El brillo de la Luna (27 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

Me dediqué a pintar de forma obsesiva y dibujé a I
Shun, Raku, Kiu
y
Aoi.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había pintado; el tacto del pincel y el frescor de la tinta actuaban como un bálsamo para mí. Mientras permanecía sentado en el tranquilo templo, mantenía la ilusión de que aquella era mi auténtica vida. Imaginaba que me había retirado del mundo y dedicaba mis días a pintar imágenes votivas por encargo de los peregrinos. Recordaba las palabras del abad de Terayama cuando visité aquel santuario con Shigeru por primera vez, tanto tiempo atrás: "Vuelve a nosotros cuando todo haya terminado. Siempre habrá un sitio para ti en este templo".

"¿Terminará alguna vez?", me pregunté, al igual que había hecho en aquella ocasión.

A menudo los ojos se me cuajaban de lágrimas y, al recordar a Jiro y a Yuki, la tristeza me embargaba. Lloraba por sus vidas, tan breves; por su devoción hacia mí, que yo núnca había merecido; porque hubieran encontrado la muerte por mi culpa. Anhelaba vengarlos, pero la brutalidad del suicidio de Hajime me había asqueado. Sentía que yo mismo había iniciado un interminable ciclo de venganza y de muerte. Recordé los momentos que Yuki y yo habíamos compartido y lamenté amargamente no haberla amado nunca. Era cierto que no había sentido el mismo amor apasionado que Kaede me provocaba, pero sí había deseado a Yuki, y el recuerdo de nuestra relación me hizo desearla de nuevo y volver a llorar por su hermoso cuerpo, ágil y flexible, ahora inmóvil para siempre.

Por fortuna, las ceremonias del Festival de los Muertos me ofrecieron la oportunidad de despedirme del espíritus de Yuki. Encendí velas por todos los seres queridos que me habían precedido en el camino al otro mundo y les supliqué perdón y su tutela. Había transcurrido un año desde quen encontrara junto a Shigeru a orillas del río de Yamagata, cuando enviamos a la deriva nuestras pequeñas embarcaciones ardientes; un año, sí, desde que yo pronunciara el nombre de Kaede por primera vez, desde que viera que su rostro se iluminaba y entendiera que ella me amaba.

El deseo me atormentaba. Podría haber optado por yacer con Makoto para así calmar mi ansiedad y al tiempo confortarle de su congoja, pero había algo que me lo impedía. Durante las horas de luz, mientras pintaba sin descanso, meditaba sobre el año anterior y las acciones que yo mismo había llevado a cabo; reflexionaba sobre mis errores, sobre el dolor y el sufrimiento que había infligido a cuantos me rodeaban. Llegué a la conclusión de que todas mis equivocaciones —entre ellas la decisión de marcharme con la Tribu— habían sido fruto de mi pasión incontrolada. Si no hubiera tenido una relación carnal con Makoto, su obsesión no le habría conducido a exponer a Kaede ante su padre; si no hubiera yacido con Kaede en Inuyama, ella no habría estado al borde de la muerte cuando perdió a nuestro hijo, y si no me hubiera acostado con Yuki, la muchacha seguiría con vida y el hijo que algún día me iba a matar nunca habría nacido. Entonces, me vino a la mente Shigeru, quien se había resistido a casarse y asombraba a sus sirvientes a causa de su abstinencia, ya que le había jurado a la señora Maruyama que nunca yacería con mujer alguna, salvo con ella. No conocía a ningún otro hombre que hubiera realizado semejante juramento, pero cuanto más pensaba en ello, más deseaba imitar a mi padre adoptivo en este asunto, como en tantos otros. Arrodillado en silencio ante la sagrada figura con cabeza de caballo, juré ante la diosa que a partir de aquel momento sólo entregaría todo mi amor, físico y espiritual, a mi esposa, Kaede.

Nuestra separación me había hecho caer en la cuenta de cuánto la necesitaba, de hasta qué punto ella era el sostén que aportaba fuerza y estabilidad a mi vida. Mi amor por Kaede era el antídoto al veneno con el que la cólera y el sufrimiento me habían intoxicado; como un tesoro de valor incalculable, lo mantenía oculto y protegido en el fondo de mi alma.

Makoto, a quien la pena embargaba tanto como a mí, también pasaba largas horas en silenciosa meditación. Apenas hablábamos durante el día, pero después de la cena solíamos conversar hasta bien entrada la noche. Él se sentía intrigado por las últimas palabras de Hajime e intentó interrogarme acerca de Yuki y de mi hijo. En un primer momento me sentí sin fuerzas para hablar sobre ellos. Sin embargo, en la primera noche del festival, una vez que hubimos regresado de la orilla del mar, nos sentamos juntos a compartir una garrafa de vino. Aliviado porque la frialdad entre nosotros parecía haberse desvanecido y debido a que yo confiaba en Makoto más que en cualquier otro hombre, decidí hablarle de la profecía.

Me escuchó con atención mientras describía a la anciana mujer ciega, su apariencia de santa, la cueva, la rueda de plegarias y el signo de los Ocultos.

