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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, Relato

Dame la mano (45 page)

—¡Orden de arresto! ¡Si le presento al juez una solicitud para una orden de arresto, me echará de su despacho por la ventana! No hay duda de que se enfadará por lo de la orden de registro.

—Debemos interrogar a Gibson. No es que tengamos muy buena baza, pero tampoco nos faltan las cartas. Estuvo siguiendo a una mujer, llegando a violar la esfera privada de esta. Y precisamente a una mujer a la que con posterioridad asesinaron de un modo brutal en un parque por la noche. ¡Todavía tiene que darnos explicaciones acerca de un par de cosas!

Valerie estaba furiosa.

—Por ejemplo, me gustaría saber dónde se encontraba la noche del pasado sábado. Cuando mataron a golpes a Fiona Barnes.

Valerie oyó una carcajada a su espalda y se volvió enseguida. Reek también miró hacia la puerta. El tipo que acababa de aparecer por ella, de apariencia juvenil, vestido con vaqueros y zapatillas deportivas, solo podía ser el inquilino del piso: Stan Gibson.

—Eso puedo decírselo ahora mismo —dijo, con una sonrisa amistosa. La reacción podía considerarse insólita visto el desorden que reinaba en su apartamento y la cantidad de policías que rondaban por él—. Estuve en Londres. Desde el sábado por la mañana hasta el domingo a mediodía. Estuve en casa de mis padres para presentarles a mi novia, Ena Witty. Tanto mis padres como la señorita Witty pueden confirmarlo.

Valerie necesitó unos segundos para recuperarse de la sorpresa y del sobresalto y para salir del asombro que le produjo la absurdidad del momento. A continuación avanzó tres pasos en dirección a aquel desconocido.

—Stan Gibson, supongo —dijo en un tono cortante—. ¿Puede identificarse?

El tipo revolvió con un dedo uno de los bolsillos de los vaqueros. Encontró la cartera, sacó su carnet de identidad y se lo plantó frente a las narices a Valerie.

—¿Satisfecha? —Sonrió aún más—. Y… mmm… Señorita, ¿podría usted identificarse también?

La inspectora sacó su placa identificativa y se la mostró junto con la orden de registro.

—Inspectora Valerie Almond. Y esta es la orden judicial de registro necesaria para entrar en su domicilio.

—Comprendo. El conserje me ha dicho que ha tenido que abrir la puerta de mi apartamento a unos agentes de policía. Estaría bien que me explicara…

—Con mucho gusto. Pero para ello tengo que pedirle que nos acompañe a comisaría. Tenemos una larga conversación por delante. Acerca de la señorita Amy Mills. Sobre su asesinato.

—¿Estoy detenido, inspectora?

—Solo se trata de una simple conversación —replicó Valerie con una cortesía meramente aparente. Por dentro pensaba todo lo contrario: ¡Ya me gustaría, cabrón! ¡No sabes cuánto me gustaría encerrarte enseguida y ver como desaparece esa asquerosa sonrisa irónica!

No cabía duda de que ese tipo no era normal. Si uno llega a casa y se la encuentra patas arriba y llena de policías, no se limita a sonreír de esa forma tan penetrante. En cualquier caso, alguien inocente no reaccionaría de aquel modo. Stan Gibson tenía las manos sucias, de eso estaba convencida Valerie, y si seguía sonriendo de oreja a oreja era solo porque se sentía completamente seguro. La situación le divertía. Le apetecía jugar con la policía.

Ten cuidado, pensó Valerie.

—Tiene derecho a consultar a un abogado. —Valerie lo informó de sus derechos de mala gana.

Sin embargo, tras un momento sobreactuado en el que Gibson fingió reflexionar, negó con la cabeza.

—No. ¿Por qué? No necesito ningún abogado. Venga, inspectora. ¡Vayamos a comisaría!

Stan Gibson la miró como si acabara de invitarla a tomar una cerveza. Con alegría. Con camaradería.

Que no te haga perder los nervios, se dijo Valerie mientras bajaban juntos la escalera acompañados por el sargento Reek. Eso es justo lo que quiere, y no voy a darle ese gusto. Que se vaya preparando porque pronto se le borrará esa sonrisa de la cara.

Valerie siempre decía que tenía un olfato especial para detectar a los psicópatas.

En ese momento habría apostado cualquier cosa a que tenía uno delante. Un psicópata de la peor calaña.

Uno especialmente inteligente.

El otro niño.doc (4)
11

Tardé mucho, muchísimo, en volver a ver la granja de los Beckett. El resto de la guerra e incluso un año más. El motivo fue mi madre. En cuanto salió del hospital se convirtió en otra persona, nunca volvió a ser la misma. Yo la recordaba como una mujer enérgica y resoluta, en ocasiones un poco severa, pero también alegre y segura de sí misma. Una mujer que cogía la vida por los cuernos, como solía decirse. Pero después de haber perdido ese niño, el hijo que tanto había deseado Harold, desaparecieron su optimismo y su arrojo habituales. No solo tenía mal aspecto, encanecido y enjuto, es que además parecía abatida, deprimida y profundamente infeliz. A menudo se echaba a llorar sin causa aparente. Podía llegar a pasar muchas horas sentada sin hacer otra cosa que mirar por la ventana. Todo la atormentaba sobremanera: la guerra, la ciudad bombardeada, la gente mal vestida, el racionamiento de alimentos… Por eso resultaba tan estremecedor, porque tiempo atrás había sido una persona que jamás se amedrentaba ante las adversidades.

