La medida no fue bien aceptada por la casta de los guerreros, quienes se habían beneficiado de los servicios de aquellos comerciantes. Éstos les habían proporcionado vino y productos derivados de la soja, les habían prestado dinero y, de vez en cuando, habían aceptado otros encargos más siniestros. La desconfianza que la casta militar sentía hacia mí se acrecentó. Intenté mantener a los guerreros ocupados con el entrenamiento de soldados y la vigilancia de las fronteras, mientras me encargaba de supervisar la recuperación de la economía. Yo había asestado un duro golpe a la clase de los comerciantes al haber eliminado a los miembros de la Tribu que a ella pertenecían; por otro lado, me había incautado de todos sus activos para invertirlos en el propio dominio e hice circular una gran riqueza, hasta entonces en manos de los mercaderes. Durante dos semanas pareció que nos enfrentaríamos a la escasez de productos de primera necesidad antes de la llegada del invierno; entonces descubrimos a unos campesinos emprendedores que, hartos de la extorsión de la Tribu, se dedicaban a destilar y fermentar en secreto y tenían conocimientos suficientes para asumir el control de la producción. Les proporcionamos el dinero necesario para que se instalaran en las antiguas viviendas de la Tribu; a cambio, tomamos un sesenta por ciento de las ganancias, que destinamos a las arcas del dominio. La práctica resultó tan lucrativa que entendimos que sólo tendríamos que cobrar un treinta por ciento de la cosecha de arroz, lo que a su vez nos otorgó popularidad entre los granjeros y aldeanos.
Distribuí las tierras y los bienes de la Tribu entre los hombres que me habían acompañado desde Terayama. A los parias les concedí una pequeña aldea emplazada a orillas de un río e inmediatamente empezaron a curtir las pieles de los caballos muertos en batalla. Me alegré de que aquellos hombres que tanta ayuda me habían prestado pudieran instalarse pacíficamente, pero mi protección hacia ellos desconcertaba a los notables de la ciudad, cuyos recelos aumentaban por momentos.
Cada semana llegaban más guerreros Otori para unir se a mis fuerzas. El ejército principal del clan, que había intentado tenderme una emboscada a las afueras de Terayama, me había perseguido hasta el río que cruzamos por el puente de los parias y seguía allí acampado, con la misión de controlar las carreteras entre Yamagata, Inuyama y el Oeste; por lo visto, también buscaban el enfrentamiento con Arai.
Casi todas las tardes me reunía con Kaede en el pabellón de té y, junto con Makoto y los hermanos Miyoshi, discutíamos sobre estrategia militar. Mi miedo principal era que, si permanecía en Maruyama demasiado tiempo, los Otori podrían rodearme por el norte y Arai por el sureste. Yo tenía la certeza de que este último regresaría a Kumamoto durante el verano. Me resultaba imposible luchar en dos frentes, por lo que decidimos que era el momento de enviar a Kahei y a Gemba a visitar a Arai para intentar firmar la paz, aunque fuera por un breve periodo de tiempo. Éramos conscientes de que teníamos muy poco con lo que negociar: nuestra fugaz alianza en contra de Iida, el legado de Shigeru y los documentos de la Tribu. Por otra parte, yo le había enfurecido cuando desaparecí y mi matrimonio con Kaede había supuesto un insulto para él. Además, según las noticias que me estaban llegando, su odio hacia la Tribu podría estar remitiendo.
No me hacía ilusiones sobre un acuerdo de paz con los Otori. Nunca podría negociar con los tíos de Shigeru y ellos jamás abdicarían a mi favor. El clan se hallaba tan dividido que su estado era prácticamente de guerra civil. Si yo atacaba su ejército principal, aunque me alzase con la victoria, ellos se batirían en retirada y volverían a Hagi, donde podrían resistir nuestro asedio hasta que el invierno acabara con nosotros. A pesar de haber recuperado el dominio Maruyama, no contábamos con recursos suficientes para un asedio prolongado tan lejos de nuestra base.
