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Authors: Nicholas Sparks

Cuando te encuentre (38 page)

—Sí, seguro. Identificaría a ese tipo en cualquier lugar.

—¿Y dices que tenía una foto de Beth?

—Ya te lo he dicho. La vi con mis propios ojos. En ese momento me pareció raro, ¿sabes? Y hoy lo he vuelto a ver, con Beth. Creí que te interesaría saberlo.

Clayton se quedó pensativo por unos momentos.

—Quiero que me cuentes todo lo que recuerdes de esa foto.

Aquel gusano tenía una memoria sorprendente. Clayton no necesitó mucho rato para entender toda la historia: esa foto se la habían hecho a Beth unos años antes, en el recinto ferial.
Tai-bolt
no sabía su nombre. La estaba buscando.

Cuando Tony se marchó, él continuó dándole vueltas a aquello.

Era imposible que
Tai-bolt
hubiera estado en el pueblo cinco años antes y que se hubiera olvidado del nombre de la chica de la instantánea. Pero ¿de dónde había sacado la foto? ¿Había atravesado el país andando solo para encontrarla? Y si eso era cierto, ¿por qué?

¿Significaba eso que la había engañado?

Todavía no estaba seguro, pero había algo que no encajaba. Y Beth, ilusa como de costumbre, no solo se estaba acostando con él, sino que además había metido a ese tipo en su casa y en la vida de Ben.

Clayton frunció el ceño. No le gustaba la historia. No le gustaba en absoluto, y estaba seguro de que a Beth tampoco le haría ninguna gracia.

Thibault

—Así que esta es tu cabaña, ¿eh?

A pesar del techo protector que les habían conferido los árboles, Thibault estaba completamente empapado cuando llegaron a la casa del árbol. El agua le caía por el impermeable como si alguien lo estuviera regando con una manguera, y tenía los pantalones nuevos totalmente calados desde las rodillas hasta los pies. Dentro de las botas, notaba los calcetines encharcados de un modo extremamente desagradable. Ben, en cambio, iba protegido de la cabeza a los pies por un magnífico traje impermeable con capucha y calzaba las botas de caucho de Nana. A no ser por su cara, Thibault dudaba que el muchacho se percatara de la lluvia torrencial.

—Tenemos que subir por aquí. Increíble, ¿verdad? —Ben señaló hacia el tronco de un roble situado junto al arroyo. En el tronco había una serie de tablones de madera clavados, a modo de peldaños—. Lo único que tenemos que hacer es trepar por la escalera del árbol y luego cruzar el puente.

Thibault se fijó con aprensión en que el arroyo había doblado su caudal y en que el agua bajaba impetuosamente.

Centró toda su atención en el pequeño puente y vio que se componía de tres partes: unas sogas muy gruesas unían los precarios peldaños adosados al roble a una plataforma central situada justo encima del arroyo, que descansaba sobre cuatro pilares de madera. La plataforma estaba conectada con otra sección del puente de cuerda, que conducía directamente hasta una segunda plataforma, emplazada justo delante de la puerta de la cabaña. Thibault se fijó en los escombros arrastrados por la corriente que se habían ido depositando alrededor de los pilares de la plataforma central. Aunque no había inspeccionado el puente antes, sospechaba que las incesantes tormentas y la rápida corriente del agua habían debilitado la base. Antes de que pudiera decir nada, Ben empezó a trepar por la escalera del árbol animadamente.

Ben le dedicó una sonrisa traviesa cuando llegó al último peldaño.

—¡Vamos! ¿A qué esperas?

Thibault alzó el brazo a modo de escudo para protegerse la cara de la lluvia, sintiendo una repentina opresión en el pecho.

—No estoy seguro de que esto sea una buena idea…

—¡Gallina! —gritó Ben. El muchacho empezó a cruzar el puente, que se balanceaba de lado a lado mientras Ben lo atravesaba corriendo.

—¡Espera! —gritó Thibault, pero su orden no logró frenar al muchacho.

En ese momento, Ben ya había llegado a la plataforma central.

Thibault trepó por la escalera del árbol y pisó con cautela el puente de cuerda. Los tablones saturados de agua se combaron bajo su peso. Tan pronto como Ben lo vio llegar, empezó a recorrer la última sección del puente, hacia la cabaña. Thibault contuvo la respiración mientras observaba inquieto los movimientos del muchacho, hasta que este finalmente saltó y se encaramó a la plataforma exterior de la cabaña. Esta se combó bajo el peso de Ben, pero se mantuvo firme. El muchacho se giró, con una sonrisa triunfal.

—¡Baja! —gritó Thibault—. No creo que el puente pueda soportar mi peso.

—¡Lo aguantará! ¡Mi abuelo lo construyó!

—¡Por favor, Ben, baja!

—¡Eres un gallina! —volvió a provocarlo Ben.

Era obvio que el chico veía aquello como un juego más. Thibault echó otro vistazo al puente y llegó a la conclusión de que si avanzaba despacio, quizá no se partiría. Ben había corrido sobre él con fuertes zancadas. ¿Sería capaz de sostener el peso del cuerpo de Thibault?