—He oído hablar de ella —dijo Makoto—. Muchas personas que aspiran a la santidad intentan encontrarla, pero no sabía de nadie que hubiera localizado el camino hasta la anciana.

—Me llevó Jo—An, el paria.

Makoto se quedó en silencio. La noche era cálida y tranquila y las mamparas permanecían abiertas. La luna llena lanzaba su luz sobre el templo y la arboleda sagrada; el mar rugía al arrojarse sobre la playa de guijarros. Una salamandra atravesó el techo y sus diminutos pies se adherían como ventosas a su superficie. Los mosquitos zumbaban y las polillas revoloteaban alrededor de las lámparas; apagué las llamas para que no se quemasen las alas, pues la luna brillaba lo suficiente como para iluminar la estancia en la que nos encontrábamos.

Por fin, Makoto dijo:

—Entonces debo aceptar que el paria es favorecido por el Iluminado, al igual que tú.

—La anciana me dijo: "Todos son uno" —tercié yo—. En aquel momento no entendí el significado, pero más tarde, en Terayama, recordé las palabras que Shigeru pronunció justo antes de morir y me fue revelada la verdad que escondía la afirmación de la santa mujer.

—¿De qué verdad me hablas? ¿Podrías describirla?

—No me es posible hacerlo con palabras, pero sé que ellos tenían razón y ahora dirijo mi vida según esa doctrina: no existen diferencias entre los humanos, nuestro sistema de castas y nuestras creencias son únicamente una ilusión que se interpone entre nosotros y la verdad. El cielo no establece diferencias entre los hombres, y así es como yo he de actuar.

—Te seguí porque te amaba y porque creía en la justicia de tu causa —dijo Makoto con una sonrisa—. No pensé que también llegarías a ser mi consejero espiritual.

—Yo no sé nada sobre asuntos espirituales —me defendí, sospechando que Makoto se burlaba de mí—. He abandonado las enseñanzas de mi niñez y no puedo sustituirlas por otras diferentes. Tengo la impresión de que toda doctrina religiosa lleva consigo profundas verdades así como matices de absoluta demencia. Los hombres suelen aferrarse a sus creencias como si éstas pudieran salvarlos, pero más allá de toda doctrina existe un lugar donde reina la verdad, una verdad que nos dice: "Todos son uno".

Makoto soltó una carcajada.

—Parece que, a pesar de tu falta de preparación, tienes más entendimiento que el que yo haya podido alcanzar tras años de estudio y de meditación. ¿Qué más te dijo la santa?

Repetí las palabras de la profecía: "En ti se mezclan tres sangres. Naciste entre los Ocultos, pero tu vida ha quedado al descubierto y ya no te pertenece. La tierra cumplirá el deseo del cielo. Tus tierras se extenderán de costa a costa, pero la paz sólo se alcanza con el derramamiento de sangre. Para conseguirla, librarás cinco batallas... Ganarás cuatro de ellas, pero perderás una".

Hice una pausa, pues dudaba si debía proseguir.

—¿Cinco batallas? —se extrañó Makoto—. ¿Cuántas hemos librado?

—Dos, si contamos la de Jin—emon y los bandidos.

—¡Así que por eso me preguntaste si aquel enfrentamiento podía considerarse una batalla! ¿Crees en la profecía?

—En gran parte, sí. ¿Acaso no debiera hacerlo?

—Yo creería cualquier cosa que la anciana me dijera si tuviera la fortuna de arrodillarme a sus pies —dijo Makoto en voz baja—. ¿Dijo algo más?

–"Muchos morirán" —cité yo—, "pero tu estás a salvo de la muerte, excepto a manos de tu propio hijo".

—Lo lamento —intervino Makoto con un matiz de compasión—. Es una terrible carga para cualquier hombre, en especial para ti, que sientes debilidad por los niños. Imagino que anhelas tener hijos.

El hecho de que Makoto me conociera tan profundamente me emocionó.

—Cuando me marché con la Tribu y creí que había perdido a Kaede para siempre, mantuve una relación con la muchacha que me ayudó a sacar a Shigeru de Inuyama. Se llamaba Yuki; fue ella quien llevó la cabeza del señor Otori al templo.

—La recuerdo bien —dijo Makoto—. Nunca olvidaré su llegada a Terayama ni la conmoción que la noticia que traía nos causó.

—Era hija de Muto Kenji —dije, sintiendo una punzada de dolor por mi antiguo maestro—. No doy crédito a que la Tribu la utilizara de esa manera. Querían conseguir un niño y, una vez que nació, la mataron. Me arrepiento amargamente de la relación que mantuvimos, no sólo a causa de mi hijo, sino también porque tuvo como resultado la muerte de Yuki. Si, en efecto, mi hijo va a matarme, es sin duda lo que merezco.

—Todo joven comete errores —dijo Makoto—. Es nuestro destino tener que convivir con las consecuencias —Makoto estiró el brazo y me agarró la mano con fuerza—. Me alegro de que me hayas hablado del asunto. Confirma muchas cosas que siempre he creído de ti: que has sido elegido por el cielo y que éste te protegerá hasta que completes tus objetivos.

—¡Ojalá pudiera estar a salvo del sufrimiento! —exclamé yo.

