Sabía que era ella, por su forma de andar, por su inconfundible aroma.
—He traído lámparas —dijo—. La anciana cree que la ordenaste marchar porque no es hermosa. Me persuadió para que yo acudiera en su lugar.
Cuando depositó las lámparas en el suelo, la luz de la estancia adquirió un nuevo resplandor. Entonces, Kaede me puso las manos en el cuello y empezó a darme un masaje para relajar la tensión.
—Yo me disculpé por tu descortesía —prosiguió—, pero ella me respondió que en su aldea natal la esposa siempre cuida de su marido en el baño y que yo también debía hacerlo contigo.
—Excelente tradición —comenté, reprimiendo un gruñido de satisfacción.
Las manos de Kaede me bajaron a los hombros. Un irrefrenable deseo me atenazó de nuevo. Sus manos se apartaron de mi piel por un momento y escuché el susurro de la seda mientras se desataba la túnica y la tiraba al suelo. Aún situada a mis espaldas, se inclinó hacia delante para pasarme los dedos por las sienes, y noté que sus pechos me rozaban la nuca.
Me puse en pie de un salto y la tomé entre mis brazos. Estaba tan excitada como yo. No quise tumbarla en el suelo del pabellón de baños; la levanté a pulso y me abrazó con las piernas. Noté cómo temblaba de placer. Nuestros cuerpos se fundieron en uno, al igual que nuestros corazones. Más tarde, sí nos tumbamos en el áspero suelo, a pesar de que estaba empapado, y nos mantuvimos abrazados durante un buen rato.
Cuando hablé, fue con la intención de disculparme. Me sentía otra vez avergonzado por la intensidad de mi deseo por ella. Era mi esposa y la había tratado como a una vulgar prostituta.
—Perdóname —le supliqué—. Lo siento.
—Lo deseaba tanto —me confesó con un murmullo—. Temía que no tuviéramos la oportunidad de encontrarnos esta noche. Soy yo quien debe pedirte perdón, por mi desvergüenza.
Tiré de ella hacia mí y la abracé con fuerza, enterrando mi cabeza en su cabello. Mi pasión por Kaede era como un encantamiento. La fuerza de mi amor por ella me asustaba, pero me resultaba imposible resistirme, pues me proporcionaba más placer que cualquier otra cosa en la vida.
—Es como un hechizo —dijo Kaede, como si me leyera el pensamiento—. Es tan potente que no puedo luchar contra él. ¿Es siempre así el amor?
—No lo sé. Nunca he amado a nadie, salvo a ti.
—A mí me ocurre lo mismo.
Kaede se puso en pie; su manto estaba empapado. Con el cuenco de la mano, tomó agua del baño y se lavó.
—Manami tendrá que conseguirme otra túnica en algún sitio —suspiró—. Ahora tengo que regresar a la habitación de las mujeres. Tengo que consolar a la pobre señora Niwa, a la que el sufrimiento atormenta. Y tú ¿de qué hablarás con su marido?
—Intentaré conseguir toda la información posible acerca de los movimientos de Arai y la cantidad de hombres y dominios bajo su mando.
—Da lástima contemplar este pueblo —intervino Kaede—. Cualquiera podría adueñarse de él.
—¿Crees que deberíamos hacerlo? La idea se me ha pasado por la mente cuando he escuchado las palabras de Niwa, junto al portón.
Yo también tomé agua del baño para lavarme y a continuación me vestí.
—¿Podemos permitirnos dejar aquí una guarnición?
—La verdad es que no podemos. Creo que parte del problema de Arai es que se hizo con el control de demasiadas tierras y demasiado deprisa. Se ha extendido en exceso sin los recursos necesarios para mantener lo conquistado.
