En aquellas tierras altas había escasez de agua; ésa era la razón por la que se encontraban sin cultivar. Allí se soltaban caballos para que pastaran la hierba silvestre y después se reunían una vez al año, en el otoño. A principios de la primavera, se prendía fuego a la hierba. Sakai me contó que la señora Maruyama, de joven, solía acudir a aquel lugar para practicar la caza con halcón. Antes de la puesta de sol, varias águilas surcaron el cielo en busca de alimento.
El valle situado a nuestras espaldas me tranquilizaba. En caso necesario, suponía una vía de escape. No era mi intención batirme en retirada y tampoco deseaba tener que regresar a Maruyama. Mi objetivo consistía en seguir adelante, aplastar a quienquiera que encontrase en mi camino, recuperar a mi esposa y limpiar la terrible afrenta que su secuestro me había supuesto. Sin embargo, Matsuda me había enseñado que nunca se debe avanzar antes de averiguar la forma de replegarse y, a pesar de que la ira me encendía, no estaba dispuesto a sacrificar a mis hombres de forma innecesaria.
Aquella noche me pareció interminable. La lluvia fue amainando y para cuando llegó el alba únicamente caía una fina llovizna, lo que me levantó el ánimo en gran medida. Cuando nos levantamos aún reinaba la oscuridad, y emprendimos la marcha con la primera luz del día. Desenrollamos los estandartes de los Otori, pero de momento no hicimos sonar las caracolas.
Antes de llegar al final del valle, ordené detenerse a las tropas. Acompañado por Sakai, me dirigí a pie, bajo las copas de los árboles, al borde de la llanura. Ésta se extendía hacia el sureste con una serie de pequeños altozanos redondeados, cubiertos de frondosa hierba y flores silvestres, e interrumpidos por formaciones de extrañas rocas blanquecinas, muchas de las cuales estaban salpicadas de liquen amarillento y anaranjado.
El terreno bajo nuestros pies se notaba embarrado y resbaladizo a causa de la lluvia y sobre la planicie pendían retazos de bruma. Resultaba difícil ver más allá de cien metros y, sin embargo, se escuchaba al enemigo con nitidez: el relincho de los caballos, los gritos de los hombres, el crujido y tintineo de los arneses.
—¿Hasta dónde llegaste anoche? —le pregunté a Sakai en voz baja.
—Hasta el primer altozano, no muy lejos de aquí. Los rastreadores del enemigo también se hallaban en la zona.
—Seguro que saben que estamos aquí. ¿Por qué no han atacado ya? Podrían habernos tendido una emboscada en la cabecera del valle. Sin embargo, los sonidos que he percibido son los de un ejército preparado para el ataque, pero no en movimiento.
—Quizá no quieran renunciar a la ventaja que la pendiente hacia abajo les ofrece —sugirió el guerrero.
Era cierto que el declive se encontraba a su favor, pero no era especialmente pronunciado y el beneficio que podría darles no era excepcional. Más me preocupaba la niebla, ya que era imposible calcular con exactitud a cuántos hombres nos enfrentábamos. Me puse en cuclillas y permanecí en silencio durante unos instantes, a la escucha del adversario. Por debajo del goteo de la lluvia y el suspiro de los árboles me pareció apreciar el mismo nivel de ruido en ambos ejércitos..., o tal vez no. De repente, tuve la impresión de que el rumor procedente del enemigo iba cobrando fuerza, como el oleaje del mar.
—¿Viste un millar y medio de hombres, como mucho?
—Más bien unos mil doscientos —replicó Sakai—. Estoy seguro.
Hice un gesto de negación con la cabeza. Tal vez el estado del tiempo, el nerviosismo o la falta de sueño me estaban alarmando innecesariamente. Era posible que mi capacidad de audición me estuviera jugando una mala pasada. Sin embargo, cuando regresé al destacamento principal, llamé a Makoto y a los capitanes y les comuniqué que temía que el enemigo nos superara en número por mucho. De ser así, al escuchar el sonido de la caracola nos batiríamos en retirada de inmediato.
—¿Regresamos a Maruyama? —preguntó Makoto.
El regreso a la ciudad se encontraba entre mis planes, pero necesitaba una alternativa. La vuelta a Maruyama era lo que mis adversarios esperarían de mí y pudiera ser que ya hubieran atacado la ciudad y el castillo, en cuyo caso me encontraría totalmente atrapado. Llevé a Makoto a un aparte y le dije:
—Si Arai se dispone a unirse al ataque, no podemos enfrentarnos a sus tropas. Nuestra única esperanza es retirarnos a la costa y conseguir que los Terada nos transporten a Oshima. Si comenzamos la retirada, quiero que te adelantes y busques a Ryoma para que organice los preparativos con Terada Fumio.
—Dirán que fui el primero en huir —protestó Makoto—. Preferiría quedarme a tu lado.
—No hay nadie más a quien pueda encargar esta misión. Tú conoces a Ryoma y sabes el camino. En todo caso, lo más probable es que todos nosotros nos veamos obligados a huir.
Makoto me miró con curiosidad.
