Danza de espejos (31 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

—Lo lamento —musitó Mark, encogiéndose. Pero había algo en él que se resistía a dejarse amilanar por Ivan y agregó —: La única razón por la que hice que Galen te secuestrara fue para conseguir a Miles.

—Entonces fue idea tuya, no de él.

—Y funcionó. Miles vino a meter la cabeza en el nudo de la soga. Por ti.

Ivan se puso tenso.

—Costumbre que no ha dejado de repetir, por lo que veo —le devolvió el golpe en un tono entre susurro y gruñido.

Esta vez fue Mark el que se quedó callado. Sin embargo, la situación en cierto modo le resultaba reconfortable. Ivan por lo menos lo trataba como se merecía. Un poco de castigo era bienvenido. Sintió que revivía bajo esa lluvia de desprecio, como una planta marchita. El desafío de Ivan casi le iluminaba el día.

—¿Para qué has venido?

—Tengo que sacarte a pasear. Airearte —dijo Ivan—. No es idea mía, puedes creerme.

Mark echó una mirada a la condesa pero ella tenía los ojos fijos en su esposo.

—¿Ya? —preguntó.

—Es a petición —dijo el conde Vorkosigan.

—Ajá —dijo ella, como aliviada. Eso no aclaró las cosas para Mark. La petición no era suya, por cierto—. Bien. Tal vez Ivan pueda mostrarle la ciudad en el camino.

—Ésa es la idea —dijo el conde—. Y como Ivan es oficial, no habrá necesidad de guardaespaldas.

¿Para qué? ¿Para que pudieran hablar con franqueza? Una idea espantosa. ¿Y quién lo protegería de Ivan?

—Habrá un perímetro exterior, supongo —dijo la condesa.

—Sí, naturalmente.

El perímetro exterior era el guardia que nadie veía, ni siquiera la persona a la que estaba protegiendo.

Mark se preguntó qué impedía que la gente del perímetro exterior se tomara el día libre y luego dijera que había estado allí siempre, invisible claro está. Él sospechaba que se podía salir bastante bien parado de ese tipo de mentiras durante mucho tiempo, entre una y otra crisis.

Después del desayuno, Mark descubrió que el teniente Lord Vorpatril tenía su propio coche de superficie, un modelo deportivo con mucha pintura roja. Mark se deslizó de mala gana en el asiento.

—Bueno —dijo con voz insegura—, ¿todavía quieres estrangularme?

Ivan pasó como un rayo entre las puertas de la residencia y salió al tránsito de Vorbarr Sultana.

—Personalmente, sí. Desde un punto de vista práctico, no. Necesito todos los cuerpos de que pueda disponer entre mi persona y el trabajo del tío Aral. Ojalá Miles tuviera una docena de hijos. Podría tenerlos si hubiera empezado… En cierto modo, para mí eres un regalo celestial. Ya me tendrían atrapado como claro heredero si no fuera por ti. —Dudó sólo en el habla; el coche de superficie aceleró mientras atravesaba un cruce, pasando como una exhalación muy cerca de cuatro vehículos que venían directo en trayectoria de colisión—. ¿Hasta qué punto está muerto Miles, en realidad? El tío Aral fue muy vago al respecto en el vídeo que me mandó para contármelo. No estoy seguro de que fuera por seguridad o… bueno, nunca lo había visto tan rígido.

El tránsito era peor que el de Londres y más desordenado, si es que tal cosa era posible, o en todo caso ordenado según alguna regla que involucraba la ley de supervivencia del más fuerte. Mark se aferró a los bordes de su asiento y contestó:

—No sé. Recibió una granada en el pecho. Digamos que no pudo haber sido peor, salvo que lo hubiera partido por la mitad.

¿Los labios de Ivan se torcieron en un horror contenido? En cualquier caso, su rostro adoptó inmediatamente una expresión hermética.

—Se necesita una instalación de rehabilitación de primer nivel para volver a arreglarle el torso —siguió diciendo Mark—. Y en cuanto al cerebro… bueno, nunca se sabe hasta que termina la recuperación. —
Y entonces es demasiado tarde
—. Pero ése no es el problema. O por lo menos todavía no es el problema.

—Sí. —Ivan hizo una mueca—. Eso sí que fue arruinar las cosas, ¿sabes? ¿Cómo pudieron perder…? —Giró a tal velocidad que tocó un borde y saltaron chispas desde el pavimento. Maldijo alegremente contra un enorme camión a colchón de aire que a punto estuvo de atravesar el costado en el que estaba Mark. Mark se agachó y cerró la boca. Mejor que muriera la conversación y no él: su vida dependía de no distraer al conductor. Su primera impresión de la ciudad nativa de Miles era que la mitad de la población moriría en accidentes de tránsito antes del anochecer. O tal vez sólo los que se pusieran en el camino de Ivan. Ivan giró en U violentamente y se metió de costado en un estacionamiento, cortando así a otros dos coches de superficie que maniobraban para hacer lo mismo, y deteniéndose con tanta rapidez que Mark casi se estrelló contra el panel del frente.