—Tienes razón —convino Kaede mientras se enfundaba la túnica y se ataba el fajín—. Debemos consolidar nuestra posición en Maruyama y aumentar nuestras provisiones. Si la tierra se encuentra tan abandonada como en esta zona, o como en mi casa familiar, tendremos problemas para alimentar a nuestros hombres una vez que hayamos llegado allí. Es necesario actuar como granjeros antes que como guerreros.
Me quedé mirándola. Tenía el cabello mojado y los rasgos de su rostro se habían suavizado tras hacer el amor. Nunca había visto a mujer alguna que fuera más bella; bajo su hermosura escondía una mente tan afilada como la hoja de un sable. Aquella combinación de belleza e inteligencia —junto con el hecho de que fuera mi esposa— me resultaba de una sensualidad insoportable.
Kaede abrió la puerta corredera y se calzó las sandalias. Entonces, se hincó de rodillas.
—Buenas noches, señor Takeo —dijo con una voz dulce y recatada, muy diferente a la suya.
Se levantó y se alejó caminando. Bajo el fino manto empapado, sus caderas oscilaban.
Makoto, sentado en el exterior, la observó con una extraña expresión en el rostro; tal vez de desaprobación, acaso de celos.
—Date un baño —le propuse—, aunque el agua está casi fría. Después, nos reuniremos con Niwa.
Kahei regresó para comer con nosotros. La anciana ayudó a Niwa a servir la comida. Me pareció notar una sonrisa burlona en el ajado rostro de la mujer cuando colocó una bandeja delante de mí; pero yo mantuve la mirada baja. Me sentía tan hambriento que tuve que hacer un esfuerzo para no arrojarme sobre la frugal comida y llevármela a puñados a la boca. Más tarde, las sirvientas regresaron con té y vino y acto seguido se marcharon. Sentí envidia de ellas, pues iban a pasar la noche cerca de Kaede.
El vino soltó la lengua a Niwa, aunque no mejoró su estado de ánimo; en cambio le otorgó un aspecto más triste y melancólico. Había aceptado el pueblo de manos de Arai creyendo que podría crear un hogar para sus hijos y sus nietos. En cambio, había perdido a los primeros y nunca conocería a los segundos. Además, a su entender, sus hijos no habían muerto de forma honorable en el campo de batalla, sino que habían sido asesinados de modo humillante por una criatura que no parecía humana.
—No puedo entender cómo le derrotasteis —confesó mirándome de una forma que rayaba en el desprecio—. No os ofendáis, pero mis dos hijos os doblaban en tamaño y eran mayores y más experimentados que vos —dio un largo trago de vino y prosiguió—: Tampoco entendí nunca cómo lograsteis matar a Ilida, la verdad. Surgieron rumores tras vuestra desaparición; se habló de una herencia de sangre que os otorga poderes extraordinarios. ¿Es una especie de magia?
Noté que Kahei, sentado a mi lado, tensaba los músculos. Como cualquier guerrero, se ofendía de inmediato ante la sola insinuación de brujería. Yo no creía que Niwa me estuviera insultando deliberadamente, más bien pensaba que se encontraba demasiado afectado por el sufrimiento para medir sus palabras. No respondí. Él siguió examinándome, pero no quise encontrarme con su mirada. Deseaba dormir; los párpados se me cerraban y las mandíbulas me dolían.
—Corrieron muchos rumores —continuó Niwa—. Vuestra desaparición supuso un duro golpe para Arai. Se la tomó a título personal y creyó que existía algún tipo de conspiración en su contra. Arai tenía una amante desde hacía tiempo: Muto Shizuka. ¿La conocéis?
—Era la criada de mi esposa —respondí, sin mencionar que también era mi prima—. El propio señor Arai la envió a su servicio.
—Resulta que pertenecía a la Tribu. Arai ya lo sabía, pero no había caído en la cuenta de lo que aquello implicaba. Cuando os fuisteis, al parecer para uniros a la Tribu, al menos eso es lo que se comentaba, vuestra partida dio pie a numerosas especulaciones —Niwa hizo una pausa y su mirada iba adquiriendo un tinte de sospecha—. Supongo que ya sabéis todo esto.
