Dame la mano (61 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, Relato

Dave se había sentado en el salón con Colin. Los perros se habían tendido entre los dos, sobre la alfombra, roncando. Alguien había encendido el fuego de la chimenea. A Gwen le había parecido que había sido un bonito regreso a casa, al menos había sido aparentemente bonito, porque la situación no había durado mucho y por lo tanto dejó de verla idílica. Los perros, que se habían puesto a brincar moviendo la cola y jadeando; los dos hombres, que salieron al encuentro de las dos mujeres; el calor del fuego. La calidez del momento. Todo tan bien dispuesto y no era más que una estampa de lo que podría haber sido. Un marido afectuoso, niños saludando a su madre con gritos de alegría. En lugar de eso, todo permanecería igual que antes. Las pocas veces que fuera a Scarborough, serían para volver a una casa fría, en la que nadie la estaría esperando aparte de su anciano padre, que tan poco sabía acerca de su hija, de cómo vivía y de qué le preocupaba. No encontraría a nadie más.

Colin y Jennifer se habían retirado a su habitación y Chad, como de costumbre, no se había dejado ver siquiera. Y después de pasar un rato callados, Dave le susurró:

—Tengo que decirte algo, Gwen…

No fue necesario agregar mucho más después de eso, porque Gwen respondió:

—Lo sé.

—Sí —afirmó Dave—. Entonces no es preciso que diga gran cosa.

—No —dijo Gwen a su vez.

Después de eso se quedaron en silencio de nuevo, pero un silencio en el que se movieron y pasaron muchas cosas. Un silencio con el que terminaría la relación entre dos personas, una relación que, así lo veía Gwen, probablemente no había llegado a ser lo que debería haber sido, y aun así la relación había sido poco común. Por el egoísmo de él, por las esperanzas de ella. Tal vez incluso podría haber funcionado de algún modo si los dos se hubieran esforzado un poco más en intentarlo.

Tal vez… pero parecía que ya nunca llegaría a saber cómo habría sido ese «tal vez».

Ninguno de los dos se había dado cuenta de que el fuego se había apagado, pero empezó a hacer un frío muy incómodo en la sala que ahuyentó las cavilaciones que quedarían pendientes para más tarde, para que cada cual las resolviera por su cuenta.

—Son casi las cinco y media —dijo Dave—. Pronto habrá oscurecido. Y todavía me queda un buen trecho hasta la parada del autobús…

—Puedes quedarte a pasar la noche aquí, si quieres.

—Creo que será mejor que vuelva a Scarborough —dijo Dave mientras se levantaba—. De todos modos no sé a qué hora pasa el último autobús. Ni siquiera sé si aún tiene que pasar alguno.

—Sí, ¿y entonces volverías a pie?

—Ni idea —dijo él.

Gwen se dio cuenta de que Dave quería marcharse a toda costa.

Le da igual lo que pase, pensó ella mientras se levantaba. Incluso si tiene que hacer autoestop. Lo más importante para él es librarse de mí. ¡Esto no puede terminar así! No puede levantarse y marcharse sin más. No puede ser que no vuelva a verlo.

—Por… por favor, no te marches todavía. No puedo quedarme sola ahora.

El malestar de Dave era evidente, pero también lo era su sentimiento de culpa.

—No estás sola. Están Jennifer y Colin. Y tu padre…

—¡Mi padre! —Gwen hizo un gesto de desdén con la mano. ¡Dios, como si no conociera a su padre!—. Y con Jennifer no quiero hablar sobre todo esto. Más tarde sí, pero ahora no.

—De acuerdo —dijo Dave—, de acuerdo.

Él miró por la ventana. De repente le vino a la memoria que tenía una clase de español, aunque era ya demasiado tarde, de todos modos. Además, dudaba seriamente que en un día como aquel fuera a encontrar la energía necesaria para impartir una clase.

—Puedo llevarte yo más tarde —dijo Gwen—. Pero, por favor, quédate un poco más.

La idea de que él pudiera acceder a esa petición solo por lástima era horrible, pero en esos momentos Gwen no tenía las fuerzas necesarias para conservar el orgullo y rechazar la compasión de Dave.

La alternativa era una dolorosa soledad; le daba igual lo mucho que tuviera que rebajarse: la compasión le parecía un mal menor.

12

—Sí —dijo Semira—, como es natural, todo eso provocó un enorme escándalo y la prensa se lanzó sobre el tema febrilmente. Había encontrado a un hombre de casi cuarenta años, un disminuido psíquico encerrado en un establo. Un hombre que había estado a punto de morir a causa de los maltratos que había sufrido y a los que a duras penas había conseguido sobrevivir. Un hombre del que nadie sabía nada, ni siquiera quién era. La policía supuso en primera instancia que debía de tratarse de un hijo de los McBright cuya existencia habían decidido ocultar, cabía pensar que debido a su discapacidad. Gordon McBright no se manifestó al respecto y la señora McBright necesitó varias semanas de apoyo psicológico antes de poder someterse a un interrogatorio. Entonces explicó que no tenía hijos. Poco después de la guerra, su marido había vuelto a casa con un chico de unos catorce años, alegando que ya había encontrado mano de obra para la granja. Al chico lo llamaban Nobody, y había sido bajo ese nombre como su marido se lo había presentado.

