Aquella escena permanece grabada en mi memoria, pero recuerdo poco más. No había tiempo para sentir miedo ni para reflexionar. Los movimientos que Shigeru y Matsuda me habían enseñado llegaron hasta
Jato
a través de mi brazo por voluntad propia, sin que yo fuera del todo consciente. Una vez derrotado Nariaki, me giré hacia
Shun.
Parpadeé para quitarme el sudor de las pestañas y vi a Jo-An junto a mi caballo; el paria también sujetaba la montura de mi enemigo.
—Llévatelos de aquí -le pedí con un grito.
Hiroshi había estado en lo cierto con respecto al terreno. A medida que las tropas Tohan y Seishuu eran empujadas hacia atrás mientras nosotros avanzábamos, la confusión se intensificó. Los caballos, aterrados, caían en los agujeros y se rompían las patas o se veían atrapados entre grandes rocas, presos del pánico, sin posibilidad de avanzar ni de retroceder.
Jo-An se subió con la agilidad de un mono a lomos de
Shun
y se fue abriendo paso entre el remolino humano. De vez en cuando le divisaba recorriendo el campo de batalla; recogía caballos sin jinete, despavoridos, y los llevaba hasta el bosque. Como el paria me comentara en cierta ocasión, en una batalla hay muchos más cometidos que dar muerte al enemigo.
Al poco tiempo distinguí por delante de nosotros los estandartes de Otori y Maruyama, así como el blasón de los M¡yoshi. El ejército situado entre ellos y nosotros se encontraba atrapado. Los adversarios continuaron combatiendo con fiereza, conscientes de que no tenían escapatoria.
Ningún hombre de las tropas enemigas sobrevivió y el río se tiñó de rojo con la sangre de los muertos. Cuando todo hubo terminado y reinó el silencio, los parias se encargaron de los cadáveres y los colocaron en hileras. Más tarde nos encontramos con Sugita y, juntos, recorrimos las filas de los caídos, muchos de los cuales identificó. Jo-An y sus hombres ya se habían hecho cargo de decenas de caballos, y estaban requisando las armas y corazas de los muertos para después quemarlos.
El día pasó sin que tuviéramos conciencia del tiempo. Debía de ser la hora del Perro, por lo que la batalla había durado cinco o seis horas. Ambos ejércitos habían sido similares en número, algo menos de dos mil hombres en cada bando; pero los Tohan los perdieron a todos, mientras que nosotros tuvimos menos de un centenar de muertos y unos doscientos heridos.
Jo-An me trajo a
Shun
y fui cabalgando junto a Sugita hasta el bosque, donde Kaede me esperaba. Manami, con su eficacia habitual, se las había arreglado para instalar un campamento, encender una hoguera y hervir agua. Kaede estaba de rodillas sobre una alfombra colocada bajo un árbol. Distinguí su silueta a través de los troncos plateados de las hayas; mantenía la espalda recta y el cabello le caía como un manto. Cuando nos aproximamos, observé que tenía los ojos cerrados.
Manami se acercó a recibirnos, con ojos brillantes y llorosos.
—Está rezando -susurró entonces-. Lleva horas en esa posición.
Desmonté y la llamé por su nombre. Kaede abrió los ojos y su rostro se iluminó de alegría. Inclinó la cabeza hasta tocar el suelo con la frente mientras movía los labios entonando una silenciosa oración de gratitud. Me arrodillé ante ella y Sugita me imitó.
—Hemos obtenido una gran victoria -anunció él-. Ilida Nariaki ha muerto. Ya nadie te impedirá que te hagas cargo del dominio de Maruyama.
—Me siento inmensamente agradecida por tu lealtad y valentía -le dijo Kaede, y acto seguido se volvió hacia mí.
—¿Estás herido?
—Creo que no.
Una vez acabado el fragor de la batalla, el cuerpo entero me dolía. Los oídos me pitaban y el olor a sangre y a muerte que me envolvía me producía náuseas. Sin embargo, Kaede mostraba un aspecto tan limpio y puro que me parecía inalcanzable.
