—¿Qué significa ser uno de los Ocultos?
—Yo fui educado con ciertas creencias, que en su mayoría hoy no cumplo.
A medida que estas palabras salían de mi boca, noté que el vello de la nuca se me erizaba, como si un aliento frío hubiera pasado sobre mí. ¿Era verdad que yo había abandonado las doctrinas de mi niñez? Antes que renunciar a aquellas mismas creencias, mi familia había muerto.
—Dicen que Ilida castigó al señor Shigeru porque pertenecía a los Ocultos, al igual que mi pariente, la señora Maruyama —murmuró Kaede.
—Shigeru nunca me habló de ello. Conocía las oraciones y las entonó a la hora de su muerte, pero sus últimas palabras se las dedicó al Iluminado.
Hasta aquel día apenas había meditado sobre las últimas palabras de mi padre adoptivo, pues quedaron borradas por los terribles acontecimientos que vinieron a continuación y por el abrumador sufrimiento que me embargó tras su muerte. De repente, por vez primera, enlacé las palabras de la profetisa y las de Shigeru. "Todos son uno", había dicho la anciana. De modo que Shigeru había creído lo mismo... Escuché otra vez la serena risa de la profetisa y vi cómo Shigeru me sonreía. Me invadió la sensación de que algo muy profundo me había sido revelado, algo que yo no era capaz de expresar con palabras. El asombro casi me cortó la respiración. Por mi mente silenciosa empezaron a desfilar imágenes a toda velocidad: la serenidad de Shigeru a la hora de su muerte; la compasión de la anciana; mi propia admiración y emoción el primer día que llegué a Terayama; la pluma de bordes rojos del
houou
sobre la palma de mi mano... Entonces, vi la realidad que se escondía tras las doctrinas y las creencias, descubrí cómo la ambición de los humanos mancilla la verdad de la vida, entendí con lástima cómo todos estamos coaccionados por el deseo y la muerte: el guerrero, el paria, el sacerdote, el campesino o el mismísimo emperador. ¿Qué nombre podría otorgársele a tal verdad? ¿Cielo? ¿Dios? ¿Destino? ¿O acaso adquiría un millar de nombres, los nombres de los innumerables espíritus ancestrales que, según creen algunos, habitan este mundo? Todos ellos eran rostros de aquello que carecía de rostro, expresiones de lo que no puede expresarse, partículas de la verdad, nunca la verdad completa.
—¿Y la señora Maruyama? —preguntó Kaede, sorprendida por mi prolongado silencio.
—Creo que tenía fuertes creencias, pero nunca hablamos sobre ellas. Cuando la conocí, me dibujó en la mano el símbolo de los Ocultos.
—Enséñamelo —me pidió Kaede con un hilo de voz.
Y yo tomé la mano que me ofrecía y marqué el signo sobre la palma.
—¿Son peligrosos los Ocultos? ¿Por qué todos los odian?
—No son peligrosos. Tienen prohibido matar, y por eso nunca se defienden de los ataques. Creen que todos somos ¡guales a los ojos de su dios y que el Secreto los juzgará una vez que hayan muerto. Grandes señores, como Ilida, odian esta doctrina. Casi toda la casta de los guerreros la aborrece. Si todos fuéramos iguales y Dios lo contemplase todo, no sería posible maltratar a los demás. Si todos pensaran como los Ocultos, el mundo que hoy conocemos cambiaría por completo.
—¿Crees tú en sus enseñanzas?
—No creo que exista un dios como el que ellos veneran, pero sí pienso que todos tendríamos que ser tratados como ¡guales. Parias, campesinos y Ocultos deberían ser protegidos de la crueldad y el ansia de poder de la casta militar. Mi intención es aceptar a todo aquel que desee ayudarme. No me importa si se trata de campesinos o de parias; los uniré a mis tropas.
Kaede no respondió, e imaginé que tales ideas le resultaban extrañas e inaceptables. Yo ya no creía en el dios de los Ocultos, pero sus enseñanzas habían dejado huella en mí. Me vino a la mente la actitud de los campesinos a las puertas del templo, cuando atacaron a los guerreros Otori. Yo aprobé su actitud porque los veía como ¡guales, pero Makoto se había escandalizado y ofendido. ¿Tenía él razón? ¿Estaba yo quitando las cadenas a un ogro que nunca más volvería a controlar?
Kaede dijo con voz calmada:
—¿Creen los Ocultos que las mujeres son ¡guales a los hombres?
—Sí, lo son a los ojos de su dios. Por lo general, los sacerdotes son hombres; pero si no existe un varón de la edad indicada, la mujer más anciana de la aldea pasa a ocupar su lugar.
—¿Me permitirías luchar en tu ejército?
—Eres muy hábil y, si fueras cualquier otra mujer, me encantaría combatir a tu lado, como hicimos en Inuyama. Pero eres la heredera de Maruyama. Si murieses en combate, nuestra causa estaría perdida. Además, yo nunca podría soportarlo.