—Vorhartung. El castillo —anunció con un gesto de la cabeza y de la mano mientras el motor se apagaba—. Hoy no hay sesión del Consejo de Condes así que el museo está abierto al público. Aunque nosotros no somos público.

—Qué… cultural —dijo Mark, preocupado, espiando a través de la capota. El castillo Vorhartung parecía exactamente eso: un castillo, una enorme pila anticuada, irregular de piedra que se elevaba entre los árboles sin rasgos distintivos. Colgaba allá arriba en un acantilado sobre los rápidos del río que dividía Vorbarr Sultana. La tierra que lo rodeaba se había convertido en un parque; en el sitio en que los hombres y los caballos habían arrastrado las grandes máquinas guerreras de los sitios a través del barro congelado en vanos asaltos al poder, se veían ahora a miles de macizos de flores—. ¿Qué es esto en realidad?

—Vas a conocer a un hombre. Y no puedo contarte nada más antes del encuentro. —Ivan levantó la capota y salió. Mark lo siguió.

Fuera porque así estaba planeado o por perversidad, lo cierto fue que Ivan lo llevó al museo primero. La muestra ocupaba toda un ala y estaba dedicada a las armas y armaduras de los Vor desde la Era de Aislamiento hasta el presente. Como militar de uniforme, Ivan pasó gratis y pagó escrupulosamente la entrada de Mark con unas pocas monedas. Para disimular, o no decir quién era, supuso Mark, porque los miembros de la casta Vor también entraban gratis, le explicó Ivan en un susurro. No había ningún cartel que lo dijera. Si uno era Vor, se suponía que lo sabía.

O tal vez era una burla sutil de Ivan, un comentario sobre la identidad de Mark como Vor, o su falta de ella. Ivan hacía el papel de patán de clase alta con el mismo esmero con el que hacía de teniente imperial o cualquier otro papel que le pidiera su mundo. El verdadero Ivan era más difícil de conocer, supuso Mark; no debía subestimar su sutileza ni confundirlo con un tonto.

Así que iba a conocer a un hombre. ¿Qué hombre? Si era otra sesión de informaciones de SegImp, ¿por qué no en la Casa Vorkosigan? ¿Era alguien del gobierno o del partido de Coalición Centrista del conde Aral? Pero entonces, de nuevo, ¿por qué no habían ido a verlo a la casa? Ivan no podía estar preparándolo para un asesinato: los Vorkosigan habrían podido matarlo en secreto en cualquier momento. ¿Tal vez lo llevaban a una trampa, lo estaban poniendo en el lugar exacto para acusarlo de un crimen? Por su mente pasaron ideas aún más extrañas. Todas tenían en común la total falta de motivación y de lógica.

Mark fijó la vista en un conjunto de espadas de doble filo colocadas en hilera sobre una pared, una demostración de la evolución del arte barrayarano de la forja en dos siglos. Luego se apresuró a seguir a Ivan que lo esperaba frente a una caja de armas de tipo del proyectil impulsado con elementos químicos: los cargadores muy decorados, del tipo de los de freno de boca de fuego, gran calibre, habían pertenecido en otro tiempo al emperador Vlad Vorbarra, según la tarjeta explicativa. Las balas eran peculiares porque estaban hechas de oro macizo, esferas del tamaño del dedo pulgar de Mark. A poca distancia, el impacto de una de ellas sería como de el un ladrillo lanzado a velocidad terminal. A lo lejos, seguramente no daban en el blanco. ¿Qué pobre campesino o artesano había recibido el trabajo de ir por ahí recogiendo las balas perdidas? ¿O peor todavía, las balas que habían matado a alguien? Muchas de las balas brillantes de la exposición estaban aplastadas o deformadas y —Mark se interesó mucho en eso —una de ellas iba acompañada de una tarjeta que informaba que esa bola brillante y deformada había matado a Lord Vor Talycual durante la batalla de Talycual… y la habían «extraído de su cerebro». Después de la muerte de la víctima suponía Mark. Suponía y esperaba. Le sorprendía que alguien hubiera limpiado la suciedad de la bala antes de montarla, dada la sangrienta morbosidad de algunas otras piezas de la muestra. Por ejemplo, el cuero cabelludo curtido y curado del Emperador Loco Yuri, cedido por alguna colección privada del clan Vor.

—Lord Vorpatril. —No era una pregunta. El hombre que hablaba había aparecido con tanto sigilo que Mark ni siquiera sabía de dónde había venido. Estaba vestido discretamente, era inteligente y maduro y parecía un administrador de museo—. Venga conmigo, por favor.

Ivan fue detrás del hombre, sin formular preguntas ni hacer ningún comentario. Hizo un gesto para que Mark pasara delante, y éste trotó entre los dos para mantener el paso, intrigado a la vez que nervioso.

Pasaron por una puerta de la que colgaba un cartel de «No se permite la entrada», que el hombre abrió con una llave mecánica y luego cerró tras ellos, subieron dos pisos de escaleras y caminaron por un corredor con suelo de madera, lleno de ecos, hasta una habitación que ocupaba el piso superior de una torre redonda en un rincón del edificio. En otro tiempo había sido un puesto de guardia, pero ahora estaba amueblada como una oficina, con ventanas comunes en las paredes de piedra en lugar de los huecos altos para lanzar flechas. Un hombre les esperaba dentro. Estaba sentado sobre un banquito alto, mirando pensativamente el parque que caía hacia el río y las manchas movedizas de gente vestida en colores brillantes que caminaba despacio por los caminitos.

