Cuentos paralelos (23 page)

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Authors: Isaac Asimov

En aquellos días estaba teniendo un promedio de tres libros al año lo que, dado mi ritmo de escritura, no era gran cosa, pero entonces no tenía mucho tiempo para escribir. Medio año antes de que apareciese
«Un guijarro en el cielo»
, había empezado a enseñar en la facultad de Medicina de la Universidad de Boston y en 1951 me había convertido en profesor ayudante de bioquímica. Me hallaba todavía bajo la falsa idea de que ése era mi trabajo vital y que el escribir no era sino una ocupación accesoria..., pero seguía escribiendo igual, a ratos perdidos.

De vez en cuando me era preciso visitar la biblioteca de la Universidad de Boston en el campus principal (esos eran los días pre-Cotlieb) y el 17 de noviembre de 1953, mientras curioseaba las estanterías, me topé con una hilera de volúmenes encuadernados del
Time
.

Empecé a hojear los primeros y, naturalmente, me divirtió el comprobar como yo era mucho más inteligente que los escritores de Time, con su estilo cuidadosamente cultivado de arrogancia sabelotodo (por supuesto, era porque yo tenía la ventaja de ver las cosas a posteriori). Sin demasiadas esperanzas, pregunté a los bibliotecarios si era posible sacar esos volúmenes para leerlos en casa. Descubrí entonces que los miembros de la facultad tenían algunos privilegios extraordinarios. Ellos podían llevarse esos volúmenes, aunque los estudiantes no podían.

Me llevé rápidamente el primero de los volúmenes de su colección (que cubría la primera mitad de 1928) y seguí avanzando a buen ritmo. Me costó casi un año abrirme paso a través de todos los volúmenes y los bibliotecarios me llamaban, espero que con afectuosa diversión, "el profesor de Time".

Todo ese procedimiento fue meramente cuestión de satisfacer un impulso, excepto por el hecho de que en uno de los primeros volúmenes me llamó la atención un dibujo en un pequeño anuncio. Lo percibí por el rabillo del ojo y tuve la fugaz impresión de algo que se parecía a la ahora familiar nube en forma de hongo de una bomba nuclear. Eso me sorprendió, pues el volumen de Time databa de unos quince años antes de Hiroshima. Le eché otra mirada. Era solamente el géiser Old Faithful del parque nacional de Yellowstone, y el anuncio era de lo más corriente.

Pero, ¿de qué sirve ser un escritor de ciencia ficción si no saca uno ventaja de pequeñas cosas raras como ésa? ("¿De dónde saca usted sus locas ideas?", me preguntan con frecuencia. Una respuesta podría ser: "De números antiguos de la revista
Time
".)

Después de todo, ¿y si el anuncio fuese lo que yo creí que era... realmente, la nube en forma de hongo? ¿Podía el texto del anuncio dar una sutil pista en cuanto a la auténtica naturaleza del dibujo? De ser así, ¿cómo llegó hasta ahí? ¿Y por qué?

Estaba claro que el asunto implicaba necesariamente el viaje en el tiempo, lo que era inmediatamente interesante, pues nunca había escrito un relato largo en el que el viaje temporal estuviese implicado. Así pues, el 7 de diciembre de 1953 empecé a escribir una novela corta a la que llamé
«El fin de la eternidad»
. Al final, resultó tener unas 25.000 palabras y acabé con ella el 6 de febrero de 1954. Estaba muy contento de ella y se la envié inmediatamente por correo a
Galaxy
.

El 9 de febrero Horace Gold me llamó por teléfono. Se trataba de un rechazo total. Habló de revisión, pero de una revisión completa. Al final la cosa habría sido aprovechar el título y poner bajo él una nueva historia. Me negué rotundamente y eso fue todo.

Me parece que entonces debí probar con
Astounding
, pero no lo hice. Ya no recuerdo la razón, y no tengo ninguna indicación en mi diario en cuanto al porqué no lo hice. (Me he dado cuenta muchas veces de que cuando sucede algo desagradable no hablo mucho de ello en mi diario. Por lo tanto, es posible que mi diario le dé a mi vida un aspecto más feliz y despreocupado del que debería tener, según los hechos… aunque la verdad es que mi vida ha sido lo bastante feliz y ni tan siquiera sueño con quejarme.)

Puede ser (y ahora no estoy sino haciendo suposiciones) que de mi conversación telefónica con Gold sacase la idea de que pasaban demasiadas cosas en la novela corta y de que tenía entre manos una novela deshidratada. Dado que
Doubleday
había publicado hasta el momento cuatro novelas mías y tenía en prensa dos más, me sentía como un escritor bien establecido en la
Doubleday
que podía hacer uso de las prerrogativas que lleva consigo el puesto. Es posible, por lo tanto, que me pareciese razonable pedirle a Walter Bradbury que leyese la novelita y me dijese si creía que en ella se escondía una verdadera novela.