—De ser así, habrías alcanzado la verdadera iluminación espiritual —respondió Makoto con cierta sequedad.

* * *

La luna llena trajo consigo un cambio en el estado del tiempo. El calor disminuyó y el cielo quedó limpio de nubes. Incluso se apreciaba, en el frescor de las mañanas algún indicio del otoño. Una vez concluido el Festival de los Muertos, mi estado de ánimo mejoró levemente. Otras palabras del abad me vinieron a la memoria y me recordaron que mis seguidores, todos aquellos que me apoyaban, lo hacían por propia voluntad. Tenía que dejar a un lado mi congoja y retomar mi causa para que sus muertes no hubieran sido en vano. También recordé las palabras que Shigeru me dijo en un pueblecito llamado Hinode, en el extremo más lejano de los Tres Países.

"Los niños lloran la muerte, pero los hombres y mujeres nunca lloran: se sobreponen a ella".

Hicimos planes para emprender la marcha al día siguiente, pero a media tarde la tierra tembló ligeramente, lo suficiente como para que los móviles de campanillas tintinearan y los perros comenzaran a aullar. Al atardecer hubo otro temblor, esta vez más potente. En una casa de la calle en la que nos alojábamos, una lámpara se volcó y pasamos casi toda la noche ayudando a los habitantes del pueblo a contener el incendio provocado por la llama. Como resultado, nos retrasamos varios días más.

Para cuando partimos, la impaciencia por reencontrarme con Kaede me carcomía las entrañas y me impelía a viajar hacia Maruyama a toda prisa. Nos levantábamos temprano y espoleábamos a los caballos hasta que nos iluminaba la pálida luz de la luna, a altas horas de la noche. La mayoría del tiempo permanecíamos en silencio; añorábamos a Jiro y nos sentíamos incapaces de charlar y bromear como habíamos hecho al iniciar el viaje desde Maruyama. Además, me embargaba una sensación de temor de la que no conseguía librarme.

Ya era la hora del Perro para cuando llegamos a la ciudad. En casi todas las casas reinaba la oscuridad y las puertas del castillo se hallaban atrancadas. Los guardias nos saludaron con afecto, si bien su caluroso recibimiento no logró disipar mi inquietud. Me dije que tan sólo me encontraba agotado e irritable tras el tedioso trayecto. Deseaba darme un baño caliente, comer algo decente y acostarme con mi esposa. Manami, acompañada por las doncellas a su cargo, me estaba esperando a la entrada de la residencia. En cuanto la miré a la cara entendí que algo malo había ocurrido.

Le pedí que le comunicase a Kaede mi llegada y la mujer cayó de rodillas.

—Señor..., señor Otori... —balbuceó—. La señora partió hacia Shirakawa para recoger a sus hermanas y traerlas aquí.

—¿Cómo dices? —no daba crédito a lo que oía. ¡Kaede se había marchado sola, sin comunicármelo ni pedir mi consejo!—. ¿Hace cuánto tiempo? ¿Cuándo se espera su regreso?

—Se marchó a últimos del mes pasado —daba la impresión de que Manami iba a echarse a llorar de un momento a otro—. No quiero alarmar a su señoría, pero ya debería estar de vuelta.

—¿Por qué no la acompañaste?

—La señora se negó en redondo. Quería viajar deprisa para regresar a Maruyama antes que vos.

—Enciende las lámparas y envía a alguien a buscar al señor Sugita —ordené; pero por lo visto el lacayo se había enterado de mi retorno y ya se disponía a encontrarse conmigo.

Entré en la residencia. Aún se percibía en el aire la fragancia de Kaede. Las hermosas estancias, con sus adornos en las paredes y sus biombos pintados, habían sido decoradas por ella. El recuerdo de su presencia se encontraba por doquier.

Manami había pedido a las criadas que trajeran lámparas y las oscuras siluetas de las muchachas se movían en silencio por las habitaciones. Una de ellas se acercó a mí y con un susurro me dijo que el baño estaba preparado, pero le respondí que antes hablaría con Sugita.

Entré en la sala favorita de Kaede y mi mirada cayó sobre el escritorio donde con tanta frecuencia ella se había arrodillado para copiar los informes sobre la Tribu. El arcón de madera en el que se guardaban, que siempre había estado colocado junto a la mesa, no se encontraba allí. Me estaba preguntando si Kaede lo habría escondido o si tal vez se lo había llevado consigo, cuando la criada me anuncióla llegada de Sugita.

—Te confié a mi esposa —dije. Más que furia, sentía un profundo temor que me helaba las entrañas—. ¿Por qué permitiste su marcha?

Sugita pareció sorprenderse ante mi pregunta.

—Perdonadme —dijo él—. La señora Otori insistió en partir. Iba acompañada por varios hombres, a las órdenes de Amano Tenzo. Hiroshi, mi sobrino, también la acompañó. Era un viaje de placer; se disponía a visitar a su familia y a recoger a sus hermanas para traerlas aquí.

—Entonces, ¿por qué no ha regresado?

En efecto, el viaje en sí parecía inofensivo. Tal vez yo estuviera exagerando mi reacción.

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