—He rezado para que estuvieras a salvo -dijo en voz baja.
La presencia de Sugita hacía que nos sintiéramos algo incómodos.
—Tomad un poco de té -nos animó Manami.
Caí en la cuenta de que tenía la boca totalmente seca y los labios cubiertos de sangre.
—Estamos muy sucios -empecé a argumentar; pero la criada me puso un cuenco en la mano y yo lo bebí con deleite.
Había pasado el ocaso y la luz del atardecer se tiñó de azul. El viento había cesado y los pájaros lanzaban los últimos cantos del día. Escuché un murmullo en la maleza y al levantar la vista vi a una liebre que atravesaba un claro del bosque. Mientras daba un sorbo de té, me quedé observando el animal. Éste giró la cabeza y me miró con sus grandes ojos durante un buen rato. Después, se alejó dando saltos. Noté en la boca el sabor amargo de la infusión.
Dos batallas quedaban a nuestras espaldas. Según la profecía, ganaríamos otras dos, pero perderíamos una.
Un mes antes, después de que Shirakawa Kaede se hubiera marchado con los hermanos Miyoshi a instalarse en el pabellón de invitados del templo de Terayama, Muto Shizuka había partido hacia la aldea secreta de la Tribu, oculta en las montañas del extremo más alejado de Yamagata, donde habitaba su familia. Kaede lloró cuando se despidieron, obligó a Shizuka a aceptar dinero e insistió para que se llevara uno de los caballos de carga, que podría devolver cuando le fuera posible. Shizuka pensó entonces que su señora se olvidaría de ella en cuanto se reuniese con Takeo.
Se sentía preocupada por haberse separado de Kaede y por la impetuosa decisión de ésta de casarse con Takeo. Cabalgó en silencio, lamentando la locura del amor y la desgracia que aquel matrimonio traería a ambos jóvenes. No tenía duda de que se casarían: una vez que el destino les había reunido, ya no habría forma de separarlos. Shizuka temía lo que pudiera ocurrirles cuando Arai se enterase del matrimonio. Cuando el señor Fujiwara le vino a la memoria, sintió un escalofrío a pesar del cálido sol de primavera. Sabía que el noble se sentiría ultrajado y le horrorizaba pensar en lo que pudiera hacer éste para llevar a cabo su venganza.
Kondo cabalgaba a su lado y su estado de ánimo no era mejor que el de Shizuka. Parecía afligido y enojado por haber sido despedido de forma tan repentina. En varias ocasiones comentó:
—¡Debería haber confiado en mí! ¡Después de todo lo que he hecho por ella! No en vano le juré mi fidelidad. Nunca haría nada que pudiera perjudicarla.
"El hechizo de Kaede también ha caído sobre él", pensó Shizuka. "Le halagaba la confianza que ella le dio. Siempre pedía su consejo; ahora pedirá el de Takeo".
—Fue Takeo quien dio la orden de que nos marcháramos —aclaró Shizuka—. Con razón... No puede confiar en ningún miembro de la Tribu.
—¡Qué calamidad! —exclamó Kondo, taciturno—. ¿Dónde iremos ahora? Me gustaba servir a la señora Shirakawa. Me encontraba a gusto a su lado.
Kondo echó la cabeza hacia atrás e hizo una profunda inspiración.
—Puede que la familia Muto tenga nuevas instrucciones para nosotros dos —replicó Shizuka brevemente.
—Continuaré mi camino —gruñó Kondo—. Estoy pensando en retirarme, en dar paso a la siguiente generación. ¡Ojalá fueran más!
