El estado de ánimo de Rieko era de absoluto nerviosismo, pues el tifón la había sobresaltado tanto como los temblores de tierra ocurridos con anterioridad. Se encontraba al borde del colapso. A pesar de la contrariedad de la tormenta, Kaede se sentía satisfecha por haberse librado de la constante vigilancia de la mujer. Sin embargo, dos días después de que el viento amainase, el estado del tiempo mejoró y Rieko recuperó su salud y fortaleza habituales, junto a su irritante capacidad de intromisión.
Cada día parecía encontrar una tarea para embellecer a Kaede. Le depilaba las cejas; le frotaba la piel con salvado de arroz; le lavaba y peinaba el cabello; le empolvaba la cara hasta alcanzar un tono blanco, antinatural; le aplicaba cremas en los pies y las manos hasta que quedaban tan suaves y translúcidos como perlas. También elegía la ropa para Kaede y la vestía con la ayuda de las criadas. De vez en cuando, como un privilegio especial, le leía en alto o tocaba el laúd para ella, pues, según le contaba a la joven, tenía fama de gozar de grandes dotes musicales.
Fujiwara realizaba su visita una vez al día. Kaede, instruida por Rieko en el arte del té, preparaba la infusión para él llevando a cabo la ceremonia en silencio, mientras el noble examinaba cada uno de sus movimientos y la corregía alguna que otra vez. En los días soleados, las mujeres se sentaban en una estancia que daba a un pequeño jardín tapiado, donde crecían dos pinos retorcidos y un ciruelo de gran antigüedad, junto a macizos de azaleas y peonías.
—Disfrutaremos de las flores en la primavera —dijo Rieko mirando los arbustos de un monótono color verde.
Kaede reflexionó sobre el largo invierno que tenía por delante. Después vendría otro, y otro más, mientras que su vida se ¡ría reduciendo a la de un tesoro inerte, sólo visto por los ojos de Fujiwara.
El jardín le recordaba al del castillo de los Noguchi, donde se había sentado unos momentos junto a su padre. Le acababan de informar del matrimonio concertado con el señor Otori Shigeru y se sentía henchido de orgullo y aliviado porque su hija fuera a contraer un matrimonio tan ventajoso. Ninguno de los dos sabía entonces que aquel casamiento iba a resultar una farsa, una trampa para apresar a Shigeru. Dado que Kaede tenía pocos asuntos en los que ocupar sus pensamientos, rememoraba el pasado una y otra vez mientras que contemplaba el jardín y, según los días pasaban lentamente, observaba cualquier cambio, por insignificante que fuera.
El ciruelo empezó a dejar caer sus hojas y un anciano acudía para recogerlas, una a una, del tapiz de musgo. Cuando esto sucedía, Kaede tenía que ser retirada de su vista, como de la de cualquier hombre, pero ella le observaba desde detrás de una mampara. Con infinita paciencia, el anciano recogía cada una de las hojas con el índice y el pulgar —para que el musgo no sufriese daños— y las iba colocando en una cesta de bambú. Entonces, peinaba el musgo como si de cabello se tratase y eliminaba cualquier resto de ramitas o de hierba, lombrices, plumas de pájaro o fragmentos de corteza. Durante el resto del día la capa vegetal se veía impoluta y luego, poco a poco, de manera casi imperceptible, el mundo y la vida empezaban a dejar huella en ella. A la mañana siguiente, el proceso comenzaba otra vez.
En el tronco retorcido y en las ramas del ciruelo crecía liquen verde y blanco, y Kaede también lo observaba a diario con suma atención. Los más minúsculos acontecimientos tenían la capacidad de asombrarla. Una mañana, un hongo jaspeado de color rosa pálido, como si fuera una flor hecha de carne humana, brotó a través del musgo. Cuando, ocasionalmente, un pájaro se posaba en la copa de uno de los pinos y emitía su canto, el pulso de la joven señora se aceleraba.
El gobierno del dominio de Maruyama no había ocupado por completo su mente inquieta; ahora tenía tan poco que hacer que temía morir de aburrimiento. Intentaba escuchar el ritmo de los moradores de la casa más allá de las paredes de sus aposentos; pero pocos eran los sonidos que penetraban en aquel solitario lugar. Una vez oyó la melodía de una flauta y pensó que podría ser Makoto. Temía encontrarse con él, pues los celos la atenazaban al pensar que el monje era libre de ir de un lado a otro para estar con Takeo y luchar con él codo con codo; sin embargo, Kaede también anhelaba verle para tener alguna noticia, por insignificante que fuera. Pero no tenía forma alguna de saber si era el joven monje o no.
Aparte del aburrimiento, lo peor era no estar informada de ningún asunto. Se libraban batallas que se ganaban o se perdían, los señores de la guerra ascendían a lo más alto o caían en desgracia; pero Kaede de nada se enteraba porque toda clase de noticias se le negaba. Su único consuelo era que si Takeo estuviera muerto Fujiwara se lo habría hecho saber para mofarse de ella, para disfrutar con su sufrimiento.