El 17 de marzo de 1954, mientras yo estaba en Nueva York, le dejé la novela corta a Bradbury el cual, amablemente, accedió a mi petición. Esta vez había juzgado acertadamente. Bradbury dijo que ahí había una novela valiosa y el 7 de abril me llamó para decirme que tenía un contrato en marcha.

Firmé el contrato el 2I de abril y me enfrenté entonces a la perspectiva de contar de nuevo la historia con una longitud triple. Me llevó exactamente medio año el hacerlo y acabé el 5 de diciembre de 1954. Una semana después sometí el resultado a
Doubleday
y el 4 de agosto de 1955 recibí un ejemplar de prueba del libro.

Aquí, pues, está la novela corta original a partir de la cual se preparó la verdadera novela.

1

La sección de la eternidad entregada al siglo 575 está orientada hacia la materia. Los vórtices de energía del 300 han desaparecido; la dinámica de campos del 600 no ha llegado aún. En los veinte milenios que van de la primera a la última, la materia se usa para todo, desde paredes hasta sartenes. Tampoco los cambios registrados en la realidad han afectado eso. Considerada como un todo, en la eternidad la orientación hacia la energía ha sido siempre la excepción.

Ello no quiere decir que Brinsley Sheridan Cooper (siglo 28), nacido en otro tiempo orientado hacia la materia, se encontrase como en su casa cuando entró en la antesala que se extendía después de una puerta transparente para seguir luego, indefinida, a través de todo el 575. Después de todo, también en la materia hay modas. Para un "energético", la materia tiende a ser materia y nada más. Toda la materia es tosca, pesada y bárbara. Para un "matricial", sin embargo, existe la madera, el metal (subdivisiones, pesado y ligero), el plástico, los silicatos, el cemento y el cuero en innumerables combinaciones y variedades.

A Cooper, cuya noción de un mundo estaba construida alrededor de estructuras de aleaciones de metales ligeros, la visión de un océano de cristal y porcelana, mirase donde mirase (aún más impresionante porque en esos momentos no se veía a ningún ser humano), le había dejado con la boca abierta.

Permaneció así hasta que una voz áspera, cargada de un acento del milenio cuarenta, dijo:

—Preséntese, maldita sea.

Cooper parpadeó.

—Lo siento, señor, pero creo que no...

En su confusión, usó su propio dialecto del siglo 28.

La expresión algo airada de su interlocutor se suavizó al oírlo y la nariz aquilina que asomaba bajo unas cejas gruesas y algo canosas se hizo un poco menos impresionante. La puerta que había tras él y a través de la que había entrado, seguía haciendo girar suavemente su pesado cristal sobre la bisagra formada por un campo longitudinal, una concesión a la energética no demasiado extraña en un tiempo orientado hacia la materia.

Tendió una ancha mano para detener la puerta y dijo:

—Lo siento, hijo. Pensé que eras un nativo de este tiempo.

—No, señor —dijo Cooper, intentando parecer resuelto—. Soy B. S. Cooper, del 28. Mis credenciales.

Se había pasado ya a la lengua del milenio sesenta que había estado practicando durante días.

Le alargó la cápsula personal pero él no examinó la película puesta al descubierto sino que la apartó a un lado y se rió.

—Mis disculpas —dijo—. Estábamos esperando a un nativo para que se encargase del mostrador de recepción y saqué conclusiones apresuradas. Estamos teniendo problemas para encontrar a un nuevo hombre, y acabamos con el antiguo algo más pronto de lo que esperábamos. Ya sabe cómo son estas cosas.

Lo dijo con una facilidad de veterano que Cooper intentó imitar en su gesto de asentimiento. Después de todo, los nativos eran sujetos de observación y experimento aparte de los trabajos que pudiesen desempeñar. Tendría que acostumbrarse a eso.

El otro siguió hablando.

—Hay que estar siempre vigilando a los nativos. Nunca entienden realmente la eternidad, nunca se les mete en la cabeza que no se puede tratar el tiempo como si fuera una pelota de fútbol. A veces tardan segundos antes de registrar su entrada. Si tienen que registrar su salida lo hacen y luego se van a los aseos, a este lado de la cortina. Cuando vuelven al tiempo, se encuentran en el lado equivocado de un agujero de dos minutos y entonces los computadores montan un escándalo... ¿De dónde eres?

—Veintiocho. —Luego, ansiosamente, le preguntó—: ¿Es usted de alguna época cercana?

—Soy del 413. ¿Qué te trae aquí, hijo?

El rostro de Cooper se ensombreció. Podría haber adivinado el tiempo del hombre por su acento pero, ¿dónde está el Eterno que, en su primera misión en un nuevo sector de la eternidad, pueda resistirse a preguntar a gritos: «Hay alguien aquí del viejo 123», o de su tiempo natal, sea cual sea? O, si es demasiado joven y tímido, o demasiado viejo y consciente de su dignidad como para decirlo en voz alta, al menos puede pensarlo. Hay algo en el compartir un conjunto común de tropismos y prejuicios sociales que ni todo el lavado y entrenamiento de la escuela de novatos pueden eliminar por completo. Y la persona más insoportable del mundo, si está ataviada con un traje que uno reconoce como el traje correcto, el que en lo más hondo del corazón de uno es apreciado toda la vida como el único traje correcto, se convierte en un príncipe y un compañero al que apreciar.