—Me enteré de que el señor Arai tenía la intención de enfrentarse a la Tribu —dije yo con cautela—, pero desconozco si consiguió su objetivo.
—No obtuvo mucho éxito. Algunos de sus lacayos (yo no me contaba entre ellos) le aconsejaron que trabajase con la Tribu, como en su día había hecho Ilida. Opinaban que la mejor manera de controlar la organización era pagando sus servicios. A Arai no le gustó la idea. Para empezar, no podía permitírselo; además, no va con su naturaleza. Le gusta que las cosas estén claras y no puede soportar que le engañen. Pensó que Muto Shizuka, la Tribu e incluso vos mismo le habíais embaucado de alguna manera.
—Nunca fue ésa mi intención —repliqué—, pero entiendo que mi forma de actuar le llevara a tales conclusiones. Le debo una disculpa. En cuanto nos instalemos en Maruyama iré a verle. ¿Está ahora en Inuyama?
—Pasó allí el invierno. Su intención era regresar a Kumamoto y acabar con los últimos restos de resistencia; después, pensaba avanzar hacia el este para consolidar las tierras que antes pertenecían a Noguchi y, a continuación, se disponía a proseguir su campaña contra la Tribu, partiendo de Inuyama —Niwa sirvió otra ronda de vino y se bebió un cuenco de un solo trago—. Pero es como desenterrar una batata: las raíces son mucho más profundas de lo que a simple vista parece y, por mucho cuidado que se tenga, siempre quedan restos que vuelven a brotar. Aquí mismo descubrí a varios miembros de la Tribu; uno de ellos estaba a cargo de la destilería, otro era un comerciante y prestamista de poca monta. Todo lo que conseguí fue un par de ancianos, nadie de importancia. Tomaron veneno antes de que pudiera sacarles información; los demás desaparecieron.
Levantó el cuenco de vino y se quedó mirándolo de forma huraña.
—Arai lo va a tener difícil —dijo Niwa por fin—. Puede manejar a los Tohan; son un enemigo sencillo y directo y casi todos perdieron su coraje tras la muerte de I¡da. Pero intentar erradicar a este enemigo oculto al mismo tiempo... Se ha impuesto un objetivo imposible y se está quedando sin dinero, sin recursos... —dio la impresión de que Niwa, de repente, cayese en la cuenta de lo que había dicho y a toda prisa continuó—: No es que yo le sea desleal. Le ofrecí mi fidelidad y la mantendré; pero a causa de ella he perdido a mis hijos.
Todos hicimos una reverencia y murmuramos comentarios de condolencia.
Kahei dijo:
—Se está haciendo tarde. Deberíamos dormir unas horas si queremos partir al alba.
—Desde luego —Niwa se puso torpemente en pie y dio unas palmadas.
Tras unos momentos, la anciana, lámpara en mano, acudió para conducirnos a nuestra alcoba. Las camas ya estaban extendidas en el suelo. Fui a las letrinas y después di un paseo por el jardín con el fin de despejar la cabeza, afectada por el vino. En el pueblo reinaba el silencio. Me pareció escuchar la respiración profunda de mis hombres, que dormían. Una lechuza ululó desde los árboles que rodeaban el templo y, en la distancia, un perro ladró.
La abultada luna del cuarto mes se veía baja en el firmamento; algunos retazos de nube pasaban delante de ella. El cielo estaba cubierto por la bruma y sólo se apreciaban las estrellas más brillantes. Reflexioné sobre lo que Niwa me había contado. Tenía razón: era casi imposible identificar la red que la Tribu había establecido por los Tres Países; pero Shigeru sí lo había hecho, y yo tenía en mi poder los documentos que lo demostraban.
