—Te lo contaré más tarde. Ese individuo tenía un compañero que huyó y sospecho que va a regresar con más hombres. Kahei dice que esta zona es un hervidero de forajidos. El hombre muerto debía de cobrar a quienes cruzaban el puente y si se negaban los decapitaba.
Makoto desmontó para observar las cabezas más de cerca.
—Algunos eran guerreros —afirmó entonces—, jóvenes, además. Deberíamos honrar su memoria decapitando al gigante.
Makoto sacó el sable del cinturón.
—No lo hagas —le advertí—. Tiene huesos de granito y dañarás la hoja del sable.
Makoto me miró con incredulidad y, sin articular palabra, hizo un rápido movimiento para cortarle el cuello. Su sable emitió un sonido casi humano. Los hombres que nos rodeaban ahogaron un grito de asombro y de miedo. Makoto, desolado, se quedó mirando la hoja partida de su espada y me miró, avergonzado.
—Perdóname —volvió a disculparse—. Debería haberte hecho caso.
La cólera me invadió. Saqué el sable mientras notaba cómo mi vista se nublaba de aquella forma que ya me resultaba familiar. ¿Cómo podría proteger a mis hombres si se negaban a obedecerme? Makoto había ignorado mi advertencia delante de aquellos soldados. Merecía morir por ello. Faltó poco para que perdiera el control y le atravesara con la hoja de la espada allí mismo, pero en aquel preciso momento escuché el tamborileo de cascos de caballo que llegaba desde la distancia, lo que me recordó que tenía enemigos de los que ocuparme.
—Era un demonio, no parecía humano —le expliqué a Makoto—. No podías saberlo. Ahora tendrás que combatir con el arco.
Hice un gesto para silenciar a los hombres que nos rodeaban. Se quedaron inmóviles, como si fueran de piedra; ni siquiera los caballos hicieron el menor movimiento. La lluvia había aminorado y caía una fina llovizna. En la mortecina luz empañada por la niebla parecíamos un ejército de fantasmas.
Escuché cómo se acercaban los bandidos chapoteando a través del terreno inundado. Al momento, surgieron de la bruma más de treinta jinetes y otros tantos hombres a pie. Formaban una banda variopinta y andrajosa. Algunos de sus componentes eran guerreros sin amo que montaban buenos caballos y portaban lo que en su día habrían sido armaduras espléndidas; otros eran el producto de los diez últimos años de guerras: fugitivos que huían de brutales amos de haciendas o de minas de plata, ladrones, lunáticos o asesinos. Reconocí al hombre que había escapado de la cabaña: corría arrimado al estribo del caballo que encabezaba la marcha. Cuando la banda se detuvo arrojando una nube de agua y de barro, aquel hombre me señaló de nuevo y gritó de nuevo algo ininteligible.
El jinete preguntó con un grito:
—¿Quién es el asesino de nuestro amigo y compañero Jin—emon?
Respondí:
—Soy Otori Takeo. Dirijo a mi ejército hacia Maruyama. Jin—emon me atacó sin ningún motivo y pagó por ello con su vida. Permitidnos el paso o pagaréis el mismo precio.
—Regresad a vuestro punto de partida —replicó el jinete con un gruñido—. Por aquí odiamos a los Otori.
Los hombres que le rodeaban empezaron a reírse de forma burlona. El jinete escupió sobre el suelo y blandió su sable por encima de la cabeza. Yo levanté la mano e hice una señal a los arqueros.
Al instante, el sonido de las flechas inundó el aire. Se trata de un ruido que provoca miedo: el silbido y el chasqueo de las astas, el golpe seco al clavarse en la carne, los gritos de los heridos. Pero en aquel momento yo no disponía de tiempo para reflexionar sobre ello, pues el cabecilla espoleó a su caballo y se acercó galopando hasta mí, con el brazo levantado blandiendo su sable.
Su caballo era más grande que
Shun,
y de mayor envergadura. Las orejas de mi bayo estaban echadas hacia delante y sus ojos se mostraban serenos. Justo antes de que el bandolero propinase el primer golpe,
Shun
dio un brinco hacia un lado y casi giró en el aire, de manera que pude atacar a mi enemigo desde atrás, y le partí el cuello y el hombro mientras él golpeaba en vano al lugar donde yo me había encontrado antes.
No era un demonio ni un ogro; sólo era un humano, y su sangre, de un rojo brillante, empezó a manar a borbotones. Su caballo siguió galopando mientras él se balanceaba sobre la silla de montar; al poco rato, cayó al suelo por uno de los flancos.