—Todo podría ir peor —solía decir antes.

Después, sus palabras eran muy distintas:

—¡La vida nunca había sido tan mala como ahora!

Sin embargo, el futuro era cada vez más esperanzador. Los alemanes estaban en las últimas e iban a perder la guerra, de eso estaban convencidos incluso los más pesimistas. Excepto mi madre. Si algo se preguntaba la gente era por qué se empeñaban en seguir con la guerra.

El destino de los nazis se decidió finalmente el 6 de junio de 1944, el llamado día D, el día en que las tropas aliadas iniciaron la operación Overlord y las fuerzas armadas de varios países desembarcaron en las extensas playas de Normandía.

Francia pronto quedaría liberada, todo el mundo lo decía, y entonces una cosa llevaría a la otra. Desde el este, Rusia desplegó su poderoso ejército hacia la frontera alemana. Cuando escuchabas la BBC, te preguntabas cómo era posible que Hitler no ordenara la capitulación inmediata.

En lugar de eso, no obstante, el Führer se dedicó a agotar todos los efectivos de sus fuerzas armadas, claramente decidido a no darse por vencido mientras uno solo de sus soldados siguiera con la cabeza sobre los hombros.

—Es un loco —solía decir Harold—. ¡Es un chiflado!

Harold en realidad no tenía ni idea de política, pero yo coincidía de principio a fin con la opinión que él tenía de Hitler. Aunque tampoco es que hiciera falta una inteligencia especial para darse cuenta de que el Führer estaba como una cabra.

Así pues, mientras esperábamos que la guerra terminara de una vez y empezábamos a hacer planes llenos de esperanzas para cuando eso sucediera, mi madre se mostraba incapaz de dejarse llevar por el más mínimo pensamiento positivo.

—Sí, quizá la guerra esté terminando —admitió finalmente—, pero ¿quién sabe lo que nos espera después? Tal vez las cosas pasen a ser peores aún. ¡Quizá ocurran cosas todavía peores y acabemos pensando que las bombas de mil novecientos cuarenta no fueron tan terribles en comparación!

Ante esa profunda depresión, yo me vi obligada a abandonar mis intenciones de volver a Yorkshire, o como mínimo tuve que posponerlas indefinidamente. Incluso cuando los nazis reanudaron los bombardeos sobre Londres como un último acto de rebelión ante la operación Overlord, esa vez con los temidos cohetes V2, no consideré ni por un momento la posibilidad de huir de nuevo. Tenía muy claro que mi madre me necesitaba, a mí, a la única hija que le quedaba. No podía dejarla en la estacada, la tenía muy aferrada a mí y se ponía nerviosa enseguida si tardaba media hora más de lo normal en volver de la escuela o si me entretenía más de la cuenta cuando salía a hacer la compra. Yo acepté el estado en el que se encontraba a pesar de todo. ¿Qué otra cosa podía hacer?

De todos modos, en Staintondale tampoco habría podido estar con Chad porque este estaba en el frente. Dejamos de mantener el contacto por carta porque yo no tenía ninguna dirección a la que escribirle y él… bueno, a él tampoco es que le gustara mucho escribirme. Más adelante me enteré de que llegó a participar en el desembarco de Normandía y agradecí no haber sabido de él durante ese tiempo. Me habría vuelto loca de miedo al oír en las noticias el gran número de soldados que pagaron con sus vidas el alto precio de la invasión. Posteriormente, una vez todo hubo acabado y sabiendo que había salido ileso, claro está, me sentí muy orgullosa de que hubiera participado en aquel acontecimiento tan decisivo.

Ya no me provocaba tanto sufrimiento el hecho de tener que vivir en Londres, supongo que debido a que el estado mental de mamá supuso una responsabilidad que daba sentido a esa circunstancia. Ya no me parecía absurdo tener que quedarme allí y soportar lo que fuera.

Por lo demás, Harold también cambió. No cambió de manera radical, por supuesto, pero la debilidad de mamá lo hizo reaccionar. Ya no se emborrachaba nada más llegar a casa como antes, sino que pasó a ayudarme con las tareas domésticas al volver del trabajo. Después sí, después se emborrachaba, pero en algo habíamos avanzado. Pasé a verlo con otros ojos, porque el drama del aborto y mi huida a Yorkshire me habían mostrado que Harold amaba de verdad a mi madre y que, a su manera, quería hacerla feliz a toda costa. Se ocupó de que yo no le causara más dolor todavía. Por eso cumplí estrictamente nuestro acuerdo acerca de no revelarle jamás a mamá que yo había huido a Staintondale en febrero de 1943. Murió en el año 1971 y nunca llegó a enterarse.