Habíamos logrado escapar de los Otori con la ayuda de los parias, a quienes a nadie más se le habría ocurrido recurrir. Empecé a cuestionarme cómo podía tomar al clan por sorpresa otra vez. Cuando pensaba en la ciudad de Hagi, la veía situada en la hondonada de la bahía, tan bien protegida tierra adentro, tan abierta al océano. Si no me era posible llegar por tierra, ¿podría, tal vez, acceder por mar?
Ningún señor de la guerra conocido por mí disponía de tropas que pudieran transportarse por el agua con rapidez. Sin embargo, la Historia nos cuenta que hace cientos de años un gigantesco ejército se hizo a la mar desde el continente, y habría salido victorioso si no hubiera salvado a las Ocho Islas una tormenta enviada del cielo. No paraba de acordarme del muchacho que había sido mi amigo en Hagi, Terada Fumio, quien huyó con su familia a la isla de Oshima. Fumio me hablaba de barcos y de navegación; también me enseñó a nadar. Él odiaba a los tíos de Shigeru tanto como yo. ¿Accedería a ser mi aliado?
No había compartido mis ideas con nadie hasta que una noche, después de que los guerreros se hubieran retirado, Kaede —quien me observaba sin parar y conocía todos mis estados de ánimo— me preguntó:
—¿Estás pensando en atacar Hagi de alguna otra forma?
—Cuando vivía allí, trabé amistad con el hijo de los Terada, una familia de pescadores. Los señores de los Otori habían elevado los impuestos de la pesca hasta tal extremo que los Terada se vieron obligados a tomar sus barcas y trasladarse a Oshima, una isla en la costa noroeste.
—¿Se hicieron piratas?
—Los mercados les estaban vetados y les resultaba imposible sobrevivir. Estoy pensando en hacerles una visita. Si los Terada cuentan con recursos suficientes y desean ayudarme, sería posible tomar el control de Hagi desde el mar. Pero tendríamos que hacerlo este año, y antes de que comiencen los tifones.
—No tienes por qué ir en persona —dijo Kaede— envía un mensajero.
—En lo que respecta a Fumio no hay problema, pero el resto de su familia no hablará con nadie más que conmigo. Ahora que las lluvias han terminado, Kahei y Gemba deben partir cuanto antes hacia Inuyama. Yo llevaré conmigo a varios hombres; a Makoto, tal vez a Jiro.
—Déjame ir contigo —suplicó Kaede.
Reflexioné sobre las dificultades de viajar con mi esposa. Tendría que llevar una criada para que la atendiera, sería necesario encontrar alojamiento adecuado...
—No, quédate aquí con Sugita. No quiero que los dos nos ausentemos del dominio al mismo tiempo. Amano también se quedará.
—Ojalá fuese yo Makoto —dijo Kaede—. Siento celos de él.
—Y Makoto está celoso de ti —repuse yo con tono ligero—. Considera que paso demasiado tiempo a tu lado. Las esposas cumplen un único propósito: proporcionar herederos. Para lo demás, cualquier hombre debe dirigirse a sus camaradas.
Yo estaba de broma, pero Kaede no se lo tomo así.
—Debería darte un heredero —apretó los labios y vi que los ojos se le cuajaban de lágrimas—. A veces tengo miedo de no volver a concebir. ¡Ojalá no hubiera muerto nuestro hijo!
—Tendremos otros —aseguré—. Niñas tan hermosas como su madre.
Tomé a Kaede entre mis brazos. A pesar de la calidez de la noche, ella tiritaba y su piel se notaba fría al tacto.
—No te vayas —imploró.
—Sólo estaré fuera una semana, como mucho.
