—No, te aseguro que no. Te lo prometo. Escucha, estoy hecho polvo, Aiden. Miles me dijo que tenías algo que contarme.
—Por supuesto. ¿Recuerdas el pedazo de papel doblado en el guardapelo de Dilara que nos hiciste analizar? ¿El que tenía escrito «L C T»?
El libro de la cueva de los tesoros.
—Si te soy sincero, me había olvidado de ello —admitió Tyler—. ¿Has averiguado algo?
—Hay dos series de números y letras. Pudimos leer las marcas de bolígrafo gracias al microscopio del CIC. Creo que podría indicar una latitud y una longitud. —Tyler las anotó: «122.bggyuW, 48. hutzsN». Después leyó las peculiares coordenadas.
—¿Por qué me resultan tan familiares? —preguntó.
—Porque te encuentras justo en ciento veintidós oeste, y cuarenta y ocho norte —dijo Aiden.
Tyler comprendió que había visto esas coordenadas cuando planearon la incursión en Oasis.
—Sin contar con los decimales, podría estar en cualquier punto de la isla.
—En efecto, pero eso es lo que ponía en el papel.
Tyler se volvió hacia Dilara.
—¿Tu padre utilizaba un código particular cuando tomaba notas?
—¿Por qué?
—Te dejó un mensaje. —Le mostró las coordenadas—. Y creo que nos lleva a otro lugar. ¿Sabes cómo interpretarlo?
—Creo que sí. Tenía un código particular para las notas que no quería que nadie leyera. Me lo enseñó de pequeña, y a veces lo utilizo en mis propias notas. Soy la única que lo conoce.
Leyó las coordenadas y tomó el bolígrafo de Tyler. Tachó las letras a medida que fue sustituyéndolas por números.
—Gracias, amigo. A partir de aquí nos las apañaremos solos.
—Ya me dirás qué encontráis. —Aiden colgó.
—¿Qué crees que es? —preguntó Dilara.
—Sólo hay un modo de averiguarlo. —Levantó la mano para llamar la atención de un soldado que caminaba cerca de ellos—. Sargento, necesito su localizador GPS.
—Sí, señor —respondió sorprendido el sargento, que le tendió el aparato.
Las coordenadas eran tan precisas, que el padre de Dilara debía de haber utilizado un GPS para anotarlas. Tyler las introdujo en el localizador. El resultado no le sorprendió.
—Está en la zona —dijo.
Dilara parecía totalmente recuperada del cansancio.
La ubicación distaba unos trescientos metros de su actual posición, en dirección al bosque que Tyler había atravesado después de colarse por la verja.
Utilizando la linterna, ambos caminaron hasta que alcanzaron las coordenadas. En el centro exacto se alzaba un pino que debía de tener por lo menos quinientos años. Un hueco negro en el árbol era la prueba de que había sobrevivido a antiguos incendios forestales.
—Debió de enterrar el pergamino de alguna forma —dijo Dilara—. Después de todo es arqueólogo. Habrá que volver con un par de palas.
Tyler inspeccionó el terreno cubierto de pinaza. Si el padre de Dilara había enterrado algo ahí tres años atrás, no quedaba ni rastro de la excavación. Quizás el radar de penetración terrestre les resultase útil.
Se disponía a regresar con Dilara cuando detuvo el paso.
—¿Por qué tu padre iba a esconderlo aquí?
—No lo sé. Debía de ser algo que no quería que Ulric encontrase.
—Si vino de visita, ¿no crees que sería raro verlo dirigirse al bosque con una pala a cuestas? Alguien debió de reparar en ello.
—Quizás usó las manos.
—Sólo con las manos no pudo cavar muy hondo. Pero en todo caso, hubiera regresado sucio a la finca, y con heridas en las manos. Ulric se hubiera olido que tramaba algo.
—Entonces, ¿de qué otro modo pudo…?
Se hizo un silencio. Ambos miraban el árbol del hueco en el tronco.
Tyler iluminó con la linterna el interior del hueco renegrido. No había nada excepto astillas y agua. Volvió la cabeza y miró hacia arriba. Un reflejo circular. Era el extremo de un tubo de cinco centímetros de diámetro, encajado en una parte del tronco ahondado por los insectos. Intentó alcanzarlo, pero tenía la mano demasiado grande.
Dilara introdujo la mano y pellizcó el extremo del tubo. Fue necesario tirar tres veces de él porque estaba bastante hundido, pero a la tercera logró sacarlo.
El tubo era blanco, opaco, con una longitud de sesenta centímetros. La parte superior estaba cerrada y parecía estanca. La arqueóloga limpió los restos húmedos con la blusa. Aspiró aire con fuerza y luego lo abrió.
A la tenue luz, Tyler pudo ver un rollo de pergamino amarillento de aspecto antiguo. En mitad del pergamino había una nota escrita en papel moderno que Dilara apartó con cuidado.
Mientras repasaba el papel con la vista, sus ojos se inundaron de lágrimas. Cuando leyó el final de la nota, levantó la mirada hacia Tyler.
—¿Es de tu padre?
Dilara asintió.
