—Me alegro de veros recuperada —dijo Fujiwara con helada corrección.
La boca de Kaede estaba tan seca que apenas lograba articular palabra.
—Gracias al cuidado de su señoría —susurró.
—Rieko dice que deseáis hablar conmigo...
—Siempre deseo la compañía de su señoría —empezó a decir Kaede, pero la voz se le quebró cuando observó que los labios de Fujiwara hacían una mueca de burla.
"No debo asustarme", pensó. "Si nota que tengo miedo, sabrá que me ha derrotado... Al fin y al cabo, sólo es un hombre. Ni siquiera me dejaba tener una aguja; sabe lo que soy capaz de hacer. Sabe que maté a Ilida". Kaede respiró hondo.
—Tengo la impresión de que están ocurriendo cosas que no entiendo. ¿Acaso he ofendido a su señoría? Os ruego que me digáis en qué me he equivocado.
—Soy yo el que no entiende algunas cosas que están sucediendo —replicó él—. Creo que podría hablarse de una conspiración. En mi propia casa. Nunca hubiera creído que mi esposa pudiera rebajarse a tal infamia, pero Rieko me comunicó sus sospechas y la propia criada las confirmó antes de morir.
—¿Qué sospechas? —preguntó Kaede sin mostrar emoción alguna.
—Que alguien os trajo un mensaje de Otori.
—Rieko miente —dijo Kaede; pero su voz contradecía sus palabras.
—No lo creo. Vuestra antigua doncella, Muto Shizuka, ha sido vista en la comarca. Me sorprendió. Si quería veros, debería haberse dirigido a mí. Entones recordé que Arai solía utilizarla como espía. La criada confirmó que Otori la había enviado. Aquello me conmocionó, pero imaginad mi asombro cuando la muchacha Muto fue descubierta en los aposentos de Ishida. Quedé destrozado. Ishida, mi sirviente más fiel, casi un amigo para mí. ¡Cuan peligroso resulta un médico en quien uno no pueda confiar! Le habría resultado sumamente fácil envenenarme.
—El señor Ishida es digno de la máxima confianza —repuso Kaede—. Está totalmente dedicado a vos. Aunque fuera verdad que Shizuka hubiera traído consigo un mensaje del señor Otori, eso no tiene nada que ver con el médico.
Fujiwara miró a Kaede como si ésta no hubiera entendido el sentido de las palabras del noble.
—¡Dormían juntos! —estalló—. Mi médico ha estado manteniendo un romance con una espía.
Kaede no respondió. No había sabido de aquella relación; había estado demasiado envuelta en su propia pasión como para darse cuenta. Ahora parecía lógico. Kaede recordó con cuánta frecuencia Shizuka acudía a los aposentos de Ishida a recoger hierbas o medicinas. Y ahora Takeo la había enviado con un mensaje para ella. Shizuka e Ishida se habían arriesgado a encontrarse e iban a ser castigados por ello.
El sol se había ocultado tras las montañas, pero aún no reinaba la oscuridad. La luz del crepúsculo caía sobre el jardín, apenas ahuyentada por el reflejo de las linternas. Un cuervo voló por encima de sus cabezas emitiendo amargos graznidos.
—Aprecio mucho a Ishida —dijo Fujiwara—. Y sé que vos estabais muy unida a vuestra doncella. Es una tragedia, por lo que debemos confortarnos mutuamente de nuestra congoja —Fujiwara dio una palmada—. Mamoru, trae vino. Creo que daremos inicio al espectáculo —el noble se inclinó hacia Kaede—. No hay prisa, tenemos toda la noche.
La joven aún no entendía el significado de las palabras de Fujiwara. Le escrutó el rostro y vio la cruel mueca de sus labios y la palidez de su cutis, así como el pequeño músculo de su mandíbula que le delataba. Los ojos de Fujiwara se volvieron hacia ella; Kaede apartó la mirada y la dirigió a los postes. Entonces, un repentino desfallecimiento la embargó; las linternas y las piedras blancas empezaron a dar vueltas a su alrededor. Hizo una profunda inspiración para calmarse.