Era un hombre de cabello negro, delgado, de unos treinta años, la piel pálida destacada por ropas sueltas y oscuras que no tenían ningún detalle seudo-militar. Levantó la vista hacia el guía con una sonrisa rápida.

—Gracias, Kevi. —La frase contenía tanto el saludo como la despedida porque el guía asintió y se fue.

Ivan dijo:

—Sire —Fue entonces cuando Mark reconoció al hombre de la habitación.

El emperador Gregor Vorbarra. ¡Mierda!
. La puerta que tenía detrás estaba bloqueada por Ivan. Mark controló el estallido de pánico. Gregor era tan sólo un hombre, y al parecer sin armas. El resto era… propaganda política. Ilusión. Fachada. Pero el corazón le latía con más fuerza.

—Hola, Ivan —dijo el emperador—. Gracias por venir. ¿Por qué no te vas un rato a ver las piezas del museo?

—Ya las he visto —dijo Ivan, lacónicamente.

—No importa. —Gregor levantó la cabeza y la sacudió en dirección a la puerta.

—Para no irnos con rodeos —dijo Ivan—, él no es Miles, ni siquiera en un buen día. Y a pesar de las apariencias, lo han entrenado como asesino. ¿No es prematuro este contacto?

—Bueno —dijo Gregor con suavidad—, vamos a averiguarlo, ¿no te parece? ¿Piensa usted asesinarme, Mark?

—No —gruñó Mark.

—Ahí tienes. Date una vuelta por ahí, Ivan. Dentro de un rato mandaré a Kevi a buscarte.

Ivan hizo una mueca, frustrado, y Mark tuvo la sensación de que la curiosidad también tenía que ver con el gesto. Se fue con un adiós irónico que parecía decir,
No me hago responsable

—Bueno, lord Mark —dijo Gregor—, ¿qué piensa usted de Vorbarr Sultana?

—Fue demasiado rápido —dijo Mark con cautela.

—Dios mío, no me diga usted que dejó conducir a
Ivan
.

—No sabía que se pudiera elegir.

El emperador se echó a reír.

—Siéntese.

Hizo un gesto hacia una silla detrás del escritorio de la comuconsola. La habitación era pequeña y con pocos muebles, aunque había grabados antiguos y mapas militares sobre las paredes que parecían una especie de derrame procedente del museo de la otra ala del castillo.

La sonrisa del emperador se desvaneció para convertirse otra vez en la mirada pensativa del comienzo mientras estudiaba a Mark. A Mark le recordó un poco la forma en que lo miraba el conde Vorkosigan, esa mirada que parecía decir
¿quién eres?
pero sin la intensidad hambrienta del conde. Una curiosidad tolerable.

—¿Ésta es su oficina? —preguntó Mark mientras se acomodaba cauteloso en la silla imperial. La habitación parecía demasiado pequeña y austera.

—Una de ellas. Todo este complejo está lleno de oficinas colocadas en algunos nichos de lo más raro. El conde Vorkosigan tiene una en los antiguos calabozos. No hay lugar para levantar la cabeza allá abajo. Yo uso ésta como retiro privado cuando voy a sesiones del Consejo de Condes o tengo algún otro asunto que atender por aquí.

—¿Por qué tengo la categoría de asunto? Quiero decir que ésta no es una entrevista de cortesía, pero ¿esto es personal u oficial?

—Hasta cuando escupo es oficial. En Barrayar esas cosas no son muy disociables. Miles… era… —La lengua de Gregor tropezó con el tiempo pasado —un hombre de mi casta; un oficial a mi servicio; el hijo de un funcionario extraordinariamente importante, si no supremo, y un amigo personal de toda la vida. Y el heredero del condado de un Distrito. Y los condes son los mecanismos por los cuales un hombre —se tocó el pecho —se multiplica para transformarse en sesenta y luego en una multitud. Los condes son los primeros funcionarios del Imperio; yo soy el capitán. ¿Entiende usted que yo
no
, repito,
no
soy el Imperio? Un imperio es mera geografía. El Imperio, así con mayúscula, es una sociedad. La multitud, todo el cuerpo social, cada uno de los súbditos en realidad, eso es el Imperio. En el cual no soy más que una pieza. En realidad una pieza intercambiable… ¿Observó el cuello cabelludo de mi tío abuelo, allá abajo?

—Mmm… sí… Tenía un sitio… de honor.

—Ésta es la casa del Consejo de Condes. El punto de apoyo de la balanza puede creerse supremo pero no es nada sin la balanza. El Loco Yuri se olvidó de eso. Yo no me olvido. El conde del Distrito de los Vorkosigan es una de esas piezas vivas. También intercambiable. —Hizo una pausa.

—Un… un eslabón en la cadena —se ofreció a aclarar Mark, con cuidado, para que viera que le prestaba atención.

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