Endo y Miyoshi se acercaron a lomos de sendos caballos y los envié a llevar el mensaje a los soldados Otori. Poco a poco, la confusión reinante fue desapareciendo. Despejamos el puente y Endo se dirigió cabalgando hasta el otro extremo del viaducto para organizar un regreso ordenado a la ciudad. Muchos hombres se tranquilizaron hasta tal punto con mi mensaje que se pararon a descansar allí mismo, mientras otros decidieron marcharse a casa y tomaron rumbo hacia sus granjas o viviendas.
Miyoshi dijo:
—Debéis recibir al señor Arai a lomos de un caballo, señor Takeo.
Y me entregó su montura, un hermoso corcel negro que me recordó a
Aoi.
Entonces, atravesé el puente para hablar con los hombres que se encontraban en el otro extremo, quienes estallaron en vítores; después, regresé junto a Endo. Cuando las aclamaciones se aplacaron, escuché el sonido distante del ejército de Arai, que se aproximaba: los cascos de caballo y las fuertes pisadas de los soldados de a pie.
Descendían por el valle con los estandartes de Kumamoto y Seishuu desplegados y, en la distancia, recordaban a una hilera de hormigas. Según se acercaban, divisé a Arai a la cabeza de la tropa, montado en un caballo castaño; llevaba un yelmo con cornamenta y una coraza adornada de rojo.
Me incliné hacia abajo y le dije a Kenji:
—Debería ir a recibirle.
Kenji frunció el ceño mientras observaba el otro lado del río.
—Algo va mal —dijo con calma.
—¿Cómo dices?
—No estoy seguro, pero no bajes la guardia. No cruces el puente.
Mientras yo apremiaba a mi caballo hacia delante, Endo me dijo:
—Soy el lacayo principal del clan Otori. Permitidme llevar al señor Arai la noticia de nuestra rendición ante vos.
—Muy bien —aprobé—. Di le que acampe a sus tropas en aquel lado del río y tráele a la ciudad. Entonces podremos declarar la paz sin más derramamiento de sangre.
Endo avanzó cabalgando por el puente. Arai se detuvo y esperó en el extremo opuesto. Se encontraba el primero a medio camino del viaducto cuando Arai levantó la mano, mostrando el negro abanico de combate.
Se produjo un momento de tenso silencio. Zenko gritó a mi lado:
—¡Están preparando los arcos!
Arai dejó caer el abanico.
A pesar de que aquello estaba sucediendo ante mis propios ojos, no podía dar crédito a lo que veía. Durante unos instantes me quedé mirando a lo lejos con incredulidad, a medida que las flechas empezaban a llover sobre nosotros. Endo fue el primero en sucumbir y los hombres situados en la orilla, desarmados y desprevenidos, empezaron a caer como ciervos ante el cazador.
—¡Ya está! —dijo Kenji, desenvainando el sable—. Eso era lo que iba mal.
Yo ya había sido traicionado otra vez por el propio Kenji y por la Tribu. Pero esta traición procedía de un guerrero a quien yo había jurado mi fidelidad. ¿Para eso había matado a Jo—An? Ante tamaño ultraje, la furia me embargó y los ojos se me inyectaron en sangre. Había tomado el control del castillo, que según decían era inexpugnable; había mantenido a salvo el puente y pacificado a los hombres. También había entregado mi ciudad a Arai como un caqui maduro y, con ella, los Tres Países.
Los perros aullaban en la distancia y su lamento recordaba al de mi propia alma.
Arai avanzó a caballo por el puente e hizo un alto a medio camino. Al verme, se quitó el yelmo. Era un gesto de burla. Estaba saboreando su
poder, su
victoria.
—Gracias, Otori —exclamó en ese mismo momento con un grito—. ¡Buen trabajo! ¿Te rendirás ahora o prefieres que luchemos?
—Puede que gobernéis sobre los Tres Países —le contesté a voz en grito—, pero vuestra falsedad será recordada más allá de vuestra muerte.
Sabía que estaba a punto de librar mi última batalla y, como era de esperar, sería contra Arai. Pero nunca había pensado que sería tan pronto.
—No habrá nadie para contarla —se burló Arai en respuesta—. Tengo la intención de eliminar al clan Otori de una vez por todas.
Me incliné hacia delante, agarré a Zenko y tiré de él con fuerza hasta sentarlo a lomos de mi caballo, delante de mí. Tomé en mis manos la espada corta y la coloqué junto al cuello del muchacho.
—Tengo a tus dos hijos, ¿acaso vas a condenarlos a muerte? Te juro que mataré a Zenko en este instante y a Taku después, antes de que puedas alcanzarme. ¡Ordena detener tu ataque!
El rostro de Arai cambió de expresión y empalideció.
Taku seguía de pie, inmóvil, al lado de Kenji. Zenko tampoco se movió. Ambos miraban fijamente al padre que apenas habían conocido.
Entonces, Arai endureció el gesto y soltó una sonora carcajada.
—Te conozco, Takeo. Sé de tu debilidad. No fuiste educado como guerrero, veamos si eres capaz de matar a un niño.