—No lo hagáis —susurró—. No es digno de vos.
En la distancia, un perro empezó a aullar. Aullaba y aullaba sin cesar. "Es el perro de Ishida", pensó Kaede, quien tuvo la sensación de que era su propio corazón el que emitía aquellos aullidos, pues expresaban con exactitud el terror y la desesperación que la embargaban.
—La desobediencia y la deslealtad han de ser castigadas —sentenció Fujiwara—. Además, servirá de factor disuasorio para los demás.
—Si tienen que morir, dadles una muerte rápida —pidió Kaede—. A cambio, haré cualquier cosa que me pidáis.
—Pero si ya debéis hacerlo —replicó él, confundido—. ¿Qué otra cosa podríais ofrecer que una esposa no hubiera hecho ya?
—Sed compasivo —suplicó Kaede.
—Mi naturaleza no es misericordiosa —repuso él—. Ya no estáis en condiciones de negociar, mi querida esposa. Pensasteis que podríais utilizarme para vuestros propósitos. Ahora, yo os utilizaré para los míos.
Kaede escuchó pisadas sobre la gravilla. Miró en la dirección del sonido como si la potencia de su mirada pudiese alcanzar a Shizuka y salvarla. Varios guardias se encaminaron lentamente hacia los postes. Iban armados con sables y llevaban otros instrumentos metálicos cuya sola apariencia hizo estremecer a Kaede.
Casi todos los hombres mostraban un semblante sombrío; sólo uno de ellos sonreía, emocionado. Situados entre los guardias, Ishida y Shizuka se veían como pequeñas figuras, débiles cuerpos humanos con una inmensa capacidad de sufrimiento.
Ninguno de ellos emitió sonido alguno mientras los ataban a los postes; pero Shizuka levantó la cabeza y miró a Kaede.
"Esto no puede suceder. Tomarán veneno", pensó la joven.
Fujiwara dijo:
—No creo que hayamos dejado a vuestra mujer ninguna posibilidad de salvarse, pero será interesante comprobarlo.
Kaede no tenía ni idea de las intenciones de Fujiwara, ignoraba qué tortura y muerte cruel había planeado; pero en el castillo de los Noguchi había escuchado suficientes historias como para temerse lo peor. Estaba a punto de perder el control de sí misma. Se levantó a medias, algo impensable en presencia de Fujiwara, e intentó suplicarle, pero mientras las palabras le salían a borbotones se escuchó un alboroto que procedía del portón principal de la residencia. Los guardias saludaron con un grito y dos hombres entraron en el jardín.
Uno era Murita, el lacayo que había acudido a escoltar a Kaede y que más tarde había tendido una emboscada y matado a sus hombres. Llevaba el sable en la mano izquierda; su mano derecha aún mostraba la herida que la joven le había infligido con su espada. Kaede pensó que desconocía al otro hombre, aunque había algo en él que le resultaba familiar. Ambos se arrodillaron ante Fujiwara y Murita tomó la palabra:
—Señor Fujiwara, perdonad la molestia, pero este hombre dice que trae un mensaje urgente del señor Arai.
Kaede se había desplomado sobre el suelo otra vez, agradecida por aquel breve respiro. Volvió los ojos hacia el otro hombre, notó sus manos grandes y brazos largos y, con asombro, cayó en la cuenta de que era Kondo. Sus rasgos habían cambiado y, al hablar, su voz también sonaba distinta. Pero lo más seguro era que Murita y Fujiwara le reconocieran.
—Señor Fujiwara, el señor Arai os envía sus saludos.
Todo marcha de acuerdo con los planes.
—¿Ha muerto Otori? —preguntó el noble, mirando a Kaede por un instante.
—Todavía no —respondió el hombre—. Pero mientras tanto, el señor Arai os pide que le devolváis a Muto Shizuka. Tiene por ella un interés especial y desea que se mantenga viva.