Pero 413 era solamente un número para Cooper. En ese instante no podía recordar nada más respecto a él que el ser parte de un milenio marcado por la subpoblación y que exportaba árboles y semillas a varios siglos desprovistos de bosques. Así mismo, lo hacía en vastas cantidades, dado que los árboles y las semillas no eran tan sensibles con respecto a la realidad como los sueros antivirales, los embriones humanos o los relés de vórtice.

—Tengo que ver a Laban Twissell —dijo Cooper, sin poder evitar subir un poco el tono de voz al decir eso.

Las cejas del otro se alzaron un poco y recogió la cápsula personal que antes había pasado por alto, examinándola cuidadosamente.

—¿El jefe programador Twissell?

—Eso es.

—Bueno, Cooper, siéntese y yo me pondré en contacto con él. Por cierto, mi nombre es Nero Attrell.

El toque anterior de condescendencia había desaparecido de su voz.

Cooper tomó asiento y sus labios temblaron un poco ante el deleite reprimido que sentía. Estaba aquí a petición del jefe programador Laban Twissell, y Twissell era un miembro del Gran Consejo Pantemporal y estaba considerado en toda la eternidad como el más grande de los ejecutores.

Y era Twissell quien había pedido que Cooper le fuese asignado. No había dado razones para ello y, con todo, Cooper estaba convencido de que conocía la razón. No le había hablado a nadie de su convicción, ni tan siquiera a Genro Manfield, su instructor y el hombre a quien, hasta el momento, más había respetado en su corta vida.

Después de todo, desde hacía bastante tiempo había llegado a ser obvio para él que se le estaba preparando para una misión especial. Había tenido sus primeros atisbos de lo que debía ser tal misión hacía más de un fisioaño. (Había que aprender, casi al principio de la educación, la diferencia entre los años, que no existían en la eternidad, y los fisioaños, que representaban meramente la medida del envejecimiento del cuerpo humano.)

Había sucedido de este modo. Había cinco "novatos" en la clase del siglo 28, dos de la segunda década y uno de la quinta, otro de la séptima y otro de la novena. Él era el estudiante de la novena década, habiendo nacido en el 2784 y entrado en la escuela en el 2798. Si hubiese permanecido en el tiempo, llevaría ahora siete anos perteneciendo al siglo 29; pero los siglos se contaban siempre desde el momento en que uno abandonaba el tiempo y pasaba al entrenamiento. Sería del 28 hasta el día en que muriese. (Mentalmente, cambió la frase por un "hasta que muera". ¿De qué servía hablar de "días" en la eternidad aunque, por supuesto, todos lo hiciesen? Decían "ayer" y "puede que el año próximo", como si eso significase algo)

Pero de los cinco novatos sólo él se especializó. Le hicieron pasar a través de las matemáticas de computación todo lo deprisa que pudo y, excepto por eso, todo el resto del esfuerzo fue consagrado a la Historia Primitiva. Se quejó una vez. Los otros, señaló, estaban recibiendo cursos bien equilibrados.

El instructor Manfield se había frotado su castaña cabellera hasta convertirla en un confuso revoltijo y había dicho:

—Son órdenes directas del Gran Consejo Pantemporal, hijo. No sé el porqué.

(La gente tenía siempre tendencia a llamarle "hijo" a Cooper, quizás a causa de que su cabellera y sus ojos claros junto con su rostro de mentón poco pronunciado le hacían parecer bastante más joven de lo que era.)

No había nada que hacer salvo volver a examinar los viejos periódicos (impresos sobre papel en los días anteriores a ponerse de moda la película), hasta que las vidas, los hechos y los nombres muertos hacía mucho fuesen para ambos cosas vivas.

Pero creyó saber lo que le estaba sucediendo y la razón; y aguardó, con más o menos impaciencia, la llamada de Twissell. Había llegado.

Antes de partir tuvo una última conversación con Manfield y fue incapaz de no hacer alusión a ello. Con toda seguridad Manfield debía saber algo y Cooper deseaba ver corroboradas sus ideas. Lo deseaba enormemente.

—¿Para qué puede querer verme, señor? —preguntó—. Me he estado especializando en Historia Primitiva.

—Lo sé. Lo sé. —Manfield le sonrió—. Me temo que durante los años que hemos pasado con ella ha llegado a interesarme demasiado. Probablemente continuaré en ese campo después de que te hayas ido.

Cooper sabía a qué se estaba refiriendo. Las revistas de noticias de los siglos primitivos, con sus crónicas de sangre incontrolable, crimen y pasión, dejaban un sello indeleble, el de una realidad que no podía ser alterada, constituyendo una lectura fascinante. Echaría de menos las horas que él y Manfield habían pasado juntos ocupándose de ellas.

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