Kondo giró la cabeza y le mostró a Shizuka una de sus sonrisas irónicas. Había algo en su mirada que inquietaba a la joven, cierta calidez oculta tras el sarcasmo. De manera cautelosa, dada su naturaleza, Kondo le estaba haciendo algún tipo de proposición. Desde que hubiera salvado la vida a Shizuka en la carretera hacia Shirakawa el año anterior, había existido entre ambos cierta atracción. Ella se sentía agradecida y llegó a contemplar la idea de acostarse con él, pero entonces comenzó el romance con el doctor Ishida, el médico del señor Fujiwara, y Shizuka sólo tuvo ojos para su amante.
Pensó que lo cierto es que no había sido muy sensata. El matrimonio de Kaede con Takeo la apartaría de Ishida para siempre. Shizuka no tenía ni idea de cómo podría volver a encontrarse con el médico. Cuando se despidieron, él se mostró cariñoso y la instó a regresar en cuanto le fuera posible; incluso había afirmado que la añoraría. Pero ¿cómo podía Shizuka regresar a él si ya no estaba al servicio de Kaede ni formaba parte de su entorno doméstico? Aquel romance había sido llevado con la máxima discreción, porque, si Fujiwara llegara a enterarse, la vida de Ishida correría peligro.
La idea de no volver a encontrarse con aquel hombre bueno e inteligente la desanimaba profundamente. "Soy tan estúpida como Kaede", pensó. "Nunca se alcanza la edad en la que uno se salva de ser abrasado por el amor".
Atravesaron Yamagata y viajaron otros treinta kilómetros, hasta llegar a un pequeño pueblo donde pasaron la noche. Kondo conocía al posadero; tal vez estuvieran emparentados, aunque Shizuka no estaba lo suficientemente interesada como para indagar sobre ello. Como se temía, su compañero de viaje dejó claro que quería dormir con ella, y Shizuka percibió en sus ojos una sombra de desilusión cuando le aseguró que estaba agotada. Kondo no la presionó ni la obligó, como otro hombre habría hecho. Shizuka se sintió agradecida y, a continuación, enojada por aquel evidente sentimiento de gratitud.
La mañana siguiente, una vez que hubieron dejado los caballos en la posada y comenzado el ascenso a pie por la ladera de la montaña, Kondo le propuso:
—¿Por qué no nos casamos? Nos iría bien. Tienes dos chicos, ¿no es así? Los adoptaría. Todavía somos jóvenes, podríamos tener más hijos. Tu familia daría su aprobación.
Al oír sus palabras, Shizuka se sintió desfallecer, sobre todo porque sabía que su familia sería partidaria de la boda.
—¿Es que no estás casado?
Parecía sorprendente, dada su edad.
—Me casé cuando tenía diecisiete años con una mujer de la familia Kuroda. Murió hace varios años. No tuvimos hijos —Shizuka le miró preguntándose si la muerte de su esposa aún le afligía—. Era una mujer infeliz —prosiguió Kondo—, con cierto desequilibrio mental. Había periodos en los que la atormentaban alucinaciones terribles. Veía fantasmas y demonios. Cuando yo permanecía a su lado se encontraba mejor, pero con frecuencia me veía obligados viajar. En esa época trabajaba como espía al servicio de la familia de mi madre, los Kondo, quienes me habían adoptado. Hice un largo viaje y retrasé mi regreso a causa del mal tiempo. Al ver que no volvía cuando estaba previsto, ella se ahorcó.
Por vez primera, su voz carecía de ironía. Shizuka percibió su sufrimiento y, sin apenas darse cuenta, se emocionó de forma inesperada.
—Tal vez fue educada con demasiada dureza —comentó Kondo—. A veces me pregunto qué estamos haciendo en la Tribu con nuestros hijos. En muchos sentidos, para mí es un alivio no haberlos tenido.
—Cuando eres un niño, es como un juego —terció Shizuka—. Recuerdo que me sentía orgullosa de mis poderes extraordinarios y despreciaba a otras personas que no los poseían. Uno no se cuestiona la forma en la que lo educan; las cosas son así.