Kaede sabía que Fujiwara continuaba con las representaciones de obras de teatro y a veces se preguntaba si el noble habría escrito la historia de la joven, como había sugerido en cierta ocasión. Con frecuencia, Mamoru le acompañaba en sus visitas y el señor le recordaba que debía estudiar las expresiones de Kaede y reproducirlas. A ella no le estaba permitido presenciar las obras, pero a veces oía retazos de diálogo y cánticos, además de las interpretaciones de los músicos o el redoble de tambores. De cuando en cuando captaba una frase que le resultaba familiar y la obra de la que procedía tomaba forma en su cabeza; entonces, se conmovía hasta las lágrimas por la belleza de las palabras y las melancólicas emociones que transmitían.
Su propia vida era igualmente melancólica y conmovedora. Forzada a contemplar los minúsculos detalles de su existencia presente, empezó a buscar modos de capturar sus propios sentimientos. Las palabras le llegaban de una en una. A veces pasaba el día entero seleccionándolas. Sabía poco sobre poesía, no más de lo que había leído en los libros de su padre, pero coleccionaba palabras como quien colecciona abalorios de oro y las unía en combinaciones que le resultaban hermosas. Después, las mantenía en secreto en el fondo de su corazón.
Lo que más le gustaba a Kaede era el silencio con el que los poemas tomaban forma propia, como las figuras de piedra de las cuevas sagradas de Shirakawa, formadas gota a gota por el agua calcárea. A Kaede le molestaba el charloteo de Rieko, una mezcla de malicia y de presunción expresada con frases triviales. También le importunaban las visitas de Fujiwara, la artificialidad del noble, que resultaba totalmente contraria a la verdad sin adornos que ella buscaba. Además de a éste, el único hombre al que Kaede veía era Ishida. El médico acudía cada varios días y la joven disfrutaba con sus visitas, aunque apenas se dirigían la palabra el uno al otro. Cuando Kaede empezó a crear poemas, dejó de tomar las infusiones calmantes que el médico le proporcionaba; quería conocer sus propios sentimientos, sin importarle la angustia que pudieran producirle.
Junto a la habitación que daba al jardín había un pequeño santuario doméstico con estatuas del Iluminado y de Kannon, el misericordioso. Ni siquiera Rieko se atrevía a impedir que Kaede rezara, y la joven se arrodillaba allí durante horas hasta que alcanzaba un estado donde la oración y la poesía se fundían, y el mundo cotidiano parecía llenarse de santidad y significado. A menudo meditaba sobre los sentimientos que la habían perturbado tras la batalla de Asagawa y la persecución de la Tribu por parte de Takeo, y se preguntaba si aquel estado de santidad que a veces rozaba podría traerle la respuesta de cómo gobernar sin recurrir a la violencia. Entonces se reprendía a sí misma, pues nunca volvería a gobernar, y tenía que admitir que, si pudiera hacerse con el poder, buscaría la venganza contra todos los que la habían hecho sufrir.
En el santuario, las lámparas ardían día y noche y con frecuencia Kaede encendía incienso y dejaba que la intensa fragancia la envolviera. De un marco pendía una pequeña campana y de vez en cuando sentía el impulso de hacerla sonar con fuerza. El tañido hacía eco en sus aposentos y las criadas intercambiaban miradas, cuidadosas de que Rieko no las viera. Sabían algo de la historia de Kaede; sentían lástima por ella y cada vez la admiraban en mayor medida.
Una de aquellas muchachas le interesaba a Kaede en particular. Sabía por los documentos de Shigeru que había copiado que varios miembros de la Tribu estaban empleados en la residencia de Fujiwara, aunque con toda seguridad él lo ignoraba. Dos hombres, uno de ellos el capataz de las tierras, recibían un salario que llegaba de la capital; presumiblemente eran espías colocados allí para informar a la corte sobre las actividades del aristócrata exiliado. Había dos mujeres en la cocina que vendían retazos de información a quienquiera que pagase por ellos. Y otra mujer, una criada, a quien Kaede creía haber identificado como aquella muchacha que tanto le llamaba la atención.
No tenía mucho en lo que basarse, más allá del hecho de que la jovencita le recordaba a Shizuka y que las manos de ambas eran similares. Al principio, al separarse de Shizuka, Kaede no la había echado en falta: su vida estaba completamente llena con Takeo; pero ahora, en la companía de mujeres, la añoraba muchísimo. Anhelaba escuchar su voz y echaba de menos su alegría y su coraje.
Sobre todo, Kaede deseaba recibir noticias. La chica se llamaba Yumi. Si alguien sabía lo que ocurría en el mundo de puertas afuera, eran los miembros de la Tribu; pero Kaede nunca estaba a solas con ella y temía abordarla, incluso indirectamente. En un primer momento la joven señora pensó que la muchacha podría haber sido enviada para asesinarla por algún tipo de venganza o para castigar a Takeo, y la observaba con disimulo; no con miedo, más bien con curiosidad. Se imaginaba cómo Yumi la mataría, qué se sentiría al morir y si su reacción sería de alivio o de pesar.