Shun,
mientras tanto, sin perder la serenidad en ningún momento, se había dado la vuelta para enfrentarse al siguiente atacante. Aquel hombre no llevaba yelmo y
Jato
le partió la cabeza por la mitad; por la profunda abertura empezó a salir sangre, así como masa encefálica y restos de hueso. El olor de la sangre nos rodeaba y se mezclaba con el de la lluvia y el barro. A medida que otros de nuestros guerreros se acercaban y se sumaban al combate, los forajidos iban quedando en inferioridad de condiciones. Los supervivientes intentaron huir, pero los perseguimos a caballo hasta darles muerte. Durante todo el día, un sentimiento de cólera había ido aumentando en mi interior y había cobrado nuevos bríos ante la desobediencia de Makoto; en aquella escaramuza breve y sangrienta, mi furia encontró una vía de escape. Estaba indignado por el retraso que aquellos estúpidos bandoleros nos habían causado y a la vez me sentía profundamente satisfecho de que hubieran pagado por ello con sus vidas. No es que fuera una batalla en toda regla, pero los derrotamos con facilidad, lo que nos otorgó la oportunidad de disfrutar de un sentimiento de victoria.
Tres de nuestros hombres murieron y dos resultaron heridos. Más tarde, me informaron de cuatro muertes por ahogamiento en el río. Shibata, uno de los compañeros de Kahei del clan Otori, tenía ciertos conocimientos sobre plantas medicinales y limpió y aplicó emplastes a las heridas de los lesionados. Kahei se adelantó al pelotón y cabalgó hasta el pueblo más cercano para buscar refugio donde pasar la noche, al menos para las mujeres. Makoto y yo organizamos al resto de la tropa y la instamos a continuar a paso más lento. Él se quedó al mando mientras yo regresaba al río, donde los últimos hombres cruzaban el puente flotante.
Jo—An y sus compañeros aún seguían en cuclillas al borde del agua. El paria se puso en pie y se acercó hasta mí. Por un momento sentí el impulso de desmontar y abrazarle, pero me limité a decirle:
—Gracias, Jo—An, a ti y a todos tus hombres. Nos habéis salvado del desastre.
—Ni uno solo de tus soldados nos lo ha agradecido —indicó Jo—An, y señaló con un gesto a los hombres que por allí pasaban—. Menos mal que trabajamos para Dios, y no para ellos.
—¿Vendréis con nosotros, Jo—An? —le pregunté.
Yo temía que si los parias regresaban a la otra orilla del río tal vez se enfrentarían a terribles penalidades por haber cruzado la frontera, talado árboles y ayudado a un proscrito.
Jo—An asintió con un gesto. Parecía exhausto y sentí lástima por él. No quería que los parias siguieran a mi lado, pues temía la reacción de los guerreros y sabía que su presencia entre nosotros causaría tensiones y protestas; pero me sentía incapaz de dejarles abandonados a su suerte.
—Tenemos que destruir el puente —comenté—, no sea que los Otori lo crucen para seguirnos.
Jo—An asintió de nuevo y llamó a los otros parias. Con evidentes señales de cansancio, se pusieron de pie y empezaron a desatar las cuerdas que mantenían las balsas unidas. Yo paré a algunos de los soldados de a pie, campesinos que portaban hoces y cuchillos de podar, y les ordené que ayudasen a los parias. Una vez cortadas las cuerdas, las balsas fueron arrastradas por la corriente y al poco rato la fuerza del agua las desmanteló por completo.
Me quedé unos instantes observando el agua cenagosa, volví a dar las gracias a los parias y les pedí que continuaran el camino junto a los soldados. Entonces, me dirigí a buscar a Kaede.
Ya se encontraba a lomos de
Raku,
al abrigo de la arboleda que rodeaba el santuario del dios del zorro. Reparé al momento en que Manami estaba subida en el caballo de carga que transportaba el arcón con los documentos sobre la Tribu y acto seguido sólo tuve ojos para Kaede. Su rostro se veía pálido, pero se mantenía erguida sobre la silla de montar y observaba al ejército que pasaba frente a ella con una leve sonrisa en los labios. Parecía radiante en aquel entorno agreste, mucho más feliz que en los salones elegantes, en los que yo la había visto comportarse con actitud moderada y sumisa.
En cuanto la miré, me atacó el irrefrenable deseo de abrazarla y pensé que moriría si no yacía con ella en breve. Mis sentimientos me tomaron por sorpresa y me avergoncé de ellos. Me dije que lo que debería preocuparme era su seguridad. Al fin y al cabo, yo era el caudillo de un ejército, tenía un millar de hombres en los que pensar. El incontrolable deseo por mi esposa me avergonzaba y me provocaba que me resultara difícil dirigirme a ella con naturalidad.
Al verme, Kaede se acercó hasta mí a lomos de Ra
ku.
Nuestros caballos se relincharon el uno al otro; nuestras rodillas se tocaron. Cuando inclinamos las cabezas para juntarlas, percibí su aroma a jazmín.
—La carretera ya está libre —le expliqué—. Podemos continuar la marcha.
—¿Quiénes eran?
—Forajidos, supongo —me mostré parco en palabras porque no quería llevar la sangre y la muerte al lugar donde Kaede se encontraba—. Kahei se ha adelantado para encontrar un refugio donde las mujeres podáis pasar la noche.
—Dormiré a la intemperie si puedo permanecer a tu lado —dijo Kaede con un hilo de voz—. Nunca antes había experimentado la libertad; hoy, en el viaje, bajo la lluvia, a pesar de todas las dificultades, me he sentido libre por primera vez.
