Dame la mano (60 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, Relato

Semira negaba con la cabeza mientras hablaba. A Leslie le pareció que conocía ese fenómeno mejor que la mayoría de las personas: eran mujeres que simplemente no se defendían. O que esperaban demasiado antes de intentarlo.

—En cualquier caso —prosiguió—, ese invierno de mil novecientos setenta Brian estaba en las últimas. No tenía ni cuarenta años y aparentaba al menos sesenta. No sé qué había llegado a hacerle McBright, pero no parecía posible sobrevivir a ello. Lo que encontré en el suelo de esa cuadra seguía respirando, pero a pesar de no saber nada de medicina comprendí que ni siquiera con la ayuda de un médico sería capaz de sobrevivir. Y una vez más, cometí un error. En lugar de salir corriendo de allí como si me persiguiera el mismismo diablo, coger el coche y no parar hasta la comisaría más próxima, me puse en cuclillas junto a él y le di la vuelta. Busqué con la vista un grifo porque me pareció que se estaba muriendo de sed. Quería ayudarlo. Enseguida. Allí mismo. Y me quedé demasiado tiempo dentro de aquel establo. Demasiado tiempo.

—¿La sorprendió McBright?

—En el establo, no —dijo Semira—. Conseguí encaramarme a una ventana para salir. El establo era parte del muro exterior que rodeaba la granja y la ventana daba a un terreno que quedaba en la parte de atrás. Hacía tiempo que la ventana no tenía cristal. Debía rodear aquel trozo de terreno como fuera para alcanzar el lugar en el que había dejado el coche aparcado, a los pies de la colina. Y entonces fue cuando apareció de repente. Frente a la puerta de la granja. Había mirado por una ventana y había visto mi coche allí aparcado. Yo lo había dejado un poco alejado en una arboleda, pero justo en ese momento me di cuenta de que era visible desde las habitaciones superiores de la casa. Los árboles estaban pelados y no lo ocultaban. En cualquier caso, de repente tuve delante de mí a McBright. Si no hubiera pasado tanto tiempo junto a Brian, en ese momento ya habría estado arrancando el coche.

Semira contempló el plato que tenía delante y repasó con los dedos un par de muescas.

—Supe enseguida que corría peligro. Me las tendría que ver con aquel sádico que no se arredraba ante nada. En cuanto McBright comprendió que yo había descubierto su secreto, supo que no podía dejarme marchar sin más. Recuerdo perfectamente lo fuerte que me latía el corazón y lo seca que tenía la garganta. Y que mis piernas amenazaban con doblarse. Intenté que me viera como a alguien inofensivo. Fingí que me había perdido y que me había acercado a la granja con la esperanza de encontrar a alguien que pudiera ayudarme. Él me escuchó, pero estaba al acecho. No se sentía seguro. No pudo verme salir del establo, pero supuso que yo había merodeado por allí. Me atravesaba literalmente con los ojos. Dios mío, en toda mi vida no he vuelto a ver una mirada tan fría —dijo Semira mientras meneaba la cabeza—. Casi llegué a pensar que salvaría el pellejo. McBright hizo un par de comentarios despectivos acerca de los paquistaníes y me dijo que me largara. Entonces me di la vuelta y empecé a recorrer el camino de regreso al coche. No demasiado rápido, para que McBright no recelara. Pero luego… se lo pensó mejor. Me llamó de nuevo y me miró fijamente. Y… algo en mí le hizo comprender que yo lo sabía. Que había visto a Brian.

—E intentó escapar —dijo Leslie con una voz que ni siquiera ella misma supo reconocerse.

—Eché a correr para salvar la vida y él me siguió. McBright ya no era un joven, pero era fuerte y decidido y se me acercaba cada vez más. Supe que no conseguiría abrir el coche y meterme en él, que no tendría tiempo para tanto. Había un bosquecillo que quedaba al lado de la granja. Me dirigí hacia allí sin pensarlo dos veces, lo hice por puro instinto, intentaba buscar un escondite al ver que no era posible escapar. Pero los árboles estaban muy dispersos y no tenían follaje, por lo que no conseguí perder de vista a mi perseguidor.

