Sin poder evitarlo, Shizuka comparó a su hijo menor con Takeo. Si su primo hubiera tenido la misma formación, si los Kikuta hubieran sabido de su existencia desde el principio, se habría convertido en un auténtico miembro de la Tribu, como sus hijos, como ella misma: despiadado, obediente, incondicional...
"Excepto", pensó, "que yo no me entrego de forma incondicional. Ya ni siquiera soy obediente. Y ¿qué ha sido de mi crueldad? Nunca mataré a Takeo ni haré nada que pueda herir a Kaede. No pueden obligarme. Me enviaron a servirla y acabé por tomarle cariño. Le entregué mi fidelidad y no pienso arrebatársela. En Inuyama le dije que las mujeres también podemos actuar de forma honorable".
Shizuka dirigió sus pensamientos a Ishida y se preguntó si la gentileza y la compasión serían contagiosas; quizá el doctor se las había transmitido. Entonces le vino a la mente el otro secreto, aquel que ocultaba en lo más profundo de su ser. ¿Dónde había estado en aquellos momentos su deber de obediencia?
El Festival de la Estrella Tejedora cayó en una noche de lluvia. Los niños se sintieron desolados, pues el cielo cubierto implicaba que las urracas no podrían construir un puente en el cielo para que la princesa se encontrase con su amante. La hermosa infanta se perdería el encuentro y tendría que esperar otro año entero.
Shizuka lo interpretó como un mal presagio y su desaliento cobró nuevas fuerzas.
De vez en cuando llegaban mensajeros desde Yamagata y de más allá de la ciudad. Trajeron noticias del matrimonio de Takeo y Kaede, de su huida de Terayama, el puente de los parias y la derrota de Jin—emon. Las criadas se maravillaban ante lo que les parecía una historia sacada de las antiguas leyendas y compusieron canciones sobre ella. Kenji y Shizuka conversaban sobre aquellos acontecimientos por las noches, ambos divididos por la misma mezcla de desconsuelo y de involuntaria admiración. Más tarde supieron que la joven pareja y su ejército se habían desplazado a Maruyama, y a partir de entonces las noticias fueron disminuyendo, aunque algo se supo de la campaña contra la Tribu emprendida por Takeo.
—Da la impresión de que ha aprendido a ser despiadado —le dijo el tío a su sobrina.
Y no hablaron más sobre el asunto. Kenji tenía otras preocupaciones. No había vuelto a hablar de Yuki, pero cuando pasó el séptimo mes y seguían sin noticia alguna de la muchacha, todos los moradores de la casa comenzaron un tiempo de espera. Se encontraban inquietos ante la llegada del niño Muto, el primer nieto del maestro, quien había sido reclamado por los Kikuta y sería criado por ellos.
Una tarde, poco antes del Festival de los Muertos, Shizuka se acercó caminando a la cascada. Era un día de intenso calor en el que no corría una gota de viento, y se sentó a descansar con los pies dentro del agua fría. La catarata se veía blanca en contraste con las rocas grises y, al caer, las gotas formaban un hermoso arco iris. Las cigarras chirriaban desde los cedros y el insistente sonido resultaba irritante. A través del monótono canto, Shizuka escuchó aproximarse a su hijo menor, aunque simuló que no lo había oído; justo en el último momento, cuando el niño creía que iba a tomar a su madre por sorpresa, ésta alargó el brazo, le agarró por las rodillas y le arrastró hasta su regazo.
—Me has oído —dijo Taku, decepcionado.
—Hacías más ruido que un jabalí.
—¡No es verdad!
—Puede que yo tenga algo de la agudeza de oído de los Kikuta —se burló Shizuka.
—Yo la tengo.
—Lo sé, y creo que, a medida que crezcas, tu audición se irá perfeccionando —Shizuka abrió el puño de su hijo y recorrió con un dedo la línea que le atravesaba la palma—. Tú y yo tenemos las mismas manos.
