Cuando llegó Amano, Kaede hizo marchar a las mujeres para hablar con él a solas y en unos minutos le puso al tanto de la situación.
—Tengo que acudir a la residencia del señor Fujiwara. Reconozco que tengo miedo de sus intenciones. Es posible que tengamos que salir huyendo y regresar a Maruyama a toda velocidad. Debes estar preparado en todo momento y asegurarte de que también lo estén los hombres y los caballos.
Amano contrajo los ojos.
—¿Crees que habrá que combatir?
—Lo ignoro. Temo que intenten retenerme.
—¿Contra tu voluntad? ¡Imposible!
—Es improbable, lo sé; pero estoy inquieta. ¿Porqué se han llevado a mis hermanas, si no es para forzar mi voluntad de alguna manera?
—Debemos partir hacia Maruyama a toda prisa —aseguró Amano, cuya juventud e inexperiencia no le permitían comprender el inmenso poder del aristócrata—. Que tu marido hable con el señor Fujiwara con el lenguaje del sable.
—Temo lo que les pueda ocurrir a mis hermanas. Al menos, debo averiguar su paradero. Shoji afirma que no podemos desafiar a Fujiwara, y creo que tiene razón. Tendré que ir a verle y hablar con él. Pero no entraré en la casa. No permitas que me lleven al interior de la residencia —Amano hizo una reverencia y Kaede prosiguió—: ¿Crees que debo enviar al pequeño Hiroshi a Maruyama? ¡Ojalá no le hubiera traído conmigo! Ahora me veo obligada a velar por su seguridad.
—Cuantos más seamos, más seguros nos encontraremos —opinó Amano—. Debe quedarse con nosotros. En todo caso, si es que vamos a encontrar dificultades, no podemos prescindir de los hombres que tendrían que acompañarle el su regreso. Moriré antes de que tú o él sufráis daño alguno
Kaede sonrió, agradecida por su lealtad.
—Entonces, no esperemos más.
El tiempo había vuelto a cambiar. La claridad y el frescor de los últimos días habían dado paso a un bochorno insoportable. Se apreciaba humedad en el aire y, al mismo tiempo, era la clase de día que solía preceder a los tifones propios de finales del verano. Los caballos sudaban y se mostraban inquietos y el ruano de Hiroshi estaba más alborotado que nunca.
Kaede deseaba hablar con Hiroshi, advertirle de los posibles peligros que los aguardaban, hacerle prometer que no se involucraría en ningún tipo de combate; pero el caballo del muchacho se comportaba de forma tan intranquila que Amano resolvió que Hiroshi cabalgara por delante de él, para evitar que el ruano alterase a
Raku.
Kaede notaba que el sudor le corría por el cuerpo y abrigó la esperanza de no llegar ante Fujiwara sofocada y empapada. Empezaba a lamentar su precipitada decisión; pero, como siempre, a lomos de su caballo adquiría seguridad. Hasta entonces, sólo había recorrido aquel camino en palanquín, por lo que le había resultado imposible contemplar el paisaje tras las cortinas de seda y las mamparas de papel engrasado que la confinaban. Ahora podía admirar la belleza del panorama, la riqueza de las tierras de cultivo, la frondosidad de los bosques y la grandeza de las remotas montañas que, cordillera tras cordillera, cada una algo más pálida que la anterior, se desvanecían de la vista hasta fundirse con el mar.
No resultaba extraño que el señor Fujiwara se negara a abandonar aquel lugar tan hermoso. La imagen del aristócrata, seductora e intrigante, apareció ente los ojos de Kaede, quien recordó que Fujiwara siempre le había demostrado su afecto y admiración. No podía creer que fuera a hacerle daño. Con todo, un sentimiento de desasosiego la embargaba. "Quizá esto es lo que se siente al entrar en batalla", pensó. "La vida parece más bella y efímera que nunca, pues se puede perder en un abrir y cerrar de ojos".
Kaede colocó la mano sobre la espada que portaba bajo el cinturón y el tacto de la empuñadura alivió en parte sus temores.