Me dirigí a la habitación. Makoto ya estaba dormido y Kahei conversaba con dos de sus hombres, quienes habían acudido a montar guardia. Me explicó que también había apostado a dos centinelas junto a la estancia donde dormía Kaede. Me tumbé y deseé tenerla a mi lado; por un instante contemplé la posibilidad de enviar a buscarla. Entonces, me zambullí en el profundo río del sueño.
Durante los días siguientes, nuestra marcha hacia Maruyama prosiguió sin percance alguno. Las noticias sobre la muerte de Jin-emon y la derrota de sus forajidos nos precedieron y, a causa de ello, éramos bienvenidos dondequiera que llegáramos. Viajábamos con rapidez, con noches cortas y días largos, para aprovechar el clima favorable antes de la llegada de las lluvias de la ciruela.
A medida que avanzábamos, Kaede me fue explicando el trasfondo político del dominio que iba a pasar a su propiedad. Shigeru ya me había hablado del asunto a grandes rasgos, pero yo apenas tenía conocimiento de la enmarañada trama de matrimonios, adopciones, fallecimientos -tal vez asesinatos-, enfrentamientos por celos e intrigas de toda condición. Volví a sorprenderme de la fortaleza de Maruyama Naomi, la dama a la que Shigeru había amado, quien había logrado sobrevivir y gobernar las tierras que por propio derecho le correspondían. Lamenté su muerte, y la de Shigeru aún con mayor amargura, y mi determinación por continuar el trabajo por la paz y la justicia que ellos habían iniciado se fortaleció.
—La señora Maruyama y yo estuvimos conversando en un viaje parecido a éste -comentó Kaede-, aunque marchábamos en la dirección contraria, hacia Tsuwano, donde te conocí. Me contó que las mujeres debemos ser trasladadas en palanquín, dar la impresión de fragilidad y ocultar nuestro poder; de otro modo, los grandes señores y los guerreros no dudarían en aplastarnos. Y ahora, aquí estoy, cabalgando sobre
Raku
junto a ti, en completa libertad. Nunca más volveré a subirme a un palanquín.
»Era un día de sol y aguaceros, como el de la boda del zorro del cuento popular. Un arco iris repentino apareció ante una nube gris; el sol brilló con valentía durante unos instantes y la lluvia se tornó plateada. Entonces, los nubarrones empezaron a desplazarse sobre el cielo y acabaron con el sol y el arco iris; la lluvia empezó a arreciar.
»El matrimonio de la señora Maruyama se celebró con la intención de mejorar las relaciones entre los Seishuu y los Tohan. Su marido procedía de este último clan y estaba emparentado con las familias Ilida y Noguchi. Era mucho mayor que su esposa, había estado casado con anterioridad y ya contaba con hijos adultos. En su día se puso en duda la conveniencia de formar una alianza a través de unos esponsales tan llenos de obstáculos. La primera persona en oponerse fue la propia Naomi, quien, con tan sólo dieciséis años, había sido educada por los Maruyama para que pensara y opinara por sí misma. Con todo, el clan optó por la alianza y se concertó la boda. Durante la vida de la señora Maruyama sus hijastros le causaron innumerables problemas. Tras la muerte de su esposo, los hijos de éste reclamaron, sin éxito, el dominio. La única hija del fallecido estaba casada con un primo de Ilida Sadamu llamado Ilida Nariaki; ésta, según nos enteramos por el camino, había sobrevivido a la matanza de Inuyama y había huido al oeste, desde donde al parecer tenía la intención de exigir de nuevo la propiedad de Maruyama. Las opiniones de los señores del clan de los Seishuu estaban divididas. En la estirpe Maruyama, la herencia siempre había pasado de madres a hijas, pero era el único dominio que conservaba una tradición ofensiva para la casta militar. Nariaki había sido adoptado por su suegro antes del matrimonio de la señora Maruyama, y no eran pocos quienes consideraban que él era el legítimo heredero de la propiedad de su esposa.