—¿Tienes algún presentimiento sobre este combate? ¿Es ésta la batalla que vamos a perder?
—Por si lo fuera, quiero conservar a mis hombres —repliqué—. He perdido tanto que no puedo permitirme perderlos a ellos también. No olvides que aún nos quedan dos batallas por ganar.
Makoto sonrió y nos agarramos las manos brevemente. Yo salí cabalgando hacia la cabecera de las tropas y di la señal de avance.
Los arqueros montados marchaban por delante, seguidos por los soldados de a pie, con guerreros a caballo en ambos flancos. A medida que abandonábamos el valle, hice una señal y los arqueros se dividieron en dos grupos y se colocaron a ambos lados. Ordené que los soldados de a pie hicieran un alto antes llegar al alcance de los arqueros enemigos.
Las fuerzas adversarias surgieron amenazadoramente de entre la bruma. Envié por delante a uno de los guerreros Otori, quien con voz estentórea bramó:
—¡El señor Otori Takeo se dispone a atravesar este territorio! ¡Permitidle el paso o preparaos para morir!
En respuesta, uno de los hombres del enemigo gritó:
—Nos envía el señor Fujiwara a castigar al que se hace llamar Otori. ¡Conseguiremos su cabeza y la tuya antes del mediodía!
Debíamos de parecerles un ejército lamentable. Sus soldados de a pie, mostrando una inusitada confianza, empezaron a bajar en torrente por la cuesta con las lanzas en posición de combate. Al instante, nuestros arqueros empezaron a disparar y una cortina de flechas cayó sobre el enemigo. Sus arqueros devolvieron el ataque, pero aún nos encontrábamos fuera de su campo de alcance. Entonces, nuestros jinetes pasaron por encima de sus soldados de a pie y se enfrentaron a los arqueros adversarios antes de que éstos pudieran volver a colocar una nueva flecha en la cuerda del arco.
Acto seguido, nuestros soldados de a pie marcharon hacia delante y los hicieron retroceder pendiente arriba. Yo sabía que mis hombres estaban bien entrenados, pero su ferocidad llegó a sorprenderme. A medida que avanzaban, daba la impresión de que eran imparables. Las tropas enemigas empezaron a volver hacia atrás más deprisa de lo que yo había esperado, mientras nosotros avanzamos hacia ellos a toda velocidad, sables en alto, lanzando ataques e hiriendo de muerte a los hombres que se batían en retirada.
Mientras coronábamos el altozano, Makoto se encontraba a mi derecha, y el portador de la caracola, a mi izquierda. La planicie, con sus suaves pendientes, se extendía hasta la lejana cordillera situada al este. Entonces descubrimos que, en lugar de un reducido ejército en retirada, nos enfrentábamos a una visión aterradora. En las depresiones situadas entre los promontorios había otro ejército, éste gigantesco. Se trataba de las tropas occidentales de Arai. Sus estandartes ondeaban al viento y sus hombres se encontraban preparados para el combate.
—¡Sopla la caracola! —le grité al hombre que tenía a mi costado.
El hombre se llevó la caracola a los labios y el fúnebre lamento resonó por la planicie e hizo eco en las colinas.
—¡Vete! —le grité a Makoto.
Al instante, no sin dificultad, el monje hizo girar a su caballo y salió cabalgando a toda prisa. El animal se resistía, reticente a abandonar a sus compañeros.
Shun
le lanzó un relincho de despedida. Momentos después, todos nosotros nos dimos la vuelta y partimos a toda prisa tras el rastro de Makoto, de regreso al valle.
Me había sentido orgulloso del ataque de mis hombres, pero más orgulloso me sentí en aquel momento en el que, bajo la bruma de aquella madrugada de otoño, obedecieron mis órdenes sin vacilar y comenzaron a batirse en retirada.
La rapidez con la que nos dimos la vuelta tomó a nuestros enemigos por sorpresa. Habían contado con que bajáramos la pendiente del otro lado del cerro en su persecución, donde los hombres de Arai nos hubieran destrozado. En el primer enfrentamiento les habíamos infligido más daño que ellos a nosotros y, por un momento, su avance se vio impedido por los cadáveres de sus propios hombres y por la confusión que reinaba en ambos ejércitos. Entonces, la lluvia empezó a arreciar de nuevo y el terreno embarrado se tornó más resbaladizo, lo que nos daba ventaja, ya que nosotros nos aproximábamos al valle, cuyo suelo era más rocoso.
Yo me encontraba en la retaguardia; apremiaba a los hombres para que avanzaran y, de vez en cuando, me giraba para enfrentarme a nuestros perseguidores más cercanos. En el punto donde el valle se estrechaba, dejé a dos centenares de mis mejores guerreros con orden de mantenerse allí el mayor tiempo posible para permitir la huida del cuerpo principal del ejército.