Yo debería haber actuado de inmediato y con crueldad, pero no lo hice. Arai se volvió a reír.
—¡Suéltale! —gritó—. ¡Zenko, ven aquí!
Fumio me llamó en voz baja:
—Takeo, ¿disparo contra él?
No recuerdo si llegué a responderle. Tampoco me acuerdo de haber soltado a Zenko. Escuché el disparo del arma de fuego y vi cómo Arai saltaba hacia atrás en su montura cuando la bala le atravesó la coraza por encima del corazón. A medida que el caballo retrocedía, los hombres que rodeaban a Arai prorrumpieron en gritos de rabia y de horror y empezaron a cargar contra mis tropas. Zenko chillaba, aterrorizado. Entonces, con un rugido descomunal, la tierra estalló a nuestros pies.
Los arces de la otra orilla se elevaron por los aires y, al desplomarse, rodaron ladera abajo. A su paso, arrastraron al ejército de Arai, aplastándolo contra las rocas y el suelo y empujándolo hacia el río.
Mi caballo retrocedió presa del pánico, y cuando huía del puente a toda velocidad me tiró al suelo. Mientras me incorporaba, conmocionado por el golpe, el puente emitió un gemido que pareció humano. La hermosa construcción de piedra siguió lamentándose mientras se esforzaba por mantenerse en pie, pero instantes después se desmoronó y arrastró consigo a todos cuantos se encontraban encima. A continuación, el río pareció enloquecer. Desde la confluencia situada corriente arriba llegó un aluvión de aguas pardas que se desbordaron por la orilla que daba a la ciudad, arrastrando a su paso barcas y animales. La turbulenta corriente se trasladó a la orilla contraria, donde barrió lo que quedaba de ambos ejércitos. A su paso, destrozaban las barcas como si fueran palillos para comer y ahogaban a hombres y animales, empujando sus cadáveres en dirección al mar.
La tierra tembló ferozmente otra vez y a mis espaldas escuché el estruendo de casas que se derrumbaban. La cabeza me daba vueltas. Una gigantesca nube de polvo cubría el aire y en el estrépito los sonidos se confundían, por lo que no era capaz de distinguir su procedencia. Supe en todo momento que Kenji se encontraba a mi lado y que Taku estaba arrodillado junto a su hermano, quien también había caído cuando mi caballo retrocedió. A través de la neblina pude distinguir que Fumio se aproximaba hacia mí empuñando el arma de fuego con una mano.
Yo temblaba a causa de los sentimientos dispares que me embargaban; sentía una especie de euforia, de exaltación. Reconocía cuan insignificantes éramos los humanos frente a las grandes fuerzas de la naturaleza, al tiempo que daba gracias al cielo, a los dioses en los que yo decía no creer, quienes una vez más me habían librado de la muerte.
Mi última batalla había empezado y terminado en cuestión de minutos. Ya no pensaba yo en más combates; ahora mi única preocupación era salvar la ciudad del fuego devastador.
Buena parte del terreno que rodeaba el castillo quedó arrasada por las llamas. La propia fortaleza sucumbió tras el segundo temblor de tierra y mató a las mujeres y niños que allí se encontraban. Yo sentí cierto alivio, la verdad, pues sabía que no podía permitirles seguir con vida; pero me sentía incapaz de ordenar su muerte. Ryoma también murió entonces, pues su barca fue aplastada por las piedras que se desplomaron sobre el mar. Cuando días más tarde la marea arrastró su cuerpo a la costa, hice que le enterraran en Daishoin junto a los señores Otori y mandé esculpir su nombre en la lápida.
Los días siguientes apenas probé alimento y me resultaba casi imposible conciliar el sueño. Con la ayuda de Miyoshi y de Kenji organicé cuadrillas con los supervivientes para que retirasen los escombros, enterrasen a los muertos y atendieran a los heridos. Durante las largas y penosas jornadas de trabajo en cooperación y de sufrimiento compartido, las heridas abiertas entre los miembros del clan se fueron cauterizando. La opinión generalizada era que el terremoto había sido un castigo enviado desde el cielo por la traición de Arai. Y el cielo había demostrado que me favorecía. Yo era el hijo adoptivo de Shigeru y su sobrino por sangre; estaba en posesión de su sable, me parecía a él y había vengado su muerte. El clan me aceptó sin reservas como su legítimo heredero. Yo desconocía en aquel momento cuál sería la situación en el resto de las tierras. Los terremotos habían hecho estragos en gran parte de los Tres Países, pero no tuvimos noticias de otras ciudades. Yo era consciente de la inmensa tarea que tenía por delante: por un lado, restaurar la paz y, por otro, evitar que el siguiente invierno la población muriese de hambre.
La noche del terremoto no dormí en casa de Shigeru, ni tampoco los días siguientes. No me encontraba con fuerzas para acercarme hasta allí, por si la vivienda hubiera sido destruida. Me instalé con Miyoshi en lo que quedaba de su residencia, que había sufrido cuantiosos daños. Pero unos cuatro días después del seísmo, Kenji se acercó a mí por la noche, después de la cena, y me comunicó que alguien venía a verme. Mostraba una amplia sonrisa, por lo que en un primer momento pensé que podría ser Shizuka con un mensaje de Kaede.
