El brillo de la Luna (19 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

—Pero Ilida ha muerto, ¿no es así?

—Sí, Ilida ya ha pagado por ello, pero fueron los señores de los Otori quienes planearon la muerte de mi padre adoptivo y, a traición, se lo entregaron a Ilida.

—¿Tienes intención de castigarlos? Si es así, puedes contar con los Terada para llevar a cabo tu plan.

Le relaté brevemente mi matrimonio con Kaede, nuestro viaje a Maruyama y le hablé de las tropas a nuestro mando.

—Pero debo regresar a Hagi y hacerme cargo de mi herencia. Los señores de los Otori no me la van a entregar por las buenas, de modo que tendré que tomarla por la fuerza. Lo prefiero, porque así también acabaré con ellos.

Fumio sonrió y arqueó las cejas.

—Has cambiado desde que te conocí.

—No he tenido más remedio.

Salimos del agua caliente, nos vestimos y nos sirvieron la comida en una de las numerosas habitaciones de la residencia. Recordaba a un almacén, a una especie de arca del tesoro rebosante de objetos bellos y valiosos, posiblemente robados en barcos mercantes: tallas de marfil, jarrones de celadón, brocados, cuencos de plata y de oro, pieles de leopardo y de tigre... Nunca había estado antes en un lugar parecido. A pesar de la enorme cantidad de objetos preciosos allí exhibidos, ninguno de ellos gozaba del comedimiento o la elegancia que presidían las viviendas de la casta militar.

—Mira las piezas con detenimiento —me indicó Fumio cuando hubimos terminado de comer—. Mientras tanto, iré a hablar con mi padre. Si hay algo que te guste, quédatelo. Mi padre adquiere estas cosas, pero no significan nada para él.

Le di las gracias por el ofrecimiento, si bien no tenía intención alguna de llevarme nada. Permanecí sentado en silencio, aguardando su regreso, aparentemente relajado pero sin bajar la guardia. La bienvenida de Fumio había sido afectuosa, pero yo ignoraba qué alianzas tenían los Terada... ¿Y si mantuvieran un acuerdo con los Kikuta? Agucé el oído con el fin de localizar a todos los moradores de la casa e intenté identificar sus voces y acentos, aunque era consciente de que si me habían tendido una trampa no tenía ninguna posibilidad de escapar. Había penetrado en la guarida del dragón.

Ya había localizado a Terada —el dragón mismo— al fondo de la residencia. Le escuché dar órdenes, pedir té, un abanico, vino. Su voz era tosca y llena de energía, como la de Fumio, a veces apasionada y a menudo colérica; pero también ocultaba un cierto sentido del humor. No pensaba subestimar a Terada Fumifusa. Aquel hombre había escapado de la rígida jerarquía del sistema de clanes, había desafiado a los Otori y convertido su nombre en uno de los más temidos en el País Medio.

Por fin, Fumio regresó a mi lado y me condujo hasta el fondo de la residencia, a una estancia que, como un nido de águilas, se encaramaba por encima de la aldea y el puerto y miraba hacia Hagi. A lo lejos divisé la familiar silueta de las montañas a espaldas de la ciudad. El mar, de color turquesa y jaspeado como la seda, se encontraba en calma; las olas formaban un fleco de espuma al chocar contra las rocas. Un ave rapaz pasó planeando bajo nosotros; parecía tan pequeña como una alondra.

Era la sala más extraordinaria que yo había conocido. Ni siquiera la planta superior del castillo más alto se encontraba tan elevada ni tan expuesta a los elementos. Me pregunté qué sucedería cuando los tifones del otoño arrasaran la costa. El edificio estaba protegido por la curva natural de la isla. La construcción de algo semejante hablaba de un gran orgullo, tan grande como el de un señor de la guerra.

Terada se hallaba sentado sobre una piel de tigre, frente a las ventanas abiertas. Junto a él, en una mesa baja, se veían mapas y cartas de navegación, lo que parecían cuadernos de bitácora y un tubo que recordaba a una flauta de bambú. Un escriba estaba arrodillado a un extremo de la mesa, pincel en mano y con una piedra de tinta delante.

Hice una profunda reverencia a Terada y mencioné mi nombre y ascendencia. Él devolvió la reverencia, lo que entendí como una cortesía por su parte, pues si alguien ostentaba poder en aquel lugar, sin duda era él.

—Mi hijo me ha hablado mucho de ti —dijo Terada—. Eres bienvenido.

Me hizo un gesto para que me sentara a su lado. Cuando me adelanté, el escriba inclinó la cabeza hasta tocar con la frente en el suelo y permaneció en aquella posición.

—Tengo entendido que dejaste inconsciente a uno de mis hombres sin necesidad de ponerle un dedo encima. ¿Cómo lo hiciste?

—Solía hacerlo con los perros cuando éramos niños —terció Fumio, quien estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas.

—Cuento con algunos dones —dije—. No tuve intención de herirle.

—¿Dones de la Tribu? —preguntó Terada exigiendo una respuesta.

Yo no dudaba que él llegaría a hacer uso de ellos y que sabía a la perfección de qué poderes extraordinarios se trataba.