—Como Takeo —replicó él con orgullo.
—¿Qué sabes tú de Takeo? —preguntó ella, sonriendo.
—También es un Kikuta. El tío Kenji nos ha hablado de él; dijo que puede hacer cosas que nadie más sabe, aunque era imposible enseñarle, eso dice el tío —Taku hizo una pausa y después continuó en voz baja—: Ojalá no tuviéramos que matarle.
—¿Cómo sabes eso? ¿Te lo dijo también el tío Kenji?
—Lo he oído. Oigo muchas cosas. La gente no sabe que estoy escuchando.
—¿Te envían a buscarme? —preguntó Shizuka, recordándose que no debía compartir secretos en casa de sus abuelos sin asegurarse antes de la ausencia de su hijo.
—No exactamente. Nadie me dijo que viniera, pero creo que debes volver a casa.
—¿Qué ha pasado?
—Vino la tía Seiko. Está muy triste. Y al tío... —Taku se interrumpió y clavó las pupilas en su madre— nunca le había visto así.
"Yuk¡", pensó Shizuka al instante. Se puso en pie a toda prisa y se calzó las sandalias. El corazón se le desbocaba en el pecho; tenía la boca seca. Si su tía había venido, sólo podría traer malas noticias. Las peores.
Sus temores se confirmaron al advertir el manto fúnebre que parecía haber envuelto a la aldea. Los guardias, con semblante pálido, no sonrieron a Shizuka ni le hicieron las bromas habituales. Ella no se paró para interrogarles, sino que se apresuró en dirección al hogar de sus abuelos. Las mujeres de la villa ya se habían congregado a la puerta, tras dejar las hogueras de sus casas sin encender, la cena sin cocinar. Shizuka se abrió paso entre ellas, mientras asentía ante sus murmullos de lástima y condolencia. En el interior de la vivienda se encontraba su tía, la esposa de Kenji, arrodillada en el suelo junto a la abuela de Shizuka y rodeada por las mujeres de la casa. Su rostro se mostraba encogido por el dolor; tenía los ojos enrojecidos y sollozaba sin parar.
—Tía Seiko —Shizuka se arrodilló ante ella e hizo una profunda reverencia—, ¿qué ha ocurrido?
Seiko tomó la mano de su sobrina y la apretó con fuerza, pero fue incapaz de articular palabra.
—Yuki ha fallecido —dijo la abuela de Shizuka con calma.
—¿Y el bebé?
—Está bien. Es un varón.
—Lo siento muchísimo —dijo Shizuka—. La muerte por parto...
Los sollozos de su tía Seiko aumentaron de intensidad y la hicieron temblar violentamente.
—No fue el parto —dijo la anciana, al tiempo que rodeaba a Seiko con sus brazos y la mecía como a un niño.
—¿Dónde está mi tío?
—En la habitación de al lado, con su padre. Ve a verle. Quizá puedas consolarle.
Shizuka se levantó y se dirigió en silencio a la habitación contigua, mientras notaba que los ojos le ardían con lágrimas no derramadas.
En la sala en penumbra Kenji se sentaba, inmóvil, junto a su padre. Las persianas estaban cerradas y el ambiente resultaba asfixiante. El rostro del anciano estaba surcado por el llanto y de vez en cuando levantaba la manga para limpiarse las lágrimas; pero los ojos de Kenji estaban secos.
—Tío —susurró Shizuka.
Kenji no hizo movimiento alguno, y la joven se arrodilló en silencio. Entonces, su tío giró la cabeza y la miró.
—Shizuka —dijo, y los ojos se le cuajaron de lágrimas que no llegó a verter—, ha venido mi mujer. ¿La has visto?
Shizuka asintió.
—Nuestra hija ha muerto.
—Es una noticia terrible —balbuceó Shizuka—. Siento mucho vuestra pérdida.
Las frases parecían inútiles, vacías de contenido. Kenji no dijo más. Finalmente, Shizuka se atrevió a preguntar:
—¿Cómo ocurrió?
