a Colorado.
¿Y luego? Luego tocaba ser un chico bueno. Quizás invitar a Beth a quedarse un rato en su casa —o invitarla incluso a comer— un fin de semana que a Ben le tocara estar con él. Al principio, manteniendo un tono informal, para que ella no sospechara nada, y luego sugiriendo la posibilidad de hacer algo con Ben durante otra noche durante la semana. Lo esencial era mantenerse alejado de los ojos críticos de Nana, lo que significaba mantenerse lejos de aquella casa. A pesar de que sabía que Beth no estaría en condiciones de tomar decisiones serias durante, por lo menos, unas semanas, Nana sí que podía. Lo último que deseaba era que la vieja transmitiera a Beth sus sospechas acerca de sus verdaderas intenciones.
Después, cuando volvieran a sentirse cómodos juntos, quizá se tomarían algunas cervezas mientras enviaban a Ben a jugar al jardín, para poder quedarse solos un rato. Quizá le echaría un poco de vodka a la cerveza de Beth para que ella no estuviera en condiciones de conducir hasta su casa. Luego le ofrecería dormir en la cama mientras él se acomodaba en el sofá. Se comportaría como un perfecto caballero, pero no dejaría de servirle cerveza. Recordarían los viejos tiempos —los buenos tiempos— y la escucharía mientras ella se desahogaba llorando por
Tai-bolt
. Dejaría que las emociones la invadieran y deslizaría un brazo reconfortante alrededor de ella.
Clayton sonrió mientras ponía en marcha el coche, prácticamente seguro de lo que sucedería después de aquel abrazo.
Beth no durmió bien y se despertó exhausta.
La tormenta había descargado con una furia tremenda durante la noche, con vientos huracanados y cortinas de lluvia, superando con creces el diluvio anterior. Un día antes no habría imaginado que el nivel del agua pudiera crecer todavía más, pero cuando miró por la ventana, el despacho parecía una isla en medio del océano. La noche anterior había aparcado el coche en un terreno más elevado cerca del magnolio, y ahora se felicitaba por su sabia decisión. El automóvil también parecía un islote, mientras que el agua llegaba casi a la altura de los parachoques de la furgoneta de Nana. La furgoneta siempre había logrado sobrevivir a cualquier inundación, pero esta vez Beth pensó que tenían suerte de haber arreglado los frenos. De otro modo, en esta ocasión seguramente habría sido arrastrada por la fuerza de la corriente.
La noche anterior, Beth había ido en furgoneta hasta el pueblo para comprar una botella de leche y otras cosas básicas, pero el viaje había sido en vano. Todas las tiendas estaban cerradas. Los únicos vehículos que circulaban por la carretera eran camionetas de servicio o los todoterrenos del departamento del
sheriff
. La mitad de la población se había quedado sin electricidad, pero de momento en su casa no tenían ese problema. Afortunadamente, tanto en la tele como en la radio habían anunciado el fin del temporal. Al día siguiente, con un poco de suerte, el agua empezaría a retirarse.
Se sentó en el balancín del porche mientras Nana y Ben estaban jugando al Gin Rummy en la mesa de la cocina. Era el único juego de cartas en el que ambos tenían el mismo nivel. Así, por lo menos, Ben no se aburría como una ostra. Beth pensó que más tarde lo dejaría salir un rato al patio a juguetear con los charcos mientras ella iba a echar un vistazo a los perros. Había desistido de la idea de evitar que Ben se mojara la ropa y le había dicho que podía salir a jugar con la ropa apropiada. Cuando ella había salido un poco antes por la mañana a dar de comer a los perros, de poco le había servido protegerse con el impermeable.
Beth estaba escuchando el rítmico sonido de la lluvia sobre el tejado cuando de repente, y sin proponérselo, se puso a pensar en Drake. Deseó por enésima vez poder hablar con él. Se preguntó cuál había sido su opinión acerca de la foto. ¿Drake también había creído que era un talismán? Su hermano jamás había sido particularmente supersticioso, pero a Beth se le encogía el corazón cada vez que recordaba el inexplicable pánico de Drake cuando la perdió.
Nana tenía razón. Ella no sabía lo que Drake y Logan habían experimentado en Iraq. Por más informada que hubiera intentado estar, de ningún modo podía recrear lo que ellos habían soportado. Se preguntó por el estrés que sentían, a miles de kilómetros de sus hogares, llevando chalecos antibalas, viviendo entre personas que hablaban otro idioma, intentando sobrevivir. ¿Tanto le costaba creer que alguien fuera capaz de aferrarse a un objeto que pensaba que lo alejaría del peligro?
«No», decidió. No difería tanto de llevar una medalla de san Cristóbal o una pata de conejo en el bolsillo. No importaba si la cuestión carecía de lógica: en ese contexto, la lógica no importaba. Ni tampoco era relevante si uno creía o no en el poder de la magia. Lo único importante era si con ello alguien conseguía sentirse más seguro.
Pero ¿ir en busca de ella hasta el otro extremo del país? ¿Cómo si fuera a la caza y captura de un trofeo?
Aquello no podía entenderlo. A pesar de que se sentía completamente escéptica en cuanto a las intenciones de Keith —incluso respecto a la de mostrarse genuinamente preocupado por su bienestar—, Beth tenía que admitir que la situación la había dejado en una posición extremadamente vulnerable.