Leslie pensaba en las cartas de su abuela, en las que ese nombre peyorativo aparecía una y otra vez. Con la crueldad típica de los niños, Chad había bautizado al pequeño Brian. Pero era difícilmente imaginable que un Chad Beckett ya adulto siguiera utilizando ese nombre para referirse a Brian en el momento en que lo había entregado a su torturador. «Este es nuestro Nobody. Puede quedárselo.»

Así debía de haber sido.

—Sin embargo, poco a poco fueron aclarándose las circunstancias —prosiguió Semira—, y pudieron seguir la pista de Nobody hasta llegar a la granja de los Beckett. Todavía hoy no sé cómo se las arregló Chad Beckett, pero la responsabilidad de toda esa tragedia acabó recayendo para la opinión pública sobre su padre, ya próximo a la muerte. No consigo imaginar que Beckett hubiera hablado mucho con la policía o con los medios de comunicación, no es que fuera un tipo precisamente elocuente. Con todo, lo que se desprendía de lo poco que dijo es lo siguiente: Arvid y Emma Beckett habían decidido acoger a aquel huérfano sin informar de ello a las autoridades, con lo que habían impedido cualquier posibilidad de que el niño progresara. Naturalmente, hay que tener en cuenta que, de todos modos, en los años cuarenta tampoco habría tenido muchas posibilidades al respecto. Según la información divulgada, Chad habría quedado bastante traumatizado por la guerra y se habría visto superado por un Brian cada vez mayor y más difícil, y no se lo habría pensado mucho cuando su padre había trasladado al chico a una granja en la que no había niños. Hoy en día ya no tiene importancia, pero por aquel entonces, en mil novecientos setenta, los hombres que como Chad Beckett habían participado en el desembarco de Normandía eran muy respetados. Había pasado mucho tiempo, pero la gente seguía agradeciendo a esos hombres que hubieran luchado con tanto valor contra Hitler. De un modo tan natural como irracional, el hecho de que siendo casi un niño ya hubiera querido alistarse voluntariamente parecía como si lo liberara de la responsabilidad de posibles negligencias o errores que pudiera llegar a cometer. La prensa no se atrevió a atacar a Chad y se centró más bien en su padre, hasta que las aguas volvieron a su cauce.

—¿Y mi abuela? —preguntó Leslie—. Ella también salió indemne del asunto, ¿no?

—Por supuesto, acabaron descubriendo que había sido ella quien había traído de Londres a Brian Somerville. Pero ¡con solo once años! Ni siquiera había cumplido los dieciséis cuando la guerra terminó y ya llevaba un tiempo en Londres. ¡Quién se habría atrevido a atacarla por ello!

—Entonces ¿por qué motivo lo veía usted de otro modo? —preguntó Leslie—. ¡Porque usted responsabiliza a Chad Beckett y a Fiona Barnes de todo lo ocurrido!

Semira recorrió con la mano el sobre de la mesa en un gesto de clara inquietud. Leslie vio lo nerviosa que era en realidad aquella mujer, aunque había tardado un poco en darse cuenta. Atormentada durante décadas por los dolores y los problemas constantes sufridos, era evidente que había desarrollado un férreo dominio de sí misma que, sin embargo, el cansancio conseguía desmoronar. Semira Newton estaba agotada, era evidente. Llevaba demasiado tiempo sentada en aquella silla de madera y había sido demasiado exhaustiva en la reconstrucción del trauma que había marcado su vida. Los dedos le temblaban ligeramente.

—Mire, mi vida ha quedado marcada por esa historia —dijo para responder a la pregunta de Leslie—. Después de aquello no volví a ser la misma. Cuando Gordon McBright estuvo a punto de matarme a golpes en aquel bosque, aparte de todo lo demás, sufrí un shock. En cualquier caso eso es lo que me dijeron los psicólogos. Pasé varios años en una clínica para tratarme por mis constantes depresiones. Por cierto que allí es donde aprendí alfarería. El trabajo creativo como terapia. No creo que me haya ayudado a avanzar mucho psicológicamente, pero gano con él algo de dinero que, unido a la pensión que cobro, me permite ir tirando. Después del incidente no pude trabajar de nuevo, y mi marido y yo nos divorciamos en mil novecientos setenta y siete. Cobro una especie de pensión de invalidez en tanto que víctima de un intento de crimen. No es gran cosa, pero tampoco es que yo necesite mucho dinero. Bueno, y ya le decía que de vez en cuando me saco unas perrillas extras vendiendo algún que otro plato o una taza, lo que nunca viene mal.

—¿Y su divorcio…?