Eran Chiyo y Haruka, las criadas de casa de Shigeru. Parecían débiles y agotadas y, cuando me vieron, temí que Chiyo muriera de la emoción. Ambas se arrodillaron a mis pies, pero hice que se levantaran y abracé a Chiyo mientras las lágrimas le surcaban el rostro. Ninguno de nosotros logró articular palabra.
Por fin, Chiyo dijo:
—Vuelve, señor Takeo. Tu casa te está esperando.
—¿Sigue en pie?
—El jardín está destrozado, porque el río lo anegó; pero la vivienda se conserva casi intacta. La prepararemos para ti.
—Iré mañana al atardecer —prometí.
—¿Vendréis también, señor? —preguntó entonces Chiyo a Kenji.
—Casi como en los viejos tiempos —respondió él sonriendo, aunque todos sabíamos que nunca sería lo mismo.
Al día siguiente, Kenji y yo, acompañados por Taku y varios guardias, fuimos caminando por aquella calle que me resultaba tan familiar. No llevé a Zenko, pues las circunstancias en las que murió Arai habían perturbado a su hijo mayor en gran medida. Yo estaba preocupado por él y lamentaba la confusión y el sufrimiento del muchacho; pero no tenía tiempo para dedicarle. Sospechaba que Zenko creía que su padre había muerto de manera innoble y que me acusaba de ello. Tal vez incluso me despreciara porque le hubiera permitido a él seguir con vida. Lo cierto es que yo no sabía qué trato darle: el de heredero de un poderoso señor de la guerra o el de hijo del hombre que me había traicionado. Pensé que lo mejor sería mantenerle apartado de mi vista por el momento y ponerle al servicio de la familia de Endo Chikara. Yo aún abrigaba la esperanza de que su madre, Shizuka, estuviera viva; cuando regresara, hablaríamos sobre el futuro de su hijo. Con respecto a Taku, no albergaba yo duda alguna. Le mantendría a mi lado, sería el primero de los niños espías que había soñado con entrenar y poner a mi servicio.
El distrito que rodeaba mi antigua vivienda apenas había sido tocado por el terremoto y los pájaros cantaban alegremente en los jardines. A medida que lo atravesábamos, yo recordaba cómo tiempo atrás había esperado escuchar la melodía del río según me aproximaba a la casa y me vino a la memoria la primera vez que había visto a Kenji en la esquina de la tapia. Ahora la melodía sonaba diferente; el torrente estaba atascado; la cascada, seca; pero el río aún lamía el muelle y el muro exterior de la vivienda.
Haruka había colocado las últimas flores silvestres y unos cuantos crisantemos en cubos situados a la puerta de la cocina, como de costumbre, y su intenso aroma de otoño se mezclaba con el olor a barro y a putrefacción de las aguas del río. El jardín estaba en ruinas y los peces de los estanques, muertos; pero Chiyo había lavado y pulido el suelo de ruiseñor. Cuando lo pisamos, arrancó a cantar bajo nuestros pies.
Las estancias de la planta inferior habían sido alcanzadas por el agua y el barro; Chiyo ya había comenzado a vaciarlas y se empezaban a reemplazar las esteras. Pero la sala de la planta de arriba estaba intacta. La anciana la había limpiado a conciencia hasta otorgarle el mismo aspecto que tenía la primera vez que la vi, el día que me enamoré de aquella casa.
Chiyo se disculpó por no poder ofrecerme agua caliente para el baño, pero nos lavamos con agua fría. La anciana se las ingenió para encontrar comida y nos preparó varios platos, así como unas cuantas frascas de vino. Comimos en la sala de arriba, como antaño hubiéramos hecho con tanta frecuencia, y Kenji hacía reír a Taku contándole lo mal estudiante y lo desobediente que había sido yo —imposible, decía—. Me embargaba una mezcla casi insoportable de lástima y de alegría, y cuando sonreía, lo hacía con lágrimas en los ojos. Pero, a pesar de mi congoja, el espíritu de Shigeru se encontraba en paz. Me parecía ver su sereno espíritu en la sala, con nosotros, mostrando su sonrisa franca. Sus asesinos estaban muertos y
Jato
había regresado a casa.
Por fin, Taku se quedó dormido, y Kenji y yo compartimos otra frasca de vino mientras observábamos cómo la luna se desplazaba por encima del jardín. La noche era fría; probablemente helaría. Cerramos las persianas antes de irnos a dormir. Pasé la noche inquieto, sin duda a causa del vino, y me desperté justo antes del alba, pensando que había oído un sonido extraño.
En la casa reinaba el silencio. Sólo se escuchaba la respiración de Kenji y Taku, dormidos a mi lado, y la de Chiyo y Haruka, en la habitación de la planta inferior. Habíamos apostado varios guardias en la puerta y con ellos había un par de perros. Me pareció escuchar la conversación en voz baja de los centinelas. Era posible que fueran ellos quienes me habían despertado.