—Quería que lo encontrara. Es
El libro de la cueva de los tesoros.
Ésta es la clave para encontrar el arca de Noé.
Cuando saltó del helicóptero Blackhawk al tomar tierra en la pista de Boeing Field, Tyler tuvo la impresión de que habían pasado meses, en lugar de cinco días, desde que Dilara y él llegaron procedentes de Las Vegas. Durante el vuelo, Grant no hizo más que hablar de Tiffany y de su demorado regreso a Seattle, y Tyler no pudo sentirse más feliz por él. Grant vivía en un apartamento del centro, así que subió a la furgoneta de Miles Benson, que se dirigía a la sede central de Gordian. Tyler llevó a Dilara en el Porsche. Puesto que ya se había alojado en su casa en una ocasión, volvió a invitarla. Pero esa vez, la gran diferencia era que ningún asesino profesional andaba tras sus pasos.
Su padre había acertado al tener la precaución de cifrar el mensaje y esconderlo en el guardapelo. Los números mostraban la latitud y la longitud, pero las letras que precisaban la posición estaban escritas en código y nadie que encontrase la nota, aparte de Dilara, hubiera sido capaz de descifrarlo.
Mientras conducía, ella le leyó en voz alta la nota que había encontrado en el cilindro. La emoción la superó en varias ocasiones en que no tuvo más remedio que hacer una pausa y aguardar unos instantes para recuperarse.
Querida Dilara:
Siento mucho que hayas encontrado esta nota, porque eso significa que mis sospechas han resultado acertadas, y que con toda probabilidad he muerto. Lamento no haber sido capaz de compartir mi mayor logro profesional contigo, puesto que tú eres mi mayor logro en la vida. Para satisfacer mi curiosidad y ambición, me temo que me he aliado con alguien que no busca el conocimiento que yo busco por los mismos motivos. He empezado a sospechar que Sebastian Ulric es un perturbado que ansia el poder y que me traicionará tarde o temprano. Por tanto, he escondido este documento para que lo encuentres. El pergamino es el único ejemplar conocido de
El libro de la cueva de los tesoros
.
Lo desenterré durante una excavación en el norte de Irak. Preferí no revelar el contenido a los medios de comunicación, pues tenía la esperanza de encontrar personalmente el arca. Sin embargo, me quedé sin fondos y, por medio de mi viejo amigo Sam Watson, encontré un nuevo patrocinador, Ulric. Ha visto el libro, pero yo soy el único capaz de descifrarlo. Sentí la necesidad de esconderlo cuando descubrí que estaba contactando con otros traductores.
Tú podrías ser uno de sus candidatos. Si lo lees con atención, te llevará a la famosa nave de Noé y al azote que oculta en sus entrañas. Ulric ha llegado a sospechar que le oculto información. Su confianza es superficial y limitada. El guardapelo fue el único modo de enviarte mi mensaje. Pensé que aprovechar la fecha de tu cumpleaños para mandártelo libraría al gesto de toda sospecha.
Si me lees, habrás podido intuir las intenciones de Ulric. Pero ten cuidado. Temo que pueda adoptar medidas extremas si sabe que posees estos documentos.
Espero que escojas completar la labor que yo no pude terminar, y que reveles al mundo la existencia del arca de Noé. Si aceptas esta búsqueda, te deseo buena caza, pero independientemente de la decisión que tomes, tienes que saber que tu madre y yo siempre te querremos.
Hasad Arvadi
—Ha muerto, ¿verdad? —preguntó Dilara, cuyo dolor era palpable.
—No lo sabemos con seguridad. —Pero Tyler no creía que siguiera con vida.
—Ha muerto. Lo sé.
Le cogió ambas manos.
—Lo siento, Dilara. Te prometo que descubriremos qué le sucedió a tu padre.
Ella le apretó la mano.
—Gracias. Significa mucho para mí.
Dejó que llorase en silencio. Al cabo de unos minutos, ella retiró la mano para sonarse y dijo:
—Mi padre quería que encontrase el arca, y eso es lo que me propongo hacer.
—La nota de tu padre dice que el «azote» sigue en las entrañas del arca. Eso confirma lo que Ulric te contó: que una reliquia con la enfermedad del prion llamado Arkon se conserva en el arca de Noé.
—Pero Ulric me contó que nunca llegó a ver el arca. Si no entró en ella, ¿cómo halló la reliquia que supuestamente se encuentra en su interior?
—Tendremos que preguntárselo. Tal vez podríamos recurrir a su propio suero de la verdad. Entretanto, ¿cuál va a ser nuestro próximo paso?
—¿Nuestro próximo paso?
Las palabras de su padre reverberaron en los oídos de Tyler.
—Necesito asegurarme de la destrucción de los restos de Arkon.
—Llevaré el pergamino al laboratorio donde trabajo, en la Universidad de California en Los Ángeles, y lo analizaremos allí. Disponemos de salas de ambiente controlado para examinar documentos antiguos, y éste parece que tenga al menos tres mil años de antigüedad. Es muy frágil.
—¿Quién más se verá involucrado?