Al día siguiente, los hermanos Miyoshi partieron hacia Inuyama para defender mi causa ante Arai. Un día más tarde, Makoto y yo iniciamos la marcha hacia la costa. Kaede seguía disgustada y nos despedimos de forma un tanto distante. Era nuestro primer desacuerdo. Ella deseaba viajar conmigo; yo podría habérselo permitido, pero no lo hice. En aquel momento no podía imaginar cuánto tiempo iba a durar mi misión ni cuánto sufrimiento tendríamos que soportar ambos hasta que volviéramos a vernos.
No obstante, inicié el viaje con buen estado de ánimo, junto a Makoto, Jiro y otros tres hombres. Vestíamos ropas de viaje, sin distintivos, por lo que podíamos avanzar deprisa y sin formalidades. Me agradaba la idea de abandonar la ciudad durante un tiempo y también me alegraba por dejar a un lado la sanguinaria tarea de erradicar a la Tribu. Las lluvias de la ciruela habían terminado y el cielo, limpio de nubes, mostraba un intenso color azul. A lo largo de la carretera divisamos numerosas señales del paulatino regreso de la prosperidad a las tierras de cultivo. Los campos de arroz ostentaban un brillante tono verde; la cosecha sería excelente. Al menos aquel año, nadie moriría de hambre.
Makoto solía mostrarse silencioso y reservado en presencia de Kaede, pero cuando estábamos a solas charlábamos como sólo pueden hacer los amigos íntimos. Él había sido testigo de mis momentos más débiles y vulnerables, y yo confiaba en Makoto como en ningún otro hombre. Le hablaba de todos mis asuntos y, con la excepción de Kaede, sólo él sabía de mi continua preocupación por el ataque de la Tribu y mi profundo disgusto por el modo en el que me veía obligado a actuar para aniquilar la organización. Lo único que Makoto lamentaba de mí era el profundo amor que sentía por Kaede. Tal vez tenía celos, aunque intentaba disimularlos; sin embargo, por encima de todo Makoto pensaba que existía algo antinatural en aquel sentimiento mío. No era apropiado que un hombre sintiera una pasión semejante por su esposa. Jamás me habló de este asunto, pero yo leía la desaprobación en su rostro.
Con su característica discreción, Makoto había tomado a Jiro bajo su ala y encontraba tiempo para enseñarle a escribir y para entrenarle en el uso del palo y la lanza. Jiro aprendía con prontitud. Aquel verano creció varios centímetros y, dado que se alimentaba debidamente, empezó a ganar envergadura. De vez en cuando, le sugería que regresase a Kibi para reunirse con su familia, pero él me suplicaba que le permitiera quedarse y juraba que seguiría a mi servicio o al de Makoto el resto de su vida. Jiro era el prototipo de hijo de campesino que se había unido a mi causa: ágil de mente, valeroso, fuerte. Solíamos armarlos con lanzas largas y les entregábamos corazas de cuero. Los organizábamos en destacamentos de veinte hombres y poníamos a uno de ellos a la cabeza. A quienes mostraban las aptitudes necesarias, los entrenábamos como arqueros. Desde luego, aquellos hijos de campesinos se encontraban entre mis hombres más valiosos.
En la tarde de la tercera jornada llegamos a la costa. No se veía tan desolada como en los alrededores de Matsue; de hecho, en aquel día de finales de verano el panorama era muy hermoso. Del mar en calma surgían abruptamente varios islotes de empinadas laderas. El agua era de un azul intenso, casi turquesa, y la brisa formaba ligeras olas que recordaban hojas de espada. Las islas, cubiertas por densas masas de pinos y cedros, parecían deshabitadas. A lo lejos, entre la bruma, distinguimos la voluminosa silueta de Oshima; el cono volcánico se encontraba oculto por las nubes. Más allá, fuera del alcance de la vista, se hallaba la ciudad de Hagi.
—Aquella debe de ser la guarida del dragón —dijo Makoto—. ¿Cómo piensas alcanzarla?