Kaede conocía la sentencia de muerte que la Tribu había dictado sobre Takeo, que había cobrado mayor fuerza tras la persecución que éste había llevado a cabo en Maruyama. No esperaba ninguna comprensión ni apoyo por parte de los miembros de la organización y, sin embargo, había algo en la actitud de la muchacha que le hacía pensar que no le era hostil.
A medida que los días se acortaban y se volvían más fríos, las mujeres de la residencia fueron sacando y aireando las prendas de invierno; lavaron la ropa de verano, la doblaron y la guardaron. Durante dos semanas, Kaede vistió túnicas de entretiempo y agradeció el abrigo que le proporcionaban. Rieko y las criadas cosían y bordaban, pero a Kaede no le estaba permitido ayudarlas. No es que le gustara la costura de un modo especial, pues al ser zurda le resultaba difícil, pero le habría resultado agradable llenar sus días vacíos con aquellas labores. Los colores de los hilos le resultaban hermosos y le fascinaba la forma en la que una flor o un pájaro cobraban vida sobre el tejido de seda. Se enteró por Rieko de que el señor Fujiwara había ordenado que se mantuvieran alejados de Kaede todo tipo de agujas, tijeras y cuchillos. Incluso los espejos debían ser traídos a su presencia exclusivamente por Rieko. Kaede se acordó de la pequeña arma con forma de aguja que Shizuka había fabricado para ella y escondido en la manga de su túnica; se estremeció al pensar el uso que le había dado en Inuyama. ¿Temía Fujiwara que Kaede pudiera hacer lo mismo con él?
Rieko nunca dejaba de vigilar a Kaede, excepto durante las visitas diarias de Fujiwara. La acompañaba al pabellón de baños, incluso a las letrinas, donde apartaba las pesadas túnicas a un lado y después le lavaba las manos en el aljibe. Cuando comenzaba la menstruación de Kaede, Fujiwara interrumpía sus visitas hasta que, pasada una semana, la joven había sido purificada.
El tiempo seguía su curso. El ciruelo mostraba sus ramas desnudas. Una mañana, el musgo y las agujas de los pinos aparecieron cubiertos de reluciente escarcha. La llegada del frío trajo como consecuencia una oleada de enfermedad. Primero, Kaede se constipó; la cabeza le dolía y tenía la garganta tan irritada como si se hubiera tragado varias agujas a la vez. La fiebre le provocó sueños angustiosos; pero pasados unos días se recuperó y tan sólo permaneció la tos, que le impedía descansar bien por las noches. Ishida le recetó corteza de sauce y valeriana. Para entonces, Rieko se había contagiado; parecía que en ella la enfermedad había cobrado mayor virulencia y la mujer enfermó mucho más que Kaede.
En el atardecer del tercer día desde que Rieko hubiera caído enferma, hubo varios temblores de tierra de baja intensidad. Éstos, añadidos a la fiebre, llevaron a Rieko a un estado de pánico y perdió todo control sobre sí misma. Alarmada, Kaede envió a Yumi a buscar a Ishida.
Para cuando el médico llegó ya era de noche. La luna plateada pendía del cielo, totalmente negro; las estrellas eran inmóviles puntos de luz.
Ishida le pidió a Yumi que trajera agua caliente. El médico elaboró un potente jarabe e hizo que la enferma se lo bebiera. Poco a poco, dejó de retorcerse y sus sollozos remitieron.
—Dormirá un rato —anunció Ishida—. Que Yumi le dé otra dosis si tiene otro ataque de pánico.
Mientras el médico hablaba, la tierra volvió a temblar. A través de las ventanas abiertas, Kaede vio que la luna se estremecía a medida que el suelo se levantaba y luego volvía a caer. La otra criada que se encontraba en la estáncia emitió un chillido y salió corriendo al exterior.
—La tierra ha estado temblando todo el día —dijo Kaede—. ¿Creéis que nos avisa de un terremoto?
—¡Quién sabe! —replicó Ishida—. Por si acaso, haréis bien en apagar las lámparas antes de iros a la cama. Yo me iré a casa, a ver qué hace mi perro.
—¿Vuestro perro?
—Si está dormido bajo la veranda, no habrá un terremoto importante; pero si está aullando, entonces empezaré a preocuparme.
Ishida se rió por lo bajo y Kaede cayó en la cuenta de que hacía mucho tiempo que no le había visto de tan buen humor. Era un hombre tranquilo, reservado y meticuloso, guiado por su deber hacia Fujiwara y su profesión médica; pero Kaede notó que aquella noche le había sucedido algo que había alterado su habitual serenidad.
Ishida se marchó y Yumi siguió a Kaede hasta la alcoba para ayudarla a desvestirse.
—El médico parece alegre esta noche —comentó Kaede.
Le resultaba de lo más agradable no tener a Rieko escuchando cada una de sus palabras. La túnica se le deslizó por los hombros y, mientras Yumi levantaba el cabello de Kaede para que el manto pudiera caer al suelo, la muchacha se acercó a la oreja de su señora y le susurró: