La noche era clara y la luna llena arrojaba una estela de plata sobre el mar en calma. La barca entonaba su canción de viento y de olas, la misma melodía que recordaba de las canoas en las que Fumio y yo habíamos navegado en Hagi. La sensación de libertad y la emoción prohibida de aquellas noches me vinieron a la memoria y alejaron la urdimbre de temor con la que la pesadilla me había atrapado.
Podía ver con bastante nitidez al joven, de pie, en el extremo de la barca. Sus rasgos me resultaban vagamente familiares; sin embargo, estaba convencido de que no lo había visto nunca antes.
—¿Cómo te llamas?
—Ryoma, señor.
—¿No tienes apellido?
Negó con la cabeza y pensé que no diría nada más. Al fin y al cabo, le había contratado únicamente para que me trasladara a Oshima; no tenía obligación de hablar conmigo. Bostecé y me ajusté el manto, dispuesto a echar una cabezada.
Entonces Ryoma dijo:
—Si tuviera apellido, sería el mismo que el vuestro. Abrí los ojos de par en par y agarré la empuñadura de
Jato,
pues lo primero que pensé era que el barquero se refería a los Kikuta, que era uno de sus asesinos. Pero él no se movió de la popa de la embarcación y, con un matiz de amargura en la voz, prosiguió:
—Por derecho propio debería llevar el apellido Otori, pero mi padre se negó a reconocerme.
Su historia no era infrecuente. Su madre había sido criada en el castillo de Hagi, unos veinte años atrás, y había atraído la atención de Masahiro, el más joven de los señores Otori. Cuando se descubrió su embarazo, Masahiro afirmó que la muchacha era una ramera y que el hijo podría ser de cualquiera. La familia de la joven no tuvo más remedio que venderla para la prostitución, por lo que su hijo perdió toda posibilidad de ser reconocido por el padre. Masahiro contaba con numerosos hijos varones legítimos y no tenía ningún interés por los nacidos fuera del matrimonio.
—Dicen que me parezco a él —añadió Ryoma.
Las estrellas se habían desvanecido y el cielo comenzaba a palidecer. La aurora tino el firmamento de un rojo tan intenso como el del atardecer del día anterior. Ahora que veía a aquel hombre con toda claridad, caí en la cuenta del motivo por el que me resultaba familiar. Llevaba el sello Otori en la cara, al igual que yo, si bien él mostraba la barbilla chata y los ojos cobardes de su padre.
—Sí, existe un parecido —convine yo—. De modo que somos primos.
No se lo dije a Ryoma, pero recordé con claridad la voz de Masahiro cuando, sin él saberlo, escuché sus palabras: "Si adoptáramos a todos nuestros hijos ilegítimos...'. Aquel joven me intrigaba; era lo que habría sido yo si no se hubiera producido una divergencia en nuestros caminos. Yo había sido reclamado por mis dos familias; él, por ninguna.
—Y ahora —dijo Ryoma— vos sois el señor Otori Takeo, adoptado por Shigeru y legítimo heredero del dominio; en cambio yo soy poco más que un paria.
—¿Es que conoces mi historia?
—Mi madre lo sabe todo sobre los Otori —respondió con una carcajada—. Además, ya conocéis de sobra vuestra fama.
Su actitud resultaba chocante: aduladora y familiar al mismo tiempo. Imaginé que su madre le había mimado, que había alentando en él falsas expectativas respecto a su posición social; le habría contado historias de sus parientes, los señores de los Otori, dejándole orgulloso e insatisfecho a la vez, carente de recursos para enfrentarse a la realidad de su propia vida.
—¿Es por eso por lo que accediste a ayudarme?
—En parte, sí. Quería conoceros. He trabajado para los Terada; he viajado a Oshima muchas veces. Dicen que es la entrada del infierno, pero yo he estado allí y he sobrevivido —su voz denotaba cierta jactancia. Hizo una pausa y, cuando volvió a hablar, lo hizo con tono de súplica—: Confiaba en que pudierais ayudarme, como contrapartida —me miró fugazmente—. ¿Pensáis atacar Hagi?
Yo no deseaba proporcionarle demasiada información, por si fuera un espía.
—De todos es conocido que tu padre y su hermano mayor traicionaron a Shigeru y le enviaron a manos de Ilida. Les considero responsables de su muerte.
Entonces Ryoma sonrió.
—Eso es justo lo que esperaba. Yo también tengo una cuenta pendiente con ellos.
—¿Con tu propio padre?
—Le odio más de lo que un hombre es capaz de odiar—replicó Ryoma—. Los Terada también detestan a los Otori. Si decidís atacarlos, es posible que encontréis aliados en Oshima.
Aquel primo mío no era un necio, sabía bien cuál era mi misión.
—Estoy en deuda contigo por haberme traído hasta aquí —dije yo—. He incurrido en muchas deudas para vengar a Shigeru. Cuando asuma el control de Hagi, pagaré todas ellas.
—Dadme mi apellido —suplicó él—. Es todo lo que pido.
A medida que nos aproximábamos a la isla, me contó que iba allí de cuando en cuando; llevaba mensajes y retazos de información sobre expediciones al continente o acerca del traslado de plata, seda y otros bienes valiosos entre las ciudades costeras.
—Los Terada no pueden hacer más que irritar a los Otori —afirmó Ryoma—. Pero entre vos y yo podemos acabar con ellos.
Yo no le mostré mi acuerdo ni mi desacuerdo. Entonces, le pregunté sobre el pescador y sobre cómo le había conocido.
—Si deseáis saber si yo creo en su necia doctrina, la respuesta es no, de ninguna manera —se echó a reír—. Mi madre sí comparte sus creencias; están muy extendidas entre las prostitutas. Tal vez en ellas encuentran consuelo a sus vidas desgraciadas. Además, saben mejor que nadie que, bajo las ropas, todos los hombres son iguales. Pero yo no creo en ningún dios ni en otra vida posterior. Nadie es castigado después de morir. Por eso quiero que los Otori sean castigados ahora.
El sol había eliminado la bruma y el cono del volcán se veía ahora con claridad; descollaba por encima del océano y expulsaba bocanadas de humo. Las olas arrojaban espuma blanca contra los oscuros acantilados. El viento, que soplaba con más fuerza, nos arrastró sobre el oleaje. Cuanto más nos acercábamos a la isla, mayor era la fuerza de la marea; una ola gigantesca cayó sobre nosotros y el estómago se me revolvió. Levanté la vista hacia el escarpado islote y respiré hondo un par de veces. No deseaba sentirme mareado cuando me encontrara con los piratas.
Rodeamos el promontorio y llegamos a sotavento. Ryoma me dio instrucciones a gritos para que empuñara el remo, ya que la vela se agitaba con fuerza. La desató y la dejó caer; a continuación, impulsó la barca a través del agua, ahora más calmada, y se dirigió a puerto.
Se trataba de un fondeadero natural de aguas profundas, a cuyo alrededor se habían construido muros y malecones de piedra. Al ver la flota de barcos allí amarrada, el corazón me dio un vuelco de alegría. Eran una docena, por lo menos; robustos y en perfecto estado para navegar, capaces de transportar decenas de hombres.
El puerto estaba custodiado por fortalezas de madera situadas a ambos extremos. Divisé hombres en el interior, apostados en las mirillas de tiro, sin duda con los arcos dirigidos hacia mí. Cuando Ryoma agitó los brazos y lanzó un grito, dos hombres salieron del fortín más cercano. No devolvieron el saludo, aunque, según se acercaban caminando hasta nosotros, uno de ellos hizo un ligero gesto de asentimiento con la cabeza. Cuando llegamos al muelle, el hombre gritó:
—Eh, Ryoma, ¿quién es el pasajero?
—El señor Otori Takeo —respondió Ryoma dándose aires de importancia.
—¿En serio? Será entonces tu hermano, ¿no? ¿Otra equivocación de tu madre?
Ryoma atracó la barca con notable destreza y la sujetó para mantenerla estable mientras yo desembarcaba. Los dos hombres seguían riéndose. Yo no deseaba provocar un altercado, pero tampoco iba a permitir que me insultaran sin arrepentirse por ello.
—Soy Otori Takeo —dije—. No soy la equivocación de nadie. Estoy aquí para hablar con Terada Fumio y con su padre.
—Y nosotros estamos aquí para alejar de ellos a la gente como tú —dijo el hombre más corpulento.
Tenía el cabello largo; la barba, tan poblada como los habitantes del norte; la cara, marcada por cicatrices. Blandió su espada delante de mí y sonrió. Fue muy fácil. Su arrogancia y su necedad le hicieron vulnerable al sueño de los Kikuta. Mantuve su mirada y, al momento, abrió la boca y la sonrisa se transformó en una mueca de asombro mientras los ojos se le ponían en blanco y las rodillas se le doblaban. Era un hombre voluminoso y, al desplomarse como un fardo, se golpeó la cabeza contra las piedras.
Su compañero sacó la espada para atacarme; era el movimiento que yo había estado esperando. En un abrir y cerrar de ojos, desenfundé a
Jato
y me desdoblé. Cuando el hombre golpeó inútilmente mi segunda imagen, asesté un golpe en su espada, que giró y salió volando por los aires.
—Comunica a Terada que estoy aquí —ordené.
Ryoma había amarrado la barca en el muelle y recogió la espada del hombre.
—Es el señor Otori, idiota. El de todas las historias que cuentan. Tienes suerte de que no te haya matado en el acto.
Otros hombres llegaron corriendo desde el fuerte y se fueron postrando de rodillas ante mí.
—Perdonadme, señor. No tenía intención de ofenderos —balbuceó el guardia abriendo los ojos como platos tras presenciar lo que sin duda era para él un acto de brujería.
—Por suerte para ti, me encuentro de buen humor —respondí—. Pero has insultado a mi primo. Creo que debes disculparte.
Con
Jato
apuntándole al cuello, el hombre se disculpó, lo que hizo que el rostro de Ryoma se iluminara con una sonrisa de satisfacción.