—¿Quiere decir si tuvo algo que ver con la historia de Somerville? Pues sí, así es. ¿Sabe?, John se había casado con una mujer alegre, enérgica y consciente de su propia valía que tenía los pies en el suelo. De repente se encontró junto a un ser roto, una mujer que no podía dejar de hablar sobre lo que había vivido el diecinueve de diciembre de mil novecientos setenta, que no paraba de preguntarse acerca del origen del mal en el mundo y de cómo este debía afrontarse. Que se preocupaba por Brian Somerville y no estaba dispuesta a que los responsables de lo que le había sucedido salieran indemnes, a dejar que siguieran con sus vidas como si nada hubiera ocurrido. Además estaban las numerosas operaciones a las que tuve que someterme, los continuos dolores que me aquejaban y la confusión que reinaba en mi cabeza a causa de los medicamentos. Yo ya no era la misma Semira de la que él se había enamorado. Hoy en día ya no me tomo a mal que otra mujer acabara conquistando su corazón. Lo que hizo John fue huir de mí. Nunca más volvimos a tener contacto.

Era comprensible, pensó Leslie. Y aun así, era cruel.

—En cualquier caso, como le decía, ese drama marcó mi vida y, a diferencia de los médicos y los psicólogos que me trataron, tengo la impresión de que el desencadenante de mi trauma no fue el ataque que sufrí, sino la visión de Brian encadenado en aquel establo. La historia de ese niño que más tarde se convertiría en un hombre desamparado nunca me abandonaría del todo. No pude asimilarlo. No podía pasar página. Por eso me dediqué a perseguir a las dos personas que participaron en ello: Fiona Barnes y Chad Beckett. Sin descanso. Buscaba explicaciones. Quería comprenderlo, deseaba quitarme aquello de encima y para ello necesitaba comprender por qué había sucedido. Y mire, con eso, con esas conversaciones, fue cómo quedé convencida de que había dos personas implicadas que no eran en absoluto inocentes, que habían sido perfectamente conscientes de lo que hacían. Que eran responsables de lo que le había ocurrido a Brian Somerville. Y de manera indirecta también eran responsables de que mi vida hubiera quedado hecha añicos.

—¿Chad Beckett accedió a hablar con usted?

—Muy raramente. Y poco. Un pez sería más locuaz que él. Pero Fiona accedió a reunirse conmigo en alguna ocasión y me contó algunas cosas. Creo que buscaba alguna manera de terminar con todo ese tema. Pero en algún momento empecé a importunarla demasiado, porque llegó un punto en el que no quiso saber nada más de mí. Desde mil novecientos setenta y nueve me colgaba el teléfono sin mediar palabra cada vez que la llamaba. No volvimos a vernos desde entonces. Pero yo ya sabía lo suficiente. Y a diferencia de los medios, a diferencia de la policía, condené a Barnes y a Beckett desde el fondo de mi corazón. Así ha sido hasta hoy. Lo que hicieron es imperdonable.

Los pensamientos se agolpaban en la cabeza de Leslie.

Aquella mujer tenía un motivo para matar a su abuela. Entre todas las personas a las que Valerie Almond podía considerar sospechosas, Dave Tanner el primero de todos, Semira tenía el móvil más claro, más lógico y más convincente: la venganza. Por las dos vidas que habían quedado arruinadas. La de Brian Somerville y la de la propia Semira Newton.

Leslie observó a aquella mujer menuda de piel oscura, con el pelo lacio y negro a pesar de las canas y de grandes ojos castaños que revelaban lo bella que debió de haber sido en otros tiempos. No parecía alguien que estuviera luchando contra su destino, que estuviera consumiéndose por dentro por culpa del odio y la insatisfacción. Pero ¿ese tipo de cosas eran siempre visibles en la gente? ¿Acaso no se sorprendería todo el mundo de lo inofensivos que parecían los criminales peligrosos e incluso los psicópatas asesinos?

Leslie no conseguía quitarse de la cabeza una pregunta. Se inclinó hacia delante antes de hablar.

—Semira, permítame que se lo pregunte, pero para dejar las cosas claras… ¿Volvió a llamar a mi abuela? A pesar de que ella rechazara cualquier contacto con usted. ¿La llamaba y se limitaba a… quedarse callada?

—¿Quiere decir si fui yo quien la acosaba con llamadas anónimas? —preguntó Semira—. Pues sí, era yo. Pero desde hace una o dos semanas. Y hasta el martes pasado, hasta que leí en el periódico que había muerto. A veces tenía la sensación de estar a punto de reventar de rabia, y descubrí esa válvula de escape. Cuando volvía de visitar a Brian Somerville o cuando me encontraba mal, cuando el cuerpo me fastidiaba o me atenazaba la melancolía de nuevo, pensaba: ¿por qué tiene que irle tan bien a ella? ¿Por qué ella sigue con su vida como si nada, sin pensar más en el daño que causó? Sí, lo admito, eso me producía una gran satisfacción, me gustaba oír su voz preguntando una y otra vez quién la estaba llamando. Cada vez que lo preguntaba, lo hacía más nerviosa y en un tono más agudo, y yo me sentía un poquito mejor mientras pensaba: ahora eres tú la que se inquieta, la que no deja de darle vueltas, y tal vez esa vieja historia que tanto te habría gustado olvidar sigue atormentándote. En esos momentos, los días no me parecían tan lúgubres.

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