Nuestras manos se rozaron por un instante y entonces me situé junto a Amano y empecé a hablarle sobre
Shun.
Los ojos me ardían y tuve que esforzarme por disimular mi emoción.
—Jamás he montado un caballo como éste. Da la impresión de que me lee el pensamiento.
Amano sonrió y se le formaron pequeñas arrugas alrededor de los ojos.
—Pensé que os gustaría. Alguien me lo trajo hace un par de semanas; posiblemente lo robaron o lo recogieron tras la muerte de su dueño. No puedo creer que nadie se desprendiera de este animal por voluntad propia. Es el caballo más inteligente que he conocido. El corcel negro es más llamativo, apropiado para dar una buena impresión; pero sé muy bien cuál de los dos elegiría yo para una batalla —Amano me mostró una amplia sonrisa—. El señor Otor¡ tiene suerte con los caballos. Eso les ocurre a algunas personas; es una especie de don por el que atraen a los animales más sobresalientes.
—Esperemos que sea un buen augurio para el futuro —repliqué yo.
Pasamos junto a la choza. Los muertos yacían en hileras a lo largo del dique. Mientras reflexionaba sobre la conveniencia de dejar atrás a algunos hombres para que quemaran o enterraran los cadáveres, se escuchó un alboroto que procedía de más adelante. Uno de los hombres de Kahei atravesó el pelotón a lomos de su caballo mientras pedía a gritos a los hombres que le dejaran paso y mencionaba mi nombre.
—¡Señor Otori! —exclamó el jinete, y se plantó frente a nosotros—. Vuestra presencia es requerida más adelante. Algunos campesinos han venido a hablaros.
Desde que atravesamos el río me había estado preguntando dónde estarían los habitantes de la zona. Cierto era que los campos de arroz se habían inundado por la corriente, mas no había señal alguna de que hubieran sido plantados con anterioridad. Las malas hierbas taponaban los canales de riego y, aunque en la distancia se divisaban las inclinadas techumbres de paja de las granjas, no salía humo por las chimeneas ni se escuchaba ningún sonido de actividad humana. El paisaje parecía desolado y maldito. Imaginé que Jin—emon y su banda habían intimidado y alejado del lugar, acaso asesinado, a todos los campesinos y aldeanos. Al parecer, la noticia de su muerte se había divulgado y había provocado que algunos de los fugitivos abandonasen su escondite.
Atravesé las líneas de soldados a medio galope. Los hombres me llamaban y se mostraban alegres; algunos incluso cantaban. No parecía preocuparles la noche que nos esperaba; daba la impresión de que tenían una fe ciega en mi habilidad para encontrar comida y alojamiento.
Situado a la cabeza del ejército, Makoto ordenó un alto. En el barro, un grupo de campesinos se sentaba sobre sus talones. Cuando llegué hasta ellos y desmonté, se arrojaron hacia delante. Makoto me explicó:
—Han venido a darnos las gracias. Los bandidos llevan casi un año aterrorizando esta comarca. Los campesinos no han podido plantar esta primavera por miedo a ellos. El ogro mató a muchos de sus hijos y hermanos, y varias de sus mujeres han sido secuestradas.
—Incorporaos —les pedí—. Soy Otori Takeo.
Los campesinos comenzaron a levantarse, pero al escuchar mi nombre volvieron a inclinarse hasta dar con la frente en el suelo.
—Incorporaos —dije otra vez—. Jin—emon ha muerto —repitieron la reverencia—. Podéis hacer lo que queráis con su cadáver. Retirad los restos mortales de vuestros parientes y otorgadles un entierro honorable —hice una pausa. Deseaba pedirles comida, pero temía que tuvieran tan pocos alimentos que, una vez nos hubiéramos marchado, les condenásemos a la muerte por inanición.
El campesino de mayor edad, a todas luces el dirigente del grupo, habló con voz vacilante:
—Señor, ¿qué podemos hacer por vos? Alimentaríamos a vuestros hombres, pero son tantos...
—Enterrad a los muertos. No nos debéis nada —repliqué—; pero tenemos que encontrar refugio para pasar la noche. ¿Qué podéis decirnos sobre el pueblo más próximo?
—Allí os darán la bienvenida —aseguró el campesino—. Kibi queda a una hora a pie. Tenemos un nuevo señor, uno de los hombres de Arai. Ha enviado guerreros contra los forajidos en muchas ocasiones durante el último año, pero siempre han sido derrotados. La última vez, dos de sus hijos murieron a manos de Jin—emon, al igual que mi hijo mayor. Éste es Jiro, su hermano. Llevadle con vos; os lo ruego, señor Otori.
Jiro era un par de años más joven que yo; estaba lastimosamente delgado, pero bajo su rostro manchado por la lluvia y el barro se apreciaba una aguda inteligencia.
—Ven aquí, Jiro —le pedí, y al instante el muchacho se puso en pie y se colocó frente a la cabeza de
Shun.
El animal olisqueó como para inspeccionarle—. ¿Te gustan los caballos?