Se encontraban a pocos kilómetros de las puertas de la residencia de Fujiwara cuando apreciaron nubes de polvo en la carretera que tenían ante sí. Al momento, divisaron a los portadores del palanquín y a los jinetes que el noble enviaba para recoger a Kaede. El jefe de la escolta reparó en el blasón del río blanco bordado en la casaca de Amano y tiró de las riendas para saludarle. A continuación, clavó la vista en Kaede. Los músculos del cuello se le tensaron y, atónito, abrió los ojos de par en par.
—Señora Shirakawa —saludó, falto de resuello. Acto seguido, gritó a los porteadores—: ¡Abajo! ¡Abajo!
Los hombres dejaron caer el palanquín y se hincaron de rodillas sobre el polvo. Todos los miembros de la comitiva parecían sumisos, mas Kaede enseguida cayó en la cuenta de que los doblaban en número.
—Me dirijo a visitar a su señoría —dijo Kaede.
Había reconocido al lacayo, si bien no recordaba su nombre. Era el hombre que en el pasado siempre la había escoltado hasta la residencia del aristócrata.
—Soy Murita —dijo el lacayo—. ¿No preferiría la señora Shirakawa ser transportada?
—Cabalgaré —replicó Kaede brevemente—. Ya estamos muy cerca.
Murita apretó los labios hasta formar una fina línea. "Desaprueba mi actitud", pensó Kaede, y miró fugazmente a Amano e Hiroshi, situados a su costado. El rostro de Amano permanecía inexpresivo, pero el niño se sonrojó.
"Tal vez se sienten avergonzados por mi culpa. Quizá mi actitud supone una deshonra para ellos y para mí misma". Kaede irguió la espalda y apremió a
Raku
para que avanzase.
Murita envió a dos de sus hombres por delante, lo que provocó que aumentara la inquietud que Kaede sentía ante la recepción por parte de Fujiwara, pero entendió que no le quedaba más remedio que continuar el camino.
Los caballos percibían la ansiedad de Kaede.
Raku se
apartó hacia un lado, con las orejas hacia arriba y los ojos en blanco; el caballo de Hiroshi levantó la cabeza e intentó encabritarse. Los nudillos del muchacho se veían transparentes mientras sujetaba las riendas con todas sus fuerzas para recobrar el control.
Cuando llegaron a la residencia, las puertas estaban abiertas y un pelotón de guardias armados permanecía formando en el patio. Amano desmontó y se acercó para ayudar a Kaede a bajarse de lomos de
Raku.
—No desmontaré hasta que venga el señor Fujiwara —dijo Kaede con osadía—. No tengo intención de quedarme.
Murita titubeó, reacio a ser portador de tal mensaje.
—Dile que he llegado —insistió Kaede.
—Señora Shirakawa —musitó Murita, inclinando la cabeza antes de desmontar.
En ese momento Mamoru, el joven actor y acompañante del señor Fujiwara, salió de la casa y se arrodilló frente al caballo de Kaede.
—Bienvenida, señora —dijo Mamoru—. Os ruego que entréis en la residencia.
Kaede temía que si entraba quizá nunca volviera a salir.
—Mamoru —saludó Kaede con brusquedad—. No pienso entrar. He venido a averiguar dónde se encuentran mis hermanas.
Mamoru se puso en pie, avanzó hasta el flanco derecho de
Raku
y se situó entre Kaede y Amano. Aquel joven, que nunca antes hubiera osado a mirarla directamente, intentaba ahora encontrar su mirada.
—Señora Shirakawa —empezó a decir, y Kaede apreció un matiz de súplica en su voz.
—Vuelve a montar —ordenó Kaede a Amano, quien la obedeció al instante.
—Por favor —insistió Mamoru con calma—, debéis acceder. Os lo ruego. Por vos misma, por vuestros hombres, por el niño...
—Si el señor Fujiwara no desea venir a hablar conmigo, si no tiene intención de comunicarme el paradero de mis hermanas, no me quedan más asuntos que tratar aquí.