Incliné la cabeza ligeramente.

Terada contrajo los ojos e hizo una mueca.

—Enséñame cómo lo haces —alargó la mano y golpeó la cabeza del escriba con el abanico—. Utiliza a este hombre.

—Perdóname —dije—. Por humildes que sean mis poderes, no deseo exhibirlos como si fueran los trucos de un comediante.


Hum... —
Terada se quedó mirándome fijamente—. ¿Quieres decirme que te niegas a actuar, cuando te lo estoy ordenando?

—El señor Terada lo ha expresado con absoluta corrección —respondí.

Durante unos instantes reinó un incómodo silencio; entonces, Terada se rió entre dientes.

—Fumio me advirtió de que no podría manejarte a mi antojo. Has heredado algo más que el físico de los Otori; también cuentas con su terquedad. Bueno, la magia no me llama demasiado la atención, al menos esa clase de magia.

Tomó el tubo que había sobre la mesa en las manos, colocó un extremo sobre uno de sus ojos y guiñó el otro.

—Ésta es mi magia —sentenció, y me pasó el tubo—. ¿Qué te parece?

—Póntelo en el ojo —me instó Fumio con una sonrisa.

Sujeté el tubo con cautela, intentando olfatearlo con disimulo por si estaba envenenado.

Fumio soltó una carcajada.

—¡No hay ningún peligro!

Cuando miré por el extremo, solté sin querer una exclamación. Las montañas remotas y la ciudad de Hagi parecían haber dado un salto para acercarse a mí. Me aparté el tubo del ojo y allí estaban, otra vez en la lejanía, apenas visibles. Los Terada, padre e hijo, no paraban de reír.

—¿Qué es esto? —pregunté.

No parecía cuestión de magia. Era producto de la mano del hombre.

—Es una especie de cristal tallado como una lenteja. Hace que los objetos parezcan más grandes y acerca los que están lejos —me explicó Terada.

—¿Procede del continente?

—Lo tomamos de un barco del continente. Allí hace tiempo que tienen inventos parecidos; pero, según me han contado, éste fue fabricado por los bárbaros del sur, en un país lejano —Terada se inclinó hacia delante y lo recogió de mi mano; a continuación, miró por el cristal y sonrió—. ¡Y pensar que existen países y pueblos que fabrican artefactos como éste! Aquí, en las Ocho Islas, creemos que somos lo mejor del mundo... Sin embargo, a veces pienso que únicamente somos unos ignorantes.

—Nuestros hombres nos han traído noticias sobre armas que matan a grandes distancias, con plomo y fuego —terció Fumio—. Estamos intentando conseguir algunas, para utilizarlas.

Fumio miró por la ventana con ojos impacientes, parecía ansioso por explorar el gigantesco mundo que se extendía más allá del mar. Imaginé que la isla sería como una prisión para él.

El extraño artefacto que tenía frente a mí y la mención de aquellas armas misteriosas me produjeron un sentimiento de inquietud. La altura de la sala, los profundos acantilados a nuestros pies y mi propio cansancio hicieron que la cabeza me empezase a dar vueltas. Respiré profundamente, con calma, pero notaba cómo un sudor frío me brotaba en la frente y en las axilas. Adiviné que una alianza con los piratas aumentaría su fortaleza y abriría camino para una oleada de objetos nuevos que cambiarían por completo la sociedad que yo mismo me esforzaba por establecer. En la sala reinó el silencio. Escuchaba los suaves sonidos de los moradores de la residencia, el batir de las alas de las águilas, el murmullo distante del mar, las voces de los hombres en el puerto. Una mujer cantaba mientras molía arroz; era una balada sobre una muchacha que se enamoraba de un pescador.

El aire parecía brillar tenuemente, al igual que el mar en la distancia, como si un velo de seda se hubiera retirado del rostro de la realidad. Muchos meses antes, Kenji me había dicho que existió un tiempo en el que todos los hombres gozaban de los poderes extraordinarios que en la actualidad sólo conservaba la Tribu, y entre sus miembros, únicamente algunos individuos, como yo. Pronto nosotros desapareceríamos también y nuestras dotes serían olvidadas, sustituidas por la magia de la técnica que los Terada tanto deseaban. Reflexioné sobre mi papel a la hora de erradicar tales poderes, pensé en los miembros de la Tribu que ya había destrozado y sentí una dolorosa punzada de arrepentimiento. A pesar de ello, sabía que acabaría estableciendo un pacto con los Terada. No me echaría atrás. Y si las armas de fuego y el tubo misterioso pudiesen ayudarme, no dudaría en utilizarlos.

La estancia dejó de oscilar y la sangre fluyó de nuevo por mis venas. Tan sólo habían transcurrido unos instantes. Entonces, Terada dijo:

—Tengo entendido que me traes una propuesta. Me interesa escucharla.