Cabalgamos durante todo el día y para cuando llegó la noche habíamos dejado atrás a nuestros perseguidores, aunque, contando las bajas y el destacamento que habíamos dejado atrás, apenas llegábamos a la mitad del número inicial. Dejé que los hombres descansaran un par de horas, pero el tiempo empeoraba por momentos y, como me había temido, el viento empezó a soplar con fuerza creciente. Nos vimos obligados a continuar durante toda la noche y todo el día siguiente, en una desesperada huida hacia la costa. Apenas nos detuvimos a comer o descansar, y de vez en cuando teníamos que enfrentarnos a pequeños destacamentos de jinetes enemigos que lograban alcanzarnos.
Aquella noche nos encontrábamos a corta distancia de Maruyama y envié a Sakai por delante para comprobar el estado de la ciudad. Debido al empeoramiento del tiempo, él era de la opinión de que debíamos retirarnos allí, pero yo aún estaba reticente a enfrentarme a un largo asedio y no sabía a ciencia cierta de qué parte se pondrían los miembros del clan. Hicimos un alto para comer y dejamos descansar a los caballos. Tan exhausto me encontraba que mis recuerdos de aquellos momentos son muy borrosos. Sabía que me enfrentaba a una derrota absoluta, que ya había sido vencido. Parte de mí lamentaba no haber muerto en combate, en mi desesperado intento por rescatar a Kaede; otra parte de mi ser se aferraba a la profecía, creyendo que llegaría a cumplirse, y otra tercera parte simplemente se preguntaba qué hacía yo allí, sentado como un fantasma en el templo donde habíamos encontrado refugio, con los párpados doloridos y anhelando poder dormir.
Bocanadas de viento aullaban entre las columnas del edificio y de vez en cuando el tejado temblaba y se levantaba como si fuera a remontar el vuelo. Ninguno de nosotros hablaba gran cosa y reinaba un ambiente de resignada rebeldía: todavía no habíamos cruzado a la tierra de los muertos, pero nos encontrábamos camino de ella. Los hombres se echaron a dormir, con excepción de los que montaban guardia, pero yo no logré conciliar el sueño. No dormiría hasta que consiguiera ponerlos a salvo. Sabía que pronto deberíamos emprender la marcha; de nuevo tendríamos que cabalgar la mayor parte de la noche, pero me resistía a despertarlos antes de que hubieran descansado lo suficiente.
No paraba de decirme a mí mismo: "Sólo unos minutos más, hasta que Sakai regrese" y, por fin, escuché el sonido de cascos de caballo a través del viento y el aguacero. Me pareció que no era sólo un caballo, sino dos.
Me dirigí a la veranda y, al asomarme a la oscuridad, divisé a Sakai seguido por Hiroshi, quien en ese momento desmontaba de lomos de un caballo viejo y escuálido.
Sakai gritó:
—Le encontré en la carretera, a las afueras de la ciudad. Venía a buscaros. ¡Con este tiempo!
Sakai e Hiroshi eran parientes y percibí una nota de orgullo en la voz del primero.
—¡Hiroshi! —exclamé yo.
El muchacho se acercó corriendo a la veranda, se desató las sandalias empapadas y cayó de rodillas.
—Señor Otori.
Tiré de él y le introduje en la casa para protegerle de la lluvia, mientras le miraba con estupor.
—Mi tío ha muerto y la ciudad se ha rendido a los hombres de Arai —relató Hiroshi, furioso—. ¡Es increíble! Los notables tomaron la decisión en cuanto os marchasteis. Mi tío se quitó la vida, antes que doblegarse a sus deseos. Los hombres de Arai llegaron a primera hora de esta mañana y el consejo cedió de inmediato.
Aunque yo en parte había esperado la noticia, el golpe resultó aún más amargo por la muerte de Sugita, quien había apoyado a Kaede con admirable fidelidad. Por otra parte, me sentí aliviado de haber seguido mi intuición y no regresar a Maruyama, y todavía contaba con la ruta de retirada hacia la costa. Teníamos que ponernos en marcha cuanto antes. Di instrucciones a los guardias para que despertaran a los hombres.
—¿Has cabalgado todo este camino para advertirme? —le pregunté, asombrado, a Hiroshi.
—Aunque todos en Maruyama os abandonen, yo nunca lo haré —replicó él—. Os prometí que vendría. ¡Incluso elegí el caballo más viejo del establo!
—Más te valdría haberte quedado en casa. Mi futuro se presenta muy oscuro en estos momentos.
Sakai dijo en voz baja:
—Yo también me siento avergonzado. Pensé que se mantendrían a vuestro lado.
—No puedo culparlos —tercié—. Arai es mucho más poderoso que yo y de todos es sabido que Maruyama no puede sostener un asedio prolongado. Lo mejor es rendirse al instante, evitar el sufrimiento a la población, salvar la cosecha.
—Creen que os batiréis en retirada a la ciudad —dijo Hiroshi—. Casi todos los hombres de Arai aguardan vuestra llegada en el Asagawa.
—Entonces, tal vez serán menos los que nos persigan —repliqué yo—. No imaginarán que me dirijo a la costa. Si cabalgamos día y noche, podemos llegar en un par de días —me giré hacia Sakai y le dije—: No tiene sentido que un niño como Hiroshi desobedezca a su clan y desperdicie su vida por una causa perdida. Llévale de regreso a Maruyama. Os libero a ti y a él de cualquier obligación para conmigo.