—¿Qué será de Teruo? —preguntó el guardia, y señaló a su compañero, inconsciente sobre el suelo.
—No le ocurrirá nada. Cuando se despierte, habrá aprendido a ser más educado. Ahora, tened la bondad de informar a Terada Fumio de mi llegada.
Dos de los hombres salieron corriendo mientras que los demás regresaban al fortín. Me senté sobre el muro del embarcadero. Un gato color carey que había observado el encuentro con interés se acercó al hombre yaciente, olisqueó y, acto seguido, se colocó de un salto junto a mí y empezó a limpiarse a lametazos. Nunca había visto yo un felino tan gordo. Los marineros tienen fama de supersticiosos; sin duda creían que el color del gato les traería suerte, por lo que lo mimarían y alimentarían en exceso. Me pregunté si lo llevarían consigo en sus viajes.
Acaricié al animal y paseé la vista por los alrededores. A espaldas de la ciudad se hallaba una pequeña aldea y, a mitad de la ladera de la colina, se elevaba una enorme edificación de madera, en parte castillo y en parte residencia. Desde allí se debía de apreciar un excelente panorama de la costa y del mar hasta la ciudad de Hagi. Me maravillé ante el emplazamiento y el modo en el que el edificio estaba construido. Entendí entonces por qué nadie había logrado expulsar a los piratas de su guarida.
Vi cómo los hombres subían a toda prisa por el sendero de la colina y les escuché comunicar mi mensaje a las puertas de la residencia. Al momento, percibí la voz de Fumio, tan familiar para mí; un poco más profunda y madura, tal vez, pero con la misma cadencia de entusiasmo que recordaba. Me puse en pie y caminé hasta el extremo del embarcadero. El gato se bajó del muro de un salto y me siguió. Una pequeña muchedumbre de lugareños se había congregado con actitud hostil y suspicaz. Mantuve la mano en la empuñadura de mi sable y abrigué la esperanza de que la presenda del gato los apaciguara. Permanecían de pie, observándome con curiosidad. Casi todos se mostraban tan tensos como yo mismo, mientras que Ryoma les informaba sobre mi identidad.
—Es Otori Takeo, hijo y heredero del señor Shigeru. Fue él quien mató a Ilida —explicaba, y de vez en cuando añadía, como para sí—: Me ha llamado primo.
Fumio bajó la colina corriendo. Yo había estado preocupado por su reacción, pero su bienvenida fue calurosa. Nos abrazamos como hermanos. Parecía mayor; se había dejado bigote y estaba más robusto —de hecho, se encontraba tan bien alimentado como el gato—, pero su rostro expresivo y sus ojos llenos de vida seguían siendo los mismos.
—¿Has venido solo? —preguntó Fumio mientras daba un paso hacia atrás para examinarme.
—Me trajo este hombre.
Señalé a Ryoma, quien se había puesto de rodillas al ver aproximarse a Fumio. Fueran cuales fuesen sus pretensiones, aquel hombre sabía dónde se encontraba el poder.
—No puedo quedarme mucho tiempo; confío en que me lleve de vuelta a la costa esta misma noche.
—Espera aquí al señor Otori —le ordenó Fumio y, mientras nos alejábamos, les dijo a los guardias—: Dadle algo de comer.
"Y no os riáis de él", quise añadir yo, pero temí avergonzarle aún más. Confié en que le trataran mejor después de mi intervención, aunque lo dudaba. Era la clase de hombre que invita a ser ridiculizado, siempre condenado al papel de víctima.
—Imagino que has venido con un propósito —comentó Fumio mientras avanzábamos colina arriba. No había perdido ni un ápice de su energía ni de su resistencia—. Nos daremos un baño y comeremos; después te llevaré ante mi padre.
A pesar de la importancia de mi misión, la tentación del agua caliente me resultaba más apremiante. La vivienda fortificada estaba construida alrededor de una serie de lagunas y de las rocas emanaba agua burbujeante. Aun sin contar con sus violentos habitantes, Oshima, la Puerta del Infierno, habría sido un lugar brutal: el volcán arrojaba humo por encima de nosotros, el aire olía a azufre y nubes de vapor brotaban de la superficie de las charcas, donde las rocas descollaban como cadáveres petrificados.
Entonces nos desnudamos y nos introdujimos en el agua humeante. Nunca me había bañado en agua tan caliente, casi hirviendo. Tuve la impresión de que la piel se me iba a desprender. Tras el primer momento de agonía, la sensación que me invadió fue indescriptible. Desaparecieron de un plumazo las duras jornadas de marcha, las noches a la intemperie, la travesía nocturna. Sabía que debía mantenerme en guardia —una amistad de la adolescencia no siempre es base suficiente para la confianza—, pero en aquel momento cualquiera podría haberme asesinado y, posiblemente, habría muerto feliz.
Fumio me dijo:
—De vez en cuando nos han llegado noticias sobre ti y sé que has estado muy ocupado desde que nos vimos por última vez. Lamenté mucho la muerte del señor Otori.
—Fue una pérdida terrible, no sólo para mí, sino para el clan. Todavía persigo a sus asesinos.