Yo le expliqué cómo Hagi sólo podía ser tomada por mar. Describí a grandes líneas el plan: enviaría la mitad de mi ejército como señuelo para atraer a las fuerzas de los Otori a la orilla del río, mientras que la otra mitad sería transportada por barco y atacaría el castillo. En recompensa por la ayuda de los Terada, los reintegraría en Hagi y mantendría una flota permanente de buques de guerra bajo su mando. Una vez que la paz hubiera sido restaurada, el clan financiaría expediciones al continente para promover el intercambio de conocimientos y el comercio.

—Conozco el poder e influencia de vuestra familia —concluí—. No puedo creer que deseéis permanecer aquí, en Oshima, para siempre.

—Es cierto que me gustaría regresar a mi casa familiar. Los Otori la confiscaron, como ya sabes.

—Se os devolverá —prometí.

—Tienes mucha confianza en ti mismo —opinó Terada con un punto de humor.

—Sé que puedo triunfar... con vuestra ayuda.

—¿Cuándo atacarías?

Fumio me miró, los ojos le brillaban.

—Lo antes posible. La rapidez y la sorpresa son mis mejores armas.

—Esperamos los primeros tifones cualquier día de éstos —advirtió Terada—. Por eso todos nuestros barcos están en puerto. Pasará un mes antes de que podamos hacernos a la mar otra vez.

—Entonces, nos pondremos en marcha tan pronto como el tiempo mejore.

—No eres mayor que mi hijo —dijo Terada—. ¿Qué te hace pensar que puedes dirigir un ejército?

Le informé sobre nuestras fuerzas y equipamiento, nuestra base en Maruyama y las batallas que ya había ganado. Sus ojos se contrajeron y emitió un gruñido, sin articular palabra por el momento. Yo notaba su lucha interior entre la prudencia y las ansias de venganza. Por fin, golpeó con el abanico sobre la mesa y el escriba dio un respingo. Me hizo una profunda reverencia y me habló de manera formal, diferente a la que había empleado hasta ese momento:

—Señor Otori, os ayudaré en esta misión y seré testigo de vuestra toma de Hagi. La casa y la familia Terada os lo juran. Os ofrecemos nuestra fidelidad. Nuestros barcos y hombres ya se encuentran a vuestra disposición.

Emocionado, le di las gracias. Terada ordenó que trajeran vino y bebimos para celebrar el acuerdo. Fumio se mostraba eufórico. Como yo descubriría más tarde, tenía sus propias razones para desear el regreso a Hagi, al igual que la muchacha con la que iba a casarse. Mientras los tres tomábamos juntos la comida del mediodía, conversamos sobre tropas y estrategia. A media tarde, Fumio me llevó al puerto para enseñarme los barcos.

Ryoma nos esperaba en el embarcadero y el gato estaba a su lado. Nos saludó efusivamente y me siguió como una sombra mientras subimos a bordo de la nave más cercana para que Fumio me la enseñara. Quedé impresionado por su tamaño y capacidad, así como por la forma en la que los piratas la habían fortificado con parapetos y escudos de madera. Disponía de gigantescas velas de lona y de gran cantidad de remos. De repente, el plan que hasta entonces había sido una vaga idea en mi mente tomó forma real.

Decidimos que Fumio enviaría un mensaje a Ryoma en cuanto las condiciones del tiempo fueran favorables. Entonces, en la siguiente luna llena, yo empezaría a trasladar a mis hombres hacia el norte. Los barcos vendrían a buscarnos al templo de Katte Jinja y nos llevarían a Oshima. Desde allí, asaltaríamos la ciudad y el castillo.


Exploraremos Hagi de noche, como en los viejos tiempos —comentó Fumio con una sonrisa.

—No sé cómo darte las gracias. Seguro que intercediste ante tu padre para que apoyara mi causa.

—No hubo necesidad. Mi padre veía las ventajas de una alianza contigo y te reconoce como el heredero legítimo del clan. Pero no habría accedido si no hubieras venido personalmente, y solo. Se quedó impresionado. Le gusta la valentía.

Yo había intuido que así era como tenía que acudir ante Terama, pero mi responsabilidad me pesaba como una losa. Había mucho en juego y yo era el único que podía mantener aquella insólita alianza.

Fumio quería que me quedara en la isla durante un tiempo, pero yo deseaba más que nunca regresar a Maruyama, empezar los preparativos, anticiparme a toda costa a un ataque por parte de Arai. Además, no me fiaba del estado del tiempo. El aire estaba inusualmente inmóvil y el cielo, cubierto de nubes, mostraba un color plomizo, teñido de negro en el horizonte.

Ryoma me dijo:

—Si partimos pronto, la marea nos ayudará otra vez.

Fumio y yo nos abrazamos en la plataforma del muelle y después subí a bordo de la pequeña barca. Agitamos los brazos en señal de despedida y levamos anclas. La marea nos empujó y nos alejamos de la isla.

Ryoma, preocupado, no apartaba la vista del cielo, que iba tomando un tono peligrosamente oscuro. Nos encontrábamos a menos de un kilómetro de Oshima cuando el viento empezó a ganar velocidad. Al poco rato soplaba con intensidad y nos arrojaba sobre el rostro una lluvia punzante. Resultaba imposible avanzar con el remo y en cuanto intentamos ¡zar la vela salió despedida de nuestras manos.

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