Leslie contuvo el aliento. Había visto el cuerpo maltratado de Semira, los fatigosos movimientos con los que se le había acercado. No necesitaba oírlo para saber que McBright acabó atrapándola y descargando toda su ira sobre ella.

—No quiero entrar en detalles acerca de lo que sucedió entonces —dijo Semira—. Me atrapó y estaba furioso. Creo que se sentía con pleno derecho a hacer lo que quisiera conmigo simplemente porque había entrado en su propiedad. Le habría dado igual si me hubiera sorprendido en el establo o rebuscando en su monedero en el salón de su casa. Era una persona totalmente enajenada, un psicópata peligroso que, por cierto, no murió en prisión, sino bajo custodia de seguridad. Por suerte, no se topó con nadie dispuesto a dejarlo vivir de nuevo con otras personas.

—¿Cómo consiguió… salvar la vida?

—Para mí también es una incógnita —respondió Semira mientras reía con amargura—. No creo que McBright pensara que yo fuera a sobrevivir. Pero incluso en eso puede apreciarse lo trastornado que estaba. Es decir, lo más lógico habría sido que se hubiera asegurado de que estaba muerta y, en caso necesario, que hubiera continuado golpeándome hasta que no le quedara duda de ello. Que después hubiera enterrado mi cadáver y hubiera eliminado las pruebas, que hubiera hundido mi coche en un lago, qué sé yo. Pero él no hizo nada de eso. No se sentía culpable en absoluto, no tenía la sensación de que nadie pudiera exigirle cuentas por lo que había hecho, por eso tampoco pensó que fuera necesario tomar precauciones para que no lo atraparan. Había hecho lo que consideraba que era lo correcto. Me dejó tirada en un bosque perdido y se marchó sin preocuparse lo más mínimo por lo que pudiera ocurrirme.

—Y su marido se dio cuenta de que había desaparecido, ¿por la noche?

—Desgraciadamente no fue aquella noche. Tuvo que trabajar ese sábado, pero habíamos acordado ir al cine en cuanto volviera a casa. Llegó más tarde de lo previsto y, al no encontrarme, pensó que había ido sola. O que había salido a tomar algo con una amiga. Lo había hecho alguna vez, cuando él no tenía tiempo, por lo que no le dio más importancia, se acostó y se quedó dormido. El domingo por la mañana, al despertarse, descubrió que todavía no había vuelto a casa y pensó que tal vez me había sucedido algo.

—¿Y usted estuvo todo ese tiempo en aquel bosque?

Semira asintió.

—Medio muerta. Perdía el conocimiento de vez en cuando. Tenía varias fracturas en ambas mandíbulas así como en la nariz, que se me hinchó tanto que me costaba respirar. McBright me había destrozado la pelvis golpeándome con una rama. El dolor era increíble pero, como ya le he dicho, por fortuna perdía el conocimiento de vez en cuando. Cuando intento recordarlo, solo veo una nebulosa. Recuerdo un frío helado, la humedad y la oscuridad. De repente todo se volvió muy claro, vi las copas peladas de los árboles y las nubes de invierno. Oí cómo chillaban los pájaros. Recuerdo el sabor de la sangre en la boca. También que no podía moverme en absoluto. De vez en cuando creía ver gente que conocía de mis tiempos en Londres y animales que se movían a mi alrededor. Debía de tener mucha fiebre. Estaba convencida de que iba a morir, pero eso no me provocó el pánico, más bien me extrañó. Me pasaba el rato pensando en lo distinta que había imaginado la muerte, pero tampoco era capaz de hacerme una idea de cómo había creído que sería. Solo distinta. Simplemente distinta.

Leslie trago saliva.

—¿Cuándo la encontraron?

—El lunes, al atardecer. Cuarenta y ocho horas después de que Gordon McBright hubiera arremetido contra mí como un loco y me hubiera roto casi todos los huesos del cuerpo. John, mi marido, acudió a la policía el domingo por la tarde, pero no se tomaron el asunto muy en serio. Pensaron que habíamos tenido una disputa conyugal o que yo habría vuelto a casa con mi clan. John tuvo que describirme, y para hacerlo hubo de decir que era paquistaní. No puedo demostrarlo, pero estoy bastante segura de que eso explica la apatía que demostró la policía. Por aquel entonces las parejas mixtas despertaban recelos, se creía que ese tipo de cosas no podían funcionar. Supusieron que me habría escapado y a buen seguro pensaron que John era un idiota por haberse embarcado en una relación conmigo. En cualquier caso, al principio no hicieron nada. John estuvo llamando por teléfono a todos los lugares de los alrededores, preguntando a cualquier conocido si me había visto o si sabía algo de mí. Puesto que mi coche no estaba aparcado frente a la casa, no tenía ninguna duda de que había ido a alguna parte. Pero ¿adónde? John se devanó los sesos. No nos habíamos peleado. Debería haber sido un fin de semana como cualquier otro. La policía no tenía noticias de que se hubiera producido ningún accidente, pero aun así John llamó a todos los hospitales del norte de Inglaterra para preguntar si habían ingresado a una joven paquistaní. Hasta el lunes a mediodía no pensó en la historia de Gordon McBright. Llamó enseguida a la policía para informar de ello y le mandaron a un agente muy escéptico que, según John, demostró sin tapujos su indignación por el hecho de tener que acudir a una granja solitaria con el frío que hacía y el aguanieve que estaba cayendo. John lo acompañó. Por supuesto, vieron mi coche de inmediato y por fin empezó el movimiento. McBright dio con la puerta en las narices a la policía, pero poco después descubrieron a Brian moribundo en el establo y pidieron refuerzos. Bueno, y ya está. Peinaron los alrededores y acabaron dando conmigo. A esas alturas yo ya había perdido la conciencia definitivamente. No me di cuenta de nada. No volví a despertarme hasta un día después, en el hospital.

Semira Newton se quedó callada. Pasó un buen rato hasta que Leslie fue capaz de hablar de nuevo. Estaba aturdida y conmocionada y de repente deseó no haber ido a verla. O no haber leído jamás las cartas de su abuela a Chad Beckett.

—Supongo —dijo al cabo— que la ayuda llegó demasiado tarde para Brian, ¿no? Murió, ¿no es así? Debe de estar muerto, porque mi abuela y Chad Beckett…

—Probablemente es lo que ellos habrían deseado —dijo Semira—. Pero no, no está muerto. Los médicos lo salvaron, y sin duda contribuyó a ello el hecho de tener una constitución física muy recia. Sobrevivió al sádico de Gordon McBright.

—Y ahora…

—Ahora es un anciano —dijo Semira—. Lo visito de vez en cuando, pero me cuesta mucho porque apenas puedo moverme. Vive en una residencia en Whitby. ¿No lo sabía?

Leslie negó con la cabeza.

—Bueno —dijo Semira—, Fiona Barnes lo sabía. Debía de pensar que había muerto hace tiempo, porque hasta hace unos años me encargaba de enviarle una carta por Navidad para recordarle la existencia de Brian y, más adelante, cuando dejé de mandárselas, se informó alguna vez al respecto. Le escribí muchas veces para contarle que él seguía esperándola. Que seguía preguntando por ella. Apenas sabía hablar, pero Brian cada día preguntaba a las enfermeras cuándo volvería Fiona. Ella misma me contó que en el mes de febrero de mil novecientos cuarenta y tres le había prometido volver a buscarlo. Hoy en día, más de sesenta años después, Brian no ha perdido la esperanza de que Fiona cumpla la promesa que le hizo. Pero no fue a visitarlo ni una sola vez. Es por eso, Leslie, por lo que he odiado a su abuela, por eso más que por cualquier otra cosa. Sobre todo por eso.

11

Al otro lado de la ventana empezaba a oscurecer. Ese día que había sido tan gris y tan plomizo finalmente daba paso a una noche tranquila. A pesar de ello, Gwen no sabía si encender la luz. No le apetecía iluminar ni su propio rostro ni el de Dave, al que tenía sentado frente a ella, y se preguntaba cuál era la causa de esa timidez. Tal vez temía que la claridad de la luz le permitiera ver también la certeza, algo que le resultaba insoportable.