Kaede no consiguió ver quién dio la orden. Sólo fue consciente del fugaz intercambio de miradas entre Mamoru y Murita.
—¡Huye! —gritó Kaede a Amano, al tiempo que intentaba girar la cabeza de
Raku;
pero Murita sujetó la brida.
Kaede se inclinó hacia delante, sacó la espada y apremió al caballo para que retrocediese. El animal sacudió la cabeza hasta liberarse de la sujeción del hombre y se irguió sobre sus patas traseras, agitando al mismo tiempo las pezuñas delanteras. Kaede golpeó a Murita con la espada y comprobó que la hoja le había hecho un corte en la mano.
El lacayo emitió un grito de furia y desenvainó su sable. Kaede pensó que la mataría, pero el hombre agarró la brida otra vez y tiró con fuerza de la cabeza del caballo hacia abajo.
Kaede notó un movimiento a sus espaldas; era el ruano de Hiroshi, presa del pánico. Mamoru intentaba asir a Kaede por las ropas, llamándola sin cesar, suplicándole que se rindiera. Detrás del joven, Kaede vio a Amano, quien blandía su sable; pero antes de que tuviera oportunidad de utilizarlo una flecha se le clavó en el pecho. La joven vio la conmoción en los ojos del guerrero; entonces, la sangre empezó a salir a borbotones y cayó como un fardo hacia delante.
—¡No! —gritó Kaede.
En ese momento Murita, arrastrado por la ira, clavó el sable en el pecho descubierto de
Raku.
El caballo emitió un relincho de dolor, de pánico, y la sangre, de un rojo brillante, empezó a brotar de la brutal herida. A medida que el animal vacilaba, con patas oscilantes y la cabeza hundida,
Murita agarró a Kaede e intentó bajarla de lomos de la montura. Ella lanzó otro golpe con su espada, pero
Raku
la arrastraba hacia abajo y el ataque careció de la fuerza necesaria. Murita agarró a Kaede por la muñeca y, sin dificultad, le retorció la mano hasta hacerle soltar la espada. Sin pronunciar palabra, llevó a la joven casi a rastras al interior de la residencia.
—¡Socorro! ¡Ayudadme! —gritaba Kaede mientras giraba la cabeza e intentaba buscar con la mirada a sus hombres.
Pero el rápido y feroz asalto había herido o acabado con la vida de sus acompañantes.
—¡Hiroshi! —llamó Kaede con un grito.
Entonces escuchó el ruido de cascos de caballo. Lo último que vio antes de que Murita la empujase al interior de la vivienda fue al caballo ruano huyendo, alejando al niño en contra de su voluntad. Al menos el muchacho se había salvado, por el momento.
Murita la registró en busca de otras armas y encontró el cuchillo; la mano le sangraba a borbotones y la cólera hacía actuar al lacayo de forma brusca. Mamoru corría por delante de ellos abriendo las puertas correderas a medida que Murita conducía a Kaede hacia los aposentos de invitados.
Cuando la soltó, la joven cayó en el suelo llorando de rabia y de sufrimiento.
—
¡Raku! ¡Raku!
—exclamaba Kaede entre lágrimas con tanto pesar como si el caballo hubiera sido su propio hijo.
Entonces lloró por Amano y por los demás hombres, a quienes había conducido hasta la muerte. Mamoru se arrodilló a su lado, balbuciente.
—Lo lamento, señora Shirakawa. No tenéis más remedio que rendiros. Nadie os hará daño. Creedme, aquí todos os apreciamos y os respetamos. Calmaos, os lo ruego.
Al comprobar que el llanto de Kaede se tornaba más desesperado, Mamoru se dirigió a las criadas:
—Id a buscar al doctor Ishida.
Minutos más tarde, Kaede reparó en la presencia del médico. Éste se arrodilló a su lado y ella levantó la cabeza; se apartó el cabello de la cara y le miró con ojos angustiados.
—Señora Shirakawa... —empezó a decir Ishida, pero Kaede le interrumpió.