Con su primer paso, los tablones, impregnados de agua y muy viejos, se combaron bajo su peso. Seguro que estaban completamente podridos. De repente Thibault recordó que llevaba la foto en el bolsillo. El arroyo se había convertido en un torrente que bajaba con mucha fuerza, formando pequeños remolinos bajo sus pies.

No había tiempo que perder. Avanzó despacio y llegó a la plataforma central, luego empezó la ascensión por la última sección del puente colgante. Miró la plataforma combada en el exterior de la cabaña y pensó que esta no soportaría el peso de los dos. En su bolsillo notaba un intenso calor, como si la fotografía estuviera ardiendo.

—Espérame dentro —dijo Thibault, intentando no delatar su creciente alarma en el tono de voz—. No hace falta que esperes bajo la lluvia a un pobre viejo como yo.

Por suerte, Ben rio y se metió en la cabaña. Thibault lanzó un suspiro de alivio mientras completaba la ascensión hasta la segunda plataforma con un incontrolable temblor de piernas. Dio un paso amplio y rápido para no pisar la plataforma y entró precipitadamente en la cabaña.

—Aquí es donde guardo mis cromos de Pokemon —dijo Ben, ignorando la atropellada entrada de su invitado y señalando hacia las cajas de hojalata apiladas en la esquina—. Tengo un cromo de un Charizard. Y un Mewtwo.

Thibault se enjugó el agua de la cara al tiempo que intentaba tranquilizarse y se sentaba en el suelo.

—Fantástico —comentó, mientras a su alrededor se iban formando charquitos con el agua que le chorreaba del impermeable.

Estudió la diminuta habitación. Los muñecos se amontonaban en las esquinas. Una ventana sin cristal exponía prácticamente todo el interior a las inclemencias del tiempo, empapando los tablones sin pulir. El único mobiliario era un puf relleno de arena en una esquina.

—Es mi escondite —proclamó Ben, orgulloso, dejándose caer pesadamente sobre el puf.

—¿De veras?

—Vengo aquí cuando me enfado o cuando estoy triste. Como, por ejemplo, cuando los niños me tratan mal en el cole.

Thibault apoyó la espalda en la pared y se sacudió el agua de las mangas.

—¿Qué te hacen?

—Cosas. Ya sabes. —Se encogió de hombros—. Me critican porque no juego bien al baloncesto o por lo mal que chuto la pelota o porque llevo gafas.

—Debe de ser francamente duro.

—¡Bah! No me importa.

Ben no pareció darse cuenta de su contradicción. Thibault continuó.

—¿Qué es lo que más te gusta de este sitio?

—El silencio —aseguró Ben—. Cuando estoy aquí, nadie me hace preguntas ni me pide que haga nada. Puedo estar sentado y pensar.

Thibault asintió.

—Tiene sentido. —A través de la ventana, podía ver que el viento, que había empezado a arreciar, empujaba la lluvia de un lado para el otro. La tormenta se estaba envalentonando.

—¿Y en qué piensas? —le preguntó.

Ben se encogió de hombros.

—En el hecho de crecer, de hacerme mayor… Cosas por el estilo. —Hizo una pausa—. Me gustaría ser más alto.

—¿Por qué?

—En clase hay un niño que siempre se mete conmigo. Es muy malo. Ayer me empujó en el comedor.

La cabaña osciló levemente a causa de una fuerte ráfaga de viento. De nuevo, Thibault tuvo la impresión de que la foto ardía en su bolsillo. Como un acto reflejo, metió la mano en el bolsillo. No comprendía aquel extraño impulso, pero antes de ser consciente de lo que estaba haciendo, sacó la foto.

Fuera, el viento continuaba aullando y podía oír que las ramas del árbol azotaban la estructura. Thibault sabía que cada minuto que pasaba aumentaba el caudal del arroyo. De repente, tuvo una visión en que la plataforma en la que estaban sentados cedía y Ben caía al agua.

—Quiero darte algo —anunció, y las palabras se le escaparon de la boca antes de tener tiempo de pensarlas conscientemente—. Creo que te ayudará a solventar tu problema.

—¿Qué es?

Thibault tragó saliva.

—Es una foto de tu madre.

Ben tomó la foto y la contempló, con una expresión llena de curiosidad.

—¿Y qué tengo que hacer con ella?

Thibault se inclinó hacia delante y propinó unos golpecitos en una de las esquinas de la foto.

—Solo llevarla siempre encima. Mi amigo Victor decía que era un amuleto de la suerte. No se cansaba de repetirme que estaba seguro de que esta foto me había salvado la vida en Iraq.

—¿De veras?

Esa era la cuestión, ¿no? Después de un largo momento, Thibault asintió.

—De veras.

—¡Quéguay!

—¿Me harás un favor? —le pidió Thibault.

—¿Qué?