La certeza de que Dave estaba a punto de dejarla.

Llevaban casi una hora sentados en el salón de la granja de los Beckett y apenas habían hablado en todo ese tiempo. En el piso de arriba se oía cómo Jennifer y Colin no hacían más que ir de un lado para otro, y en algún momento Gwen se había preguntado qué debían de estar haciendo. Se oían también las garras de los perros sobre el suelo de madera. Los animales parecían inquietos en lugar de permanecer echados, durmiendo en un rincón como de costumbre. Pero Gwen había llegado a la conclusión de que no le importaba lo que Jennifer y Colin pudieran estar haciendo, lo que tuvieran previsto hacer o lo que estuvieran maquinando.

Su propio futuro estaba a punto de derrumbarse; todo lo demás le daba completamente igual.

Aunque en realidad lo había visto venir. Se preguntaba si hacía tiempo de ello, si había sido consciente desde el primer momento de que su relación con Dave transcurría sobre el filo de una navaja, demasiado fino para mantener el equilibrio durante mucho tiempo. Habían sido muchos los indicios y las señales que le habían llegado. Se acordaba del día en que había pasado a verlo y le había pedido que se acostara con ella. ¿Hacía dos días de aquello? ¿Tres? Él se había retorcido al oírla. Se había apartado de ella. La había enredado en una conversación. Y después se había marchado con una visible sensación de alivio hacia la escuela tras haber estado consultando el reloj una y mil veces, como si no hubiera podido esperar a que su clase empezara a fin de tener un motivo para escapar de su habitación y de su futura esposa durante un par de horas. Dave había regresado tarde. Se había pasado la noche entera leyendo, a primera hora de la mañana había salido a pasear y se había negado cuando ella se había ofrecido a acompañarlo.

—Necesito estar solo —le había dicho.

Gwen se había quedado en la habitación de Dave y había esperado un rato, frustrada y humillada. Al final se había marchado, había pasado unas horas errando sin rumbo por el centro y luego había tomado un taxi para volver a la granja. Sin haberse acostado con él. Y se había dado cuenta de que nunca lo harían, de que jamás llegaría a haber sexo entre ellos.

Porque Dave no la deseaba, no sentía el menor deseo por ella. Probablemente habría preferido acostarse con su casera antes de hacerlo con su prometida. No era solo el hecho de que no la amara, no. Es que además la encontraba repugnante. No había nada que lo atrajera de ella. Nada. Solo aquellas tierras junto al mar que algún día serían de su propiedad.

Dave, por su parte, ya se había hecho a la idea de que tenía que despedirse de aquellos terrenos. Gwen lo comprendió mientras llevaba a Jennifer de la ciudad a la granja a primera hora de la tarde. Habían pasado mucho tiempo en casa de Ena Witty, porque esta se echó a llorar de nuevo súbitamente y ninguna de las dos quiso dejarla sola sin haber dado unas cuantas vueltas más al tema de Stan Gibson. Cuando por fin pudo librarse de ella, Jennifer no quiso volver a casa enseguida, por lo que aún pasaron un buen rato callejeando para luego sentarse a comer en el restaurante italiano de Huntriss Row. Después de comer pasearon por el puerto, se tomaron un té y Jennifer incluso se permitió el lujo de beber un par de aguardientes. A Gwen le pareció que Jennifer estaba completamente cambiada. No dejó el tema de Stan Gibson en ningún momento. Estuvo todo el tiempo hablando de él y de Ena Witty, acerca de Amy Mills y de ella misma. No hacía más que dar vueltas a la cuestión de por qué Gibson había visto en Amy Mills a su víctima ideal y por qué algunas personas parecían predestinadas a convertirse en víctimas, mientras que otras ni siquiera se acercaban de lejos a esa categoría. A Gwen no es que no le interesara el tema, pero tenía otras preocupaciones en la cabeza: ¿qué sería de ella? ¿Qué futuro le esperaba?

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