—Los Kikuta fueron quienes la mataron. La obligaron a ingerir veneno.
Kenji hablaba como si no diera crédito a sus propias palabras. La propia Shizuka no podía creer lo que estaba oyendo. A pesar de la tarde calurosa, sintió que el frío le llegaba hasta los huesos.
—¿Por qué? ¿Cómo han podido hacer algo así?
—No se fiaban de ella. Pensaban que tal vez no apartara al niño de Takeo o que no le enseñara a odiar a su padre —Shizuka había creído que nada relativo a la Tribu podía ya sorprenderla, pero aquella revelación la dejó atónita y fue incapaz de pronunciar palabra—. Quién sabe, quizá también querían castigarme a mí —prosiguió Kenji—. Mi esposa piensa que yo tengo la culpa, por no haber ido en persecución de Takeo, por no saber de la existencia de los informes de Shigeru, por mimar a Yuki cuando era niña...
—No digas eso —le suplicó Shizuka—, no debes culparte.
La mirada de Kenji se perdía en la distancia. Shizuka se preguntaba qué estaría viendo.
—No tenían por qué matarla —sentenció Kenji—. Nunca los perdonaré.
La voz del hombre se quebró; entonces, las lágrimas empezaron a surcarle e! rostro, contraído por el dolor.
* * *
El Festival de los Muertos se celebró con más solemnidad de lo habitual, en un ambiente de profundo sufrimiento. Los habitantes de la aldea colocaron comida en los santuarios de la montaña y encendieron hogueras en las cumbres para iluminar el camino de vuelta al mundo de los muertos. Sin embargo, éstos parecían reticentes a regresar. Deseaban permanecer con los vivos para de este modo recordarles una y otra vez la forma en la que habían perdido la vida y su sed de venganza.
Kenji y su esposa no encontraron consuelo mutuo; la congoja, lejos de unirlos, los apartaba y cada uno culpaba al otro de la muerte de Yuki. Shizuka pasó muchas horas con ambos, incapaz de ofrecerles más aliento que su mera presencia. Su abuela preparaba infusiones para tranquilizar a Seiko y ésta caía dormida con frecuencia durante largos periodos de tiempo; pero Kenji se negaba a tomar cualquier cosa que mitigara su pena y Shizuka solía sentarse a su lado hasta bien entrada la noche, escuchándole hablar sobre su hija.
—La eduqué como a un varón —dijo una noche—. Tenía mucho talento y no conocía el miedo. Mi mujer cree que le di excesiva libertad y me culpa por haberla tratado como a un chico. Es cierto que Yuki se volvió demasiado independiente; pensaba que nada le estaba prohibido. Y ya ves, Shizuka, al final ha muerto por ser una mujer —tras una pausa, Kenji añadió—: Posiblemente era la única mujer que he amado de verdad —con un inesperado gesto de afecto, alargó la mano y rozó el brazo de Shizuka—. Perdóname, ya sabes lo mucho que te aprecio.
—Y yo a ti —replicó Shizuka—. Ojalá pudiera liberarte de tu sufrimiento.
—Nada me librará de él —replicó Kenji—. Nunca superaré la muerte de mi hija. Ahora debo elegir entre seguirla al mundo de los muertos o continuar entre los vivos, conviviendo con mi dolor. Mientras tanto...
Kenji exhaló un suspiro. El resto de los moradores de la casa se había retirado a dormir. El ambiente era algo mal fresco y desde la montaña llegaba una ligera brisa. Una única lámpara ardía a un costado de Kenji. Shizuka se movió un poco para verle la cara.
—¿Qué? —le incitó a proseguir.
Dio la impresión de que Kenji cambiaba de tema.
—Sacrifiqué a Shigeru al entregárselo a los Kikuta con el fin de alcanzar la unidad en la Tribu. Ahora también me han arrebatado a mi hija.
De nuevo se quedó en silencio.