—Nadie. Si realmente el pergamino lleva al arca de Noé, no quiero que se produzca una estampida. Sé que te preocupa que el Arkon pueda liberarse de nuevo, pero a mí también me tiene preocupada la potencial pérdida del patrimonio histórico. Inapreciables reliquias podrían acabar siendo saqueadas, arruinadas, destruidas.
—Sería un auténtico hallazgo. Te cambiaría la vida.
—Y la tuya.
—No, yo soy ingeniero, no arqueólogo. Dejaré que te lleves toda la fama.
El resto del camino guardaron silencio, ambos sumidos en serias reflexiones acerca de las consecuencias de semejante descubrimiento.
Cuando llegaron a la casa de Tyler, Dilara devolvió con cuidado la nota enrollada al interior del cilindro, junto al pergamino, y lo cerró. Luego exhaló un suspiro.
—Tu padre se sentiría muy orgulloso de ti. —Aquellas palabras produjeron el efecto opuesto al que pretendía. Dilara se echó a llorar.
—Soy una idiota —sollozó—. Llevaba buscándola tantos años que pensé que estaba loco, y resulta que tenía razón desde el principio. Ahora ha muerto y nunca podré decirle lo orgullosa que me siento de él.
Tyler la abrazó y dejó que apoyara la cabeza en su hombro.
—Tu padre lo sabe. Lo sabe.
Se apartó para mirarlo a los ojos, mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Nunca la había visto más hermosa, más vulnerable, que teniéndola en sus brazos. Inclinó la cabeza y le besó la mejilla. Las lágrimas le supieron a sal.
Dilara exhaló de nuevo un suspiro y volvió la cabeza hacia él. Se miraron a los ojos. La tensión reprimida fluyó por fin y se besaron apasionadamente, como si se hubieran pertenecido el uno al otro toda la vida. Tyler sintió que todo su cuerpo la empujaba hacia él, y él correspondió.
—¿Una ducha? —preguntó ella a su oído.
Tan sólo entonces reparó él en que ambos estaban sucios y olían a sudor.
Asintió y volvió a besarla. La necesidad que sentía de ella le resultaba insoportable. Se sentía de nuevo tan caliente como un quinceañero.
Se dirigieron al cuarto de baño, abrazados mientras caminaban como podían por el vestíbulo. Se turnaron para desnudarse mutuamente, arrojando la ropa a su paso hasta que no hubo nada más que quitarse.
Trastabillaron al entrar en el cuarto de baño, entrelazados sus cuerpos. Tyler abrió el grifo de la ducha sin mirar. Dilara se apartó de pronto con un apremio que él compartió.
—Después —dijo al tiempo que lo arrastraba sobre la alfombra.
La ducha tendría que esperar.
A la mañana siguiente, Tyler despertó temprano. La luz se filtraba por la ventana porque, con las prisas por tumbarse en la cama, había olvidado cerrar la persiana. Experimentaba una calidez poco familiar a su lado. Vio a Dilara tumbada junto a él, con el cuerpo desnudo, el rostro apoyado en su pecho y su aliento en su piel. El olor a champú emanaba de su pelo, extendido sobre la almohada. Resultaba embriagador, y Tyler se sonrió al recordar el suelo del cuarto de baño, la larga e indolente ducha que siguió, y el épico encuentro sexual en las mismas sábanas que ahora los cubrían.
El agudo timbre del teléfono interrumpió aquel conjunto de sensaciones agradables. Se apartó a regañadientes de Dilara y descolgó el auricular.
—Sea quien sea —dijo algo atontado—, mejor será que tus siguientes palabras sean: «Felicidades, has sido seleccionado para ganar…»
—Prepárate para llevarte una decepción —dijo Grant.
—De acuerdo. ¿Qué hora es?
—Son las ocho de la mañana. Yo también preferiría seguir durmiendo, pero tenemos un grave problema.
El tono de voz de Grant llamó la atención de Tyler, que se incorporó en la cama.
—¿Qué ha sucedido?
—El Ejército accedió por fin a la cámara donde se escondieron Ulric, Cutter y los demás.
—¿Los han atrapado?
—Ya me gustaría. No era una habitación del pánico, tal como habíamos pensado. Tenía un pasillo oculto que conducía a una minibase submarina, lo bastante espaciosa, sin embargo, para albergar un submarino de bolsillo como el del yate de Ulric.
—Me tomas el pelo —dijo Tyler.
—Lamento mucho decir esto, pero Ulric y Cutter se nos han escapado.
Mientras embarcaba en el Learjet recién repostado en el aeropuerto de Heathrow, en Londres, Sebastian Ulric tuvo ocasión de apreciar de nuevo la insistencia de Cutter de contar con un plan de emergencia. En los planes originales de Oasis no figuraba ni por asomo un muelle submarino, pero a su fiel acólito no le gustó nada la idea de verse en Oasis, atrapado entre cuatro paredes de granito. Cuando traspasaron el contrato de Gordian a Coleman, convenció a Ulric para añadir lo necesario para la construcción de un muelle submarino al que recurrir en caso de que tuvieran que huir, y en ese momento se alegró de su insistencia. Sin él, Ulric se encontraría bajo la custodia del Ejército de Estados Unidos.