¿Qué había dicho Logan? ¿Algo referente a que le debía un favor? A cambio de su vida, seguramente, pero ¿cómo pensaba pagarle?
Sacudió la cabeza, exhausta de tanto darle vueltas a lo mismo. Alzó la vista cuando oyó el chirrido de la puerta al abrirse.
—Oye, mamá…
—Dime, cielo.
Ben se le acercó y se sentó a su lado en el balancín.
—¿Dónde está Thibault? Hoy no lo he visto.
—No lo esperes. No vendrá.
—¿Por la tormenta?
Beth no se lo había contado todavía; no estaba preparada para hacerlo.
—Tenía algunas cosas pendientes por hacer —improvisó.
—Ah. —Ben suspiró. A continuación, desvió la vista hacia el patio—. Casi ni se ve la hierba.
—Lo sé. Pero han dicho que hoy dejará de llover.
—¿Habías visto algo parecido antes? ¿Cuándo eras pequeña?
—Un par de veces. Pero siempre con un huracán.
Él asintió antes de empujar las gafas sobre el puente de su nariz con el dedo índice. Ella le pasó la mano por el pelo cariñosamente.
—Me he enterado de que Logan te ha dado algo.
—No puedo hablar de ello —la atajó Ben, con un tono serio—. Es un secreto.
—Pero se lo puedes contar a tu mamá, ¿no? Ya sabes que yo sé guardar secretos.
—Buen intento —bromeó él—. Pero no me convencerás.
Ella sonrió y se acomodó en el asiento, moviendo el balancín con los pies.
—No pasa nada. Ya sé lo de la foto.
Ben la miró sorprendido, preguntándose qué era lo que sabía.
—Ya sabes —continuó ella—. Eso de que te protege.
A Ben se le derrumbaron los hombros, como vencido.
—¿Logan te lo ha contado?
—Por supuesto.
—Ah —dijo Ben, con una visible decepción—. Me dijo que era un secreto entre él y yo.
—¿La tienes? Me gustaría verla.
Ben dudó antes de hundir la mano en el bolsillo. Sacó una fotografía doblada y se la entregó. Beth desplegó la foto y se la quedó mirando fijamente, notando cómo la invadían un montón de recuerdos: su último fin de semana con Drake y la conversación que habían mantenido, la imagen de la noria, la estrella fugaz.
—¿Qué te dijo cuando te la entregó? —le preguntó, al tiempo que le devolvía la foto—. Aparte de que era un secreto entre vosotros dos, me refiero.
—Me dijo que su amigo Victor decía que era un amuleto de la suerte y que lo mantuvo sano y salvo en Iraq.
Beth notó que se le aceleraba el pulso. Acercó más la cara a la de su hijo.
—¿Has dicho que su amigo Victor decía que era un amuleto de la suerte?
—Sí —asintió Ben—. Eso me dijo.
—¿Estás seguro?
—Claro que estoy seguro.
Beth se quedó mirando a su hijo sin pestañear, sintiéndose repentinamente muy incómoda consigo misma.
Thibault llenó su mochila con las pocas provisiones que quedaban en casa. El viento silbaba y la lluvia seguía arreciando con fuerza, pero ya había viajado incluso con un tiempo más intempestivo antes. Sin embargo, parecía que no conseguía reunir la energía necesaria para atravesar la puerta.
Una cosa era haber llegado hasta allí, pero marcharse de Hampton era algo muy diferente. Él era diferente. Había salido de Colorado sintiéndose más solo que nunca; aquí, su vida parecía plena y completa. O se lo había parecido hasta un día antes.
Zeus
finalmente se había acomodado en una esquina. Había estado casi todo el día inquieto, sin parar de moverse, porque Thibault no lo había sacado a pasear. Cada vez que se levantaba en busca de un vaso de agua, el perro se colocaba entre sus piernas, ansioso por saber si había llegado la hora de salir a pasear.
Era solo media tarde, aunque el cielo encapotado hacía parecer que casi era de noche. La tormenta seguía fustigando con saña la casa, pero Thibault tenía la impresión de que esta estaba en su última fase. Como un pez recién pescado, meneándose frenéticamente en el muelle, la tormenta no pensaba retirarse calmadamente.
Se había pasado la mayor parte del día intentando no pensar en lo que había sucedido ni en si podría haberlo evitado: realmente, se había metido en un juego peligroso. Lo había echado todo a perder, así de simple, y lo que estaba hecho ya no tenía remedio. Siempre había intentado vivir su vida sin torturarse a causa de errores que ya no tenían remedio, pero en este caso era diferente. Ni tan solo estaba seguro de si sería capaz de recuperarse jamás de aquel duro golpe.
Sin embargo, no podía zafarse de la sensación de que aquella historia todavía no había llegado a su fin, que quedaba algo por hacer. ¿Era simplemente un final feliz lo que echaba en falta? No, era algo más que eso. Su experiencia en la guerra le había enseñado a fiarse de sus instintos, aunque a veces no estuviera seguro del porqué. A pesar de que tenía la certeza de que lo mejor que podía hacer era marcharse de Hampton, aunque solo fuera para mantenerse lo más alejado posible de Keith Clayton —sabía perfectamente que él jamás olvidaría ni lo perdonaría—, no conseguía aunar el coraje necesario para atravesar el umbral.