—Tienes talento, no en vano eres sobrina y nieta de los maestros Muto. Pero ser un Kuroda, y no el primogénito, no es cosa fácil. Y si no cuentas con dotes excepcionales, el entrenamiento resulta muy duro —Kondo hizo una pausa y continuó—: Posiblemente mi esposa fuera demasiado sensible. Ninguna clase de formación puede erradicar por completo lo esencial del carácter de una persona.
—No estoy segura de ello —dudó Shizuka, y añadió—: Lamento mucho la muerte de tu esposa.
—Ha pasado mucho tiempo, pero lo cierto es que aquella circunstancia me hizo cuestionarme muchas de las cosas que me habían enseñado. No suelo contárselo a casi nadie. Cuando uno forma parte de la Tribu, está obligado por el sumo deber de la obediencia, y no hay más que hablar.
—Tal vez si Takeo hubiera sido criado en la Tribu habría aprendido a ser obediente, como lo somos todos nosotros —murmuró Shizuka, poniendo voz a sus pensamientos—. Odiaba que le dijeran lo que tenía que hacer y no soportaba estar encerrado. Así que, ¿qué deciden hacer los Kikuta? Entregárselo a Akio para que lo entrene como si fuera un niño de dos años. Ellos son los culpables de su deserción. Shigeru supo cómo ganarse su afecto y su fidelidad desde el principio. Takeo habría hecho cualquier cosa por él.
"Como todos nosotros", reflexionó, y de inmediato alejó ese pensamiento de su mente. Shizuka tenía muchos secretos referentes a Shigeru que sólo los muertos conocían y temía que Kondo pudiera descifrarlos.
—Lo que hizo Takeo fue admirable —aseguró Kondo—, si es que son ciertas las historias que se cuentan.
—¿Acaso estás impresionado, Kondo? ¡Creí que nada te sorprendía!
—Todos admiramos la valentía —replicó—. Además, al igual que Takeo, yo también tengo mezcla de sangres, de la Tribu y de los clanes. Fui educado por la Tribu hasta los doce años y después pasé a ser un guerrero que actuaba como espía. Puede que yo comprenda en parte el conflicto interior que Takeo ha tenido que soportar.
Caminaron en silencio durante un rato; entonces, Kondo dijo:
—En todo caso, quiero que sepas que estoy impresionado contigo.
Aquel día se mostraba menos comedido, más propenso a demostrar sus sentimientos hacia Shizuka. Ella era consciente de sus deseos y, quizá porque sentía lástima de él, se encontraba con menos fuerzas para resistirse a ellos. Como amante de Arai o doncella de Kaede, Shizuka había gozado de cierta posición privilegiada y de la protección que su estatus llevaba consigo. Ahora no le quedaban más que sus propias habilidades y aquel hombre, que le había salvado la vida y que no sería un mal marido. No existía ninguna razón para no acostarse con él, de manera que después de hacer un alto para comer, alrededor del mediodía, Shizuka permitió que Kondo la llevara a la sombra de unos árboles. El olor a pino y a cedro los envolvía; el sol brillaba en el cielo y corría una suave brisa; una cascada arrojaba agua. Todo hablaba de primavera, de nueva vida. Como amante, Kondo no era tan malo como Shizuka se había temido, aunque si lo comparaba con Ishida resultaba tosco y apresurado.
Shizuka pensó: "Si éste va a ser mi destino, más vale que me vaya acostumbrando". Más tarde reflexionó: "¿Qué me ha ocurrido? ¿Es que me he vuelto anciana de repente? Hace un año no hubiera permitido ni la más mínima insinuación de un hombre como Kondo; pero hace un año yo aún creía que pertenecía a Arai. Desde entonces han ocurrido tantas cosas, tantas intrigas, tantas muertes... Perdí a Shigeru y a Naomi, y tuve que disimular que no me importaba; apenas pude llorar, ni siquiera cuando el padre de mis hijos ordenó que me asesinaran, ni cuando creí que Kaede iba a morir".