—Me llamo Otori, estoy casada. ¿Qué insulto es éste? No les permitáis que me retengan. Pedidles que me dejen marchar de inmediato.
—Ojalá pudiera —replicó él en voz baja—, pero aquí todos vivimos según los deseos de su señoría, no según los nuestros.
—¿Qué quiere de mí? ¿Por qué me ha hecho esto? ¡Ha tomado a mis hermanas como rehenes! ¡Ha asesinado a mis hombres! —gritaba Kaede mientras las lágrimas le surcaban el rostro—. ¡No había necesidad de matar a mi caballo!
Los sollozos la hacían temblar violentamente. Ishida pidió a las criadas que fueran a buscar unas hierbas a sus aposentos y que trajeran agua caliente. Entonces, examinó a Kaede con gentileza; le observó los ojos y le tomó el pulso.
—Perdonadme —dijo el médico—, pero debo preguntaros si estáis encinta.
—¿Por qué habría de contestaros? —replicó ella—. ¡No es asunto vuestro!
—Su señoría tiene la intención de casarse con vos. Considera que estabais comprometida con él. Ya ha obtenido el permiso del emperador y el del señor Arai.
—Nunca llegamos a comprometernos —gimió Kaede—. Estoy casada con el señor Otori Takeo.
Ishida intervino con amabilidad:
—No me está permitido hablar con vos sobre tales asuntos. Pronto os encontraréis con su señoría. Pero, como médico, debo saber si os encontráis en estado de gravidez.
—¿Y qué si lo estuviera?
—Entonces tendríamos que poner fin al embarazo. —Kaede ahogó un grito de tristeza e Ishida prosiguió—: El señor Fujiwara ha sido sumamente misericordioso con la señora Shirakawa. Podría haberos dado muerte por vuestra infidelidad. Os perdonará y se casará con vos, pero nunca daría su apellido al hijo de otro hombre.
Kaede no respondió, sino que volvió a sollozar con renovada energía. La criada regresó con las hierbas y la tetera llena de agua hirviendo. Ishida procedió a elaborar la infusión.
—Bebed —le pidió a Kaede—. Os calmará.
—¿Y si no lo hago? —replicó ella.
Y dicho esto se incorporó de improviso, le arrancó el cuenco de las manos y lo mantuvo en el aire con los brazos estirados, como si fuera a derramarlo sobre la estera.
—Supongamos que me niego a probar bebida o alimento alguno. ¿Se casaría Fujiwara con un cadáver?
—Entonces condenaríais a vuestras hermanas a la muerte... o tal vez a algo peor —repuso él—. Lo lamento, esta situación me desagrada profundamente, y mi participación en ella no me enorgullece en absoluto. Lo único que puedo hacer es mostrarme totalmente sincero con vos. Si os sometéis a la voluntad de su señoría, preservaréis vuestro honor y las vidas de vuestras hermanas.
Kaede se quedó mirando al médico durante un buen rato. Entonces, lentamente, se ¡levó el cuenco a los labios.
—No estoy encinta —dijo, y se bebió toda la infusión.
Ishida permaneció sentado al lado de Kaede mientras los sentidos de ésta se iban entumeciendo. Cuando se hubo calmado, el médico ordenó a las criadas que la llevaran al pabellón de baños y le lavaran los restos de sangre.
Para cuando la hubieron lavado y vestido, la infusión había aplacado la angustia de la joven y el espantoso panorama de sangre y de muerte le parecía una pesadilla, no una realidad. A media tarde logró conciliar el sueño mientras escuchaba, como desde un país lejano, los cánticos de los sacerdotes que purificaban la residencia tras la contaminación de la muerte y restituían la paz y armonía habituales. Al despertar, Kaede se encontró en una habitación familiar para ella; por un instante olvidó los acontecimientos de los últimos meses y pensó: "Estoy en casa de Fujiwara. ¿Cuánto tiempo he pasado aquí? Llamaré a Shizuka para preguntárselo".