Por un momento, el corazón de Kaede se inundó de esperanza. Fujiwara no se atrevería a dañar a Shizuka si Arai la reclamaba.
—¡Qué petición tan extraña! —exclamó Fujiwara—. Y qué extraño mensajero... —entonces, el noble le ordenó a Murita—: Desármale, no me fío de él.
El perro aulló de nuevo con más intensidad. A Kaede le pareció apreciar un momento de calma total y entonces, en el instante en que iba a hablarle a Fujiwara, en el que Murita daba un paso hacia Kondo y éste desenvainaba su sable, la tierra soltó un inmenso rugido y se levantó por los aires. La veranda salió volando; los árboles subieron disparados hacia el cielo y después se desplomaron pesadamente; la casa, a espaldas de Kaede, osciló violentamente y se partió en dos. Ahora más perros ladraban, frenéticamente, y los pájaros enjaulados piaban aterrorizados. El aire se llenó de polvo. Desde el edificio derrumbado llegaban los chillidos de las mujeres y el crepitar del fuego.
La veranda aterrizó pesadamente con un golpe seco que hizo temblar a Kaede. Quedó inclinada hacia abajo, con la parte inferior cerca de la casa; el techo se había desplomado casi por completo. Los ojos de Kaede estaban llenos de polvo y de astillas de madera. Por un momento, creyó que estaba atrapada; entonces se dio cuenta de que tenía una vía de escape y empezó a gatear por la extraña pendiente que ahora formaba la veranda. Por encima del borde, como si fuera en un sueño, vio cómo Shizuka se liberaba de sus ataduras, propinaba una patada en la entrepierna a uno de los guardias, le arrebataba el sable y le cortaba el cuello. Kondo ya había asestado a Murita un golpe mortal que casi le había partido en dos.
Fujiwara estaba tumbado junto a Kaede, cubierto parcialmente por el tejado desplomado. Su cuerpo estaba retorcido y daba la impresión de que no podía incorporarse; pero alargó el brazo y agarró a la joven por el tobillo. Era la primera vez que la tocaba. Sus dedos fríos la apretaban con tal fuerza que le resultaba imposible escapar. El polvo hacía toser al noble; sus ropas estaban sucias y bajo su perfume habitual se apreciaba el hedor del sudor y la orina; sin embargo, cuando habló su voz se mostraba calmada, como de costumbre.
—Si vamos a morir, muramos juntos —dijo.
Kaede escuchaba el crepitar de las lenguas de fuego que arrasaban la vivienda. Rechinaban y se retorcían como una criatura viviente. El humo se tornó más denso, le irritaba los ojos y enmascaraba el resto de los olores.
De nuevo, intentó liberarse de los dedos de Fujiwara.
—Quiero poseerte —dijo él—. Eras el ser más hermoso que jamás había visto. Quería que fueras mía, sólo mía. Quería intensificar tu amor por Takeo negándotelo, para así poder compartir la tragedia de tu sufrimiento.
—¡Soltadme! —gritó Kaede, quien ya sentía el calor del fuego que se acercaba—. ¡Shizuka! ¡Kondo! ¡Ayudadme!
Shizuka estaba ocupada con el resto de los guardias y luchaba contra ellos como un hombre. Las manos de Ishida seguían atadas al poste. Kondo, que acababa de matar a uno de los guardias por la espalda, giró la cabeza al oír a Kaede y se acercó a zancadas hasta la casa envuelta en llamas. De un salto, subió al borde de la veranda.
—Señora Otori —dijo Kondo—, os liberaré. Corred al jardín, a los estanques. Shizuka os cuidará. Kondo bajó por la pendiente y, deliberadamente, cortó la muñeca de Fujiwara. El noble emitió un espantoso grito de dolor; su mano cercenada soltó el tobillo de Kaede. Kondo empujó a ésta hacia arriba y la ayudó a descolgarse por el borde de la veranda.
—Tomad mi sable. Sé que podéis defenderos.
El guerrero le colocó la empuñadura de su espada en la mano y, rápidamente, le dijo:
—Cuando os juré mi fidelidad fui sincero y no permitiré que nadie os haga daño mientras viva. Pero, como guerrero, nunca debí dar muerte a un hombre de la posición de vuestro padre. Mayor crimen aún es acabar con la vida de un aristócrata como el señor Fujiwara. Tengo la obligación de pagar por ello.
Kondo miró a Kaede sin traza de ironía y sonrió.
—Corred —la apremió—. ¡Deprisa! Vuestro esposo vendrá a buscaros.
Kaede dio un paso hacia atrás. Vio que Fujiwara se incorporaba mientras la sangre le chorreaba del muñón de su muñeca. Kondo envolvió sus largos brazos alrededor del noble y le sujetó con firmeza. Al momento, las llamas estallaron a través de las frágiles paredes de la residencia y cayeron sobre ambos, devorándolos al instante.
El insoportable calor y los gritos aterradores aturdían a Kaede. "Fujiwara se está abrasando vivo y todos sus tesoros se están quemando", pensó casi fuera de sí. Le pareció oír los chillidos de Kumiko, que procedían desde el interior de la casa arrasada por las llamas, y deseó poder hacer algo para salvarla; pero cuando se disponía a encaminarse a la vivienda Shizuka tiró de ella hacia atrás.
—¡Estás ardiendo!
Kaede soltó el sable y se llevó las manos, inútilmente, a la cabeza. Las llamas se extendían por su cabello engrasado con aceite.
Llegó la puesta de sol y la luna se elevó sobre el mar en calma dejando una estela de plata por la que avanzaba nuestra flota. El astro de la noche brillaba con intensidad y se distinguía con nitidez la cadena de montañas que jalonaba la costa que acabábamos de abandonar. La marea se agitaba bajo el casco de las naves y las velas ondeaban en la brisa. Los remos caían sobre el agua con ritmo acompasado.
Llegamos a Oshima en las primeras horas de la mañana. Una bruma blanquecina emergía desde la superficie del mar y Fumio me explicó que persistiría varias noches más, mientras el aire se fuera enfriando. Aquel ambiente nebuloso resultaba perfecto para nuestros planes. Pasamos el día en la isla y lo dedicamos a abastecer las naves con provisiones procedentes de los almacenes de los piratas; también subieron a bordo más hombres de los Terada, equipados con espadas, cuchillos y otro tipo de armas que yo jamás había visto.
A media tarde nos dirigimos al santuario e hicimos ofrendas a Ebisu y a Hachiman, al tiempo que elevamos plegarias para que el mar estuviera en calma y lográramos derrotar a nuestros enemigos. Los sacerdotes nos entregaron caracolas, una por barco, y nos ofrecieron auspicios de buena fortuna que animaron a los hombres, aunque Fumio se tomaba todo aquello con cierto escepticismo y daba palmadas a su arma de fuego mientras afirmaba:
—Esto sí que nos traerá buena suerte.
Mientras tanto, a mí no me importaba rezar a cualquier dios, pues sabía que simplemente se trataba de diferentes rostros, creados por los hombres, de la verdad indivisible.
La luna casi llena se elevaba por encima de las montañas cuando zarpamos en dirección a Hagi. Esta vez Kenji, Taku y yo viajamos con Ryoma en su barca, más rápida y de menor tamaño. Dejé a Zenko al cuidado de Fumio, después de explicar a éste el parentesco del muchacho y hacerle ver la importancia de mantener con vida al hijo de Arai. Justo antes del amanecer la bruma comenzó a formarse sobre el agua y nos fue envolviendo a medida que nos acercábamos a la ciudad dormida. Desde el otro lado de la bahía escuchaba el canto de los primeros gallos y las campanas de los templos de Tokoji y Daishoin.