En mayo de 1945 finalizó la guerra y la gente salió a la calle para celebrarlo. Winston Churchill apareció con la familia real en el balcón de Buckingham Palace, y miles de personas los aclamaron y cantaron «God Save the King» y «Rule, Britannia». Yo también estuve allí y lloré de emoción cuando todos cogidos de la mano entonamos el cántico más popular, patriótico y sentimental de esos tiempos de guerra: «There‘ll be blue birds over the white cliffs of Dover… tomorrow, when the world is free…».

Muchas familias tuvieron que lamentar la muerte de seres queridos y seguía habiendo calles enteras en ruinas, pero la gente miraba hacia delante, se dedicaba a apartar los cascotes, trabajaba en las obras de reconstrucción, todos eran felices de saber que los maridos, los hijos y los amigos finalmente estaban fuera de peligro, que ya no tenían que seguir temiendo por los ataques aéreos ni por la posibilidad de que los nazis acabaran ocupando nuestra isla.

La pesadilla había terminado.

En 1946 acabé la escuela y no tenía ni idea de lo que haría a continuación. El estado de euforia y de felicidad que se apoderó de mí justo después de que la guerra llegara a su fin ya se había desvanecido casi por completo y comprendí que había llegado el momento de decidir qué haría con mi vida. Aun así, no sabía qué camino tomar. ¿Qué era lo único que había ocupado mis pensamientos en los últimos años? Solo había soñado con volver a Yorkshire; aparte de eso me había limitado a intentar superar el día a día. Por lo demás, siempre había visualizado mi futuro envuelto de una luz radiante, pero eso había sido antes. No había pensado en la posibilidad de cambiar de planes.

—Podrías hacer algo relacionado con niños —sugirió mi madre cuando a finales de julio celebramos mi decimoséptimo cumpleaños con café y una tarta con claras a punto de nieve en lugar de nata. Yo no había hecho más que quejarme porque no sabía a qué me dedicaría—. Enfermera de pediatría, por ejemplo. ¡Creo que es una profesión maravillosa!

Desde que hubo perdido el bebé de Harold, se pasaba el día pensando en niños. Sin recibir dinero a cambio, se encargaba de cuidar niños del vecindario, se los llevaba de paseo, les leía historias o los ayudaba con los deberes de la escuela. A Harold y a mí nos sacaba de quicio, pero no decíamos nada porque considerábamos evidente que todo aquello representaba una especie de terapia para ella. Yo, en cambio, no sentía ningún tipo de simpatía por nadie que tuviera menos de catorce años, por lo que le mostré mi rechazo enseguida.

—No, mamá, de verdad que no. ¡No soporto a los niños, ya lo sabes!

—Creo que sería mejor que aprendieras contabilidad —dijo Harold—. En las oficinas siempre están buscando personal, y podrías ir ascendiendo poco a poco.

Eso me sonó aburridísimo.

—No. No lo sé… Dios, ¡creo que jamás llegará a ocurrírseme nada!

Me quedé mirando con gesto sombrío la pared que tenía delante. Contable. Enfermera de pediatría. Casi prefería que me enterraran en vida en ese mismo instante.

Y entonces fue cuando mi madre salió con una propuesta que me sorprendió muchísimo.

—Quizá lo que necesitas es simplemente alejarte un poco de Londres. De nosotros. Tal como eres, no te veo encerrada en una jaula, sin ver el mundo que hay más allá de las rejas.

Miré a mi madre con estupefacción. Había descrito de forma muy precisa lo que me rondaba la cabeza.

—Te gustó mucho Yorkshire cuando tuviste que ir a causa de la guerra —prosiguió—. Tal vez deberías pasar un par de semanas allí. Pasear junto al mar, respirar aire puro. En ocasiones es suficiente con cambiar de entorno para descubrir nuevos caminos.

Harold y yo nos miramos, sorprendidos.

—¿Cómo se llamaba… la mujer que te acogió entonces? Emma Beckett, ¿no? Es posible que esté dispuesta a ofrecerte alojamiento de nuevo. A cambio pagaríamos tus gastos, naturalmente, pero eso ya lo arreglaríamos de un modo u otro.

Puesto que mi madre no había llegado a enterarse de mi escapada, tampoco le habíamos contado que Emma había muerto. Y sin duda era mejor que siguiera sin saber nada al respecto. Me pareció dudoso que hubiera accedido a que viviera sola con Arvid, Nobody y Chad, en caso de que este hubiera sobrevivido a la guerra.

—Mamá, ¿lo dices en serio? —pregunté.

—Claro. ¿Por qué no? —respondió ella, sorprendida.

Dirigí otra mirada a Harold y me dio a entender que no se iría de la lengua respecto a la muerte de Emma.

El corazón empezó a latirme intensamente. El día había sido oscuro y sin perspectivas de mejora alguna. Pero en ese momento se abrió ante mí una claridad resplandeciente.

Volvería a reencontrarme con todo cuanto amaba. Chad, la granja, el mar, nuestra cala, los extensos campos de Yorkshire, repletos de colinas.

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