—¿Qué planes tienes?
—El hijo de Yuki es mi nieto, el único que tendré jamás; me cuesta aceptar que los Muto nunca disfrutaremos de él. Conociendo a su padre, sé que también se interesará por el niño. Ya he dicho otras veces que no buscaré la muerte de Takeo; ésa es en parte la razón por la que he pasado oculto en esta aldea todo el verano. Ahora iré más lejos: quiero que la familia Muto llegue a un pacto con Takeo, que acordemos una tregua.
—¿Acaso deseas que nos enfrentemos a los Kikuta?
—Nunca volveré a llegar a ningún acuerdo con ellos. Si Takeo puede destruirlos, haré todo lo que esté en mi mano para ayudarle.
Por la expresión que percibió en el rostro de su tío, Shizuka supo que Kenji abrigaba la esperanza de que Takeo le ofreciera la venganza que tanto anhelaba.
—Destruirás a la Tribu —advirtió con un hilo de voz.
—Ya nos estamos destruyendo entre nosotros —replicó él con tristeza—. Además, todo cambia a nuestro alrededor. Creo que hemos llegado al final de una era. Cuando esta guerra termine, quienquiera que salga victorioso gobernará sobre todo el territorio de los Tres Países. Takeo quiere conseguir su herencia y castigar a los tíos de Shigeru; pero, sea quien fuere el señor supremo de los Otori, Arai tendrá que enfrentarse al clan. O los Otori consiguen la victoria, o bien serán derrotados definitivamente y desaparecerán. La paz no reinará mientras sigan combatiendo en las fronteras.
—Da la impresión de que los Kikuta apoyan a los señores de los Otori en contra de Arai.
—Sí, me han llegado noticias de que el mismísimo Kotaro se encuentra en Hagi. Creo que a la larga, a pesar de su aparente poder, Arai no logrará alzarse sobre los Otori. Éstos cuentan con cierta legitimidad para reclamar los Tres Países, debido a su vínculo ancestral con la casa del emperador. Hace cientos de años se forjó a
Jato,
el sable de Shigeru, y se entregó como obsequio al clan con motivo de esa circunstancia.
Kenji se sumió en el silencio y una ligera sonrisa se le perfiló en los labios.
—Pero el sable encontró a Tákeo. No fue a Soichi ni a Masahiro —Kenji se volvió hacia su sobrina y amplió su sonrisa—. Te voy a contar una historia. Tal vez sepas que conocí a Shigeru en Yaegahara. Yo tenía unos veinticinco años; él debía de rondar los diecinueve. Yo trabajaba como espía y mensajero secreto para los Noguchi, quienes por aquel entonces eran aliados de los Otori. Ya sabía yo que cambiarían de bando durante la batalla y volverían a sus anteriores aliados, otorgando así la victoria a Iida y causando la muerte de millares de hombres. Al ejercer mi oficio, siempre me he mantenido al margen del bien y el mal, pero la profundidad que la traición puede llegar a alcanzar es un asunto que me fascina. Cuando el traicionado cae en la cuenta, con horror, de la deslealtad de su aliado, se produce una reacción que me agrada observar. Deseaba contemplar el rostro de Shigemori cuando los Noguchi se volvieran en su contra.
»De manera que, por ese motivo tan ruin, me encontré en pleno corazón de la batalla. Casi todo el tiempo permanecí invisible. Reconozco que el hecho de encontrarme en el fragor del combate, sin ser visto, resultaba de lo más emocionante. Alcancé a ver a Shigemori y observé la expresión de su rostro cuando entendió que todo estaba perdido. Le vi caer. Su sable, famoso y codiciado por muchos, le salió despedido de las manos en el momento de su muerte y fue a caer a mis pies. Lo recogí. Se hizo invisible, como yo, y pareció quedar adherido a mi mano. La empuñadura aún se notaba caliente,
Jato
me dijo que tenía que protegerlo y encontrar a su auténtico dueño.