Desde el acantilado donde nos hallábamos la carretera conducía cuesta abajo hasta una pequeña bahía, donde se asentaba una aldea de pescadores: unas cuantas chozas, algunas barcas varadas en la playa de guijarros y un templo dedicado al dios del mar.
—Podemos usar una de esas barcas —dije yo con ciertas dudas, pues el lugar parecía desierto.
De las hogueras que los pescadores encendían para obtener sal del agua marina no quedaba más que pilas de troncos negros y chamuscados; no había la más mínima señal de movimiento.
—¡Nunca he navegado en una barca! —exclamó Jiro—. Sólo para cruzar el río.
—Yo tampoco —me confesó Makoto en voz baja mientras girábamos las cabezas de los caballos en dirección a la aldea.
Al vernos, los habitantes se habían ocultado; a medida que nos acercábamos a las chozas, intentaron huir. La belleza del entorno ocultaba una triste realidad. Yo había visto a muchos pobres a lo largo y ancho de los Tres Países, pero éstos eran los más míseros y desamparados que jamás había encontrado. Mis hombres salieron corriendo tras uno de los aldeanos que daba traspiés por la playa, mientras llevaba en brazos a un niño de unos dos años. Le atraparon sin dificultad, pues no podía correr más con su hijo a cuestas, y los trajeron a ambos de vuelta. El niño chillaba con todas sus fuerzas, pero el padre tenía el aspecto de quien está por encima del miedo o el sufrimiento.
—No vamos a herirte ni a quitarte nada —le aseguré—. Sólo estoy buscando a alguien que me lleve a Oshima.
El individuo elevó los ojos para mirarme y su rostro denotaba incredulidad. Uno de los hombres que le sujetaban le dio un manotazo.
—¡Habla cuando su señoría te pregunta!
—¿Su señoría? Aunque sea un señor, no se salvará de los Terada. ¿Sabéis cómo llamamos a Oshima? La Puerta del Infierno.
—Infierno o no, tengo que llegar hasta allí —repliqué—. Pagaré por ello.
—¿De qué nos sirve la plata? —preguntó el hombre con amargura—. Si alguien se entera de que tengo dinero, me matarán para quitármelo. Sólo sigo vivo porque no me queda nada que merezca la pena robar. Los bandoleros se llevaron a mi mujer y mis hijas. Mi hijo no se había destetado cuando secuestraron a su madre. Le alimenté con trapos mojados en agua y salmuera; yo masticaba pescado y se lo daba de mi propia boca, como las aves marinas. No puedo abandonarle para acompañaros a Oshima, porque allí podría morir.
—Entonces, encuentra a alguien que me lleve —le pedí—. Cuando regresemos a Maruyama enviaremos soldados para acabar con los bandidos. El dominio pertenece ahora a mi esposa, Shirakawa Kaede. Haremos de este sitio un lugar seguro para vosotros.
—No importa a quién pertenezca; su señoría no regresará de Oshima.
—¡Apresad al niño! —ordenó Makoto, indignado. Entonces le dijo al pescador—: Si no obedeces, tu hijo morirá.
—¡Quedaos con él! ¡Matadle! Es lo que debería haber hecho yo. Después, matadme a mí y mi sufrimiento habrá acabado.
Makoto saltó de su caballo y agarró al niño. Éste se aferraba como un mono al cuello de su padre y sollozaba ruidosamente.
—Dejadlos —dije mientras desmontaba y le entregaba las riendas a Jiro—. No podemos obligarlos —me quedé observando al hombre, atento para no encontrarme con su mirada; sin embargo, él no volvió a mirarme—. ¿Qué alimentos tenemos?
Jiro abrió las alforjas y sacó arroz envuelto en algas marinas, ciruelas encurtidas y pescado seco.
—Quiero hablar contigo a solas —le dije al hombre—. Siéntate con tu hijo a mi lado y come conmigo.