—Quiero que no se lo cuentes a nadie. Este secreto es entre tú y yo. Y también quiero que me prometas que siempre la llevarás encima.

Ben consideró ambas peticiones.

—¿Puedo doblarla?

—No creo que eso importe.

Ben volvió a quedarse pensativo.

—De acuerdo —aceptó finalmente, doblándola y guardándosela en el bolsillo—. Gracias.

Era la primera vez en más de cinco años que se había alejado de la foto a una distancia superior a la que separaba la ducha del lavamanos, y la sensación de pérdida lo desorientó. En cierto modo, no había esperado sentir su ausencia de una forma tan intensa. Mientras observaba a Ben cruzar el puente y desviaba la vista hacia el violento torrente, la sensación de desasosiego solo se incrementó. Cuando el chico le hizo una señal con el brazo desde el otro lado del arroyo y empezó a descender por los peldaños adosados al árbol, Thibault pisó la plataforma exterior con recelo, antes de pasar al puente tan rápido como pudo.

Se sentía totalmente indefenso mientras cruzaba el puente paso a paso, procurando no pensar en que, si el puente se partía, irremediablemente caería al agua, procurando no pensar en que ya no llevaba la foto encima. Cuando alcanzó el roble, soltó un tembloroso suspiro de alivio. Sin embargo, mientras descendía por los peldaños, sintió la desapacible premonición de que, fuese el motivo que fuese por lo que había ido a Hampton, la historia no había terminado, sino que, al contrario, no había hecho más que empezar.

Beth

Aquel miércoles Beth estaba mirando hacia el exterior a través de la ventana de su clase a la hora del almuerzo. Nunca antes había visto nada similar: los huracanes y las tempestades intensas a las que estaban tan acostumbrados no tenían nada que ver con la serie de tormentas que últimamente habían asolado el condado de Hampton y el resto de condados desde Raleigh hasta la costa. El problema era que, a diferencia de la mayoría de las tormentas tropicales, estas no pasaban rápidamente de largo, sino que persistían día tras día con una fuerza descomunal, provocando que prácticamente todos los ríos de la zona este del estado estuvieran en elevado de riesgo de desbordamiento. El caudal de los ríos de las pequeñas localidades a lo largo de Pamlico, Neuse y Cape Fear ya había anegado los terrenos aledaños, y en Hampton estaban al borde de sufrir severas inundaciones. Si seguía lloviendo uno o dos días más de ese modo, lo más seguro era que solo se pudiera llegar a la mayoría de los establecimientos situados en pleno centro del pueblo en canoa.

Las autoridades del condado ya habían decidido cerrar las escuelas el resto de la semana, porque los autocares escolares no podían cubrir la ruta y solo un poco más de la mitad de los maestros conseguían llegar a los centros. Ben, por supuesto, estaba encantado con la idea de quedarse en casa y de poder pisotear los charcos con
Zeus
, pero Beth estaba preocupada. Tanto los periódicos como las noticias locales habían informado de que, a pesar de que el South River ya había crecido hasta unos niveles peligrosos, la situación todavía se iba a complicar más cuando los arroyos y los afluentes alimentaran el caudal. Los dos arroyos que rodeaban la residencia canina, que normalmente quedaban a cuatrocientos metros de las instalaciones, se podían ver ahora claramente desde las ventanas de la casa. Logan incluso tenía que mantener a
Zeus
encerrado por la enorme cantidad de escombros que arrastraba la fuerza de la corriente.

A los niños no les resultaba fácil pasarse todo el día encerrados, y esa era una de las razones por las que Beth había decidido quedarse en clase a la hora de comer, para organizar algunas actividades divertidas. Después del almuerzo, en vez de salir a jugar al fútbol o al baloncesto en el patio durante el recreo, los alumnos tendrían que ir directamente a sus aulas y pasarse el rato dibujando o pintando o leyendo en silencio. En realidad, los niños necesitaban descargar su energía, y ella lo sabía. Durante años no se había cansado de sugerir a la directora que en los días lluviosos retiraran las mesas del comedor y dejaran que los críos corretearan o jugaran por lo menos durante veinte minutos, para que luego estuvieran más sosegados cuando volvieran a encerrarse en las clases. Pero siempre recibía la misma respuesta: su sugerencia era simplemente inaceptable por motivos organizativos, de seguridad y sanitarios. Cuando preguntaba qué significaba todo eso, recibía una larga explicación que no la convencía en absoluto y en la que, a modo de ilustración, la directora siempre recurría a una patata frita: «No podemos permitir que los niños resbalen con una patata frita que ha caído al suelo del comedor del colegio», o «Si resbalan con una patata frita que hay en el suelo del comedor del colegio, los padres pueden denunciar a la escuela», o «Los conserjes tendrán que volver a negociar su contrato si no han barrido el suelo del comedor del colegio a la hora que debían haberlo hecho», y, finalmente «Si alguien resbala por culpa de una patata frita que hay en el suelo, los niños podrían quedar expuestos a un montón de gérmenes patógenos».

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