Abracé a Kaede y enterré la cara entre su cabello. Había algo más que tenía que comunicarle. Tenía que ver con la doctrina de los Ocultos y era algo que la casta de los guerreros encontraba incomprensible: está prohibido quitarse la vida. Susurré:
—Aquí hemos estado a salvo. Una vez que nos marchemos, todo será diferente. Confío en que podamos permanecer juntos, pero habrá ocasiones en las que tendremos que separarnos. Son muchos los que desean mi muerte, pero no moriré hasta que se cumpla la profecía y en nuestras tierras, que se extenderán de costa a costa, reine la paz. Quiero que me prometas que, pase lo que pase, a pesar de las noticias que te lleguen, no creerás que yo he muerto hasta que lo compruebes con tus propios ojos. Prométeme que no te quitarás la vida hasta que no veas mi cadáver.
—Lo prometo —respondió ella en voz baja—. Y deseo que tú hagas lo mismo.
Yo le hice el mismo juramento. Cuando se durmió, permanecí tumbado en la oscuridad y medité sobre lo que me había sido revelado. Se me había encomendado una misión: conseguir un país en el que reinaran la paz y la justicia, donde el
houou
no apareciese esporádicamente, sino que construyese su nido y, junto a sus polluelos, permaneciese para siempre.
Apenas dormimos unas horas. Cuando me desperté aún reinaba la oscuridad, y desde más allá de las murallas del templo me llegaron los ruidos de pisadas y de cascos de caballo que se alejaban por el sendero de la montaña. Llamé a Manami y a continuación desperté a Kaede y le pedí que se vistiera. Regresaría a buscarla a la hora de partir. Le entregué el arcón que contenía los documentos de Shigeru referentes a la Tribu. Consideraba que debía custodiarlos en todo momento, pues suponían una salvaguardia que me protegería de la sentencia de muerte que la Tribu había impuesto sobre mí; además, podrían proporcionarme una alianza con Arai Daiichi, en aquel entonces el señor más poderoso de los Tres Países.
La actividad en el templo era frenética. Los monjes no se disponían a acudir a las oraciones del alba, sino que realizaban preparativos para contraatacar a las tropas de los Otori y se equipaban ante la posibilidad de un asedio prolongado. Las antorchas arrojaban sombras parpadeantes sobre los sombríos rostros de aquellos hombres dispuestos a librar una guerra. Me enfundé la armadura de cuero, adornada con rojo y oro; era la primera vez que la iba a utilizar en combate. Me hizo sentirme mayor y abrigué la esperanza de que me otorgara la confianza que necesitaba. Cuando empezó a clarear, me dirigí a las puertas del templo con la intención de observar la marcha de mis hombres. Makoto y Kahei ya habían partido con las tropas de vanguardia. Desde el valle llegaban los cantos de los chorlitos y los faisanes; las gotas de rocío brillaban en la hierba y en las telarañas tejidas entre las hojas de bambú, que ya estaban siendo pisoteadas.
Cuando regresé al pabellón de invitados, Kaede y Manami estaban ataviadas con ropas de hombre, adecuadas para cabalgar. Kaede lucía una armadura elegida por mí y elaborada originariamente para un paje. También había mandado forjar una espada para mi esposa, quien la llevaba, junto a su puñal, bajo el cinturón. A toda prisa tomamos algo de comida fría y, a continuación, nos dirigimos al lugar donde Amano nos esperaba con los caballos.
Matsuda se encontraba junto a él, ataviado con yelmo y coraza de cuero, con el sable bajo el cinturón. Me arrodillé ante el abad para agradecerle todo lo que había hecho por mí. Él me abrazó como un padre.
—Envía mensajeros desde Maruyama —y añadió con tono optimista—: Llegarás allí antes de la luna nueva.
Su confianza en mí me alentó y me otorgó confianza.
Kaede subió a lomos de
Raku,
el caballo gris con crin negra que le había regalado; yo mismo monté el semental negro de los guerreros Otori al que Amano había dado el nombre de
Aoi.
Manami y otras mujeres que se disponían a viajar con nuestro ejército fueron colocadas sobre los caballos de carga, una vez que la criada de Kaede se hubo asegurado de que el arcón con los documentos de Shigeru estaba bien sujeto con correas a la grupa de su caballo. Nos unimos al destacamento a medida que éste ascendía a través del bosque por el empinado sendero de montaña, el mismo que Makoto y yo habíamos recorrido en nuestro camino hacia el templo el año anterior, en la época de las primeras nieves. El cielo parecía arder en llamas y el sol empezaba a rozar los picos nevados, que iban adquiriendo hermosos tonos rosa y oro. El aire helado nos entumecía las manos y las mejillas.
Me giré para contemplar Terayama por última vez. Sus amplios tejados con las puntas hacia arriba parecían emerger de un mar de vegetación, como si fueran enormes naves. Bajo el pálido sol del amanecer, decenas de palomas blancas revoloteaban alrededor de los aleros y el templo mostraba un aspecto de absoluta paz. Recé para que se conservara tal y como se veía en aquel momento, para que no fuera quemado ni destruido en la batalla que había de librarse.
El cielo escarlata del amanecer cumplió con la amenaza que presagiaba. Al poco tiempo, pesadas nubes grises llegaron desde el oeste arrastradas por el viento. En un primer momento descargaron chaparrones breves; después, una densa cortina de lluvia. A medida que ascendíamos en dirección al puerto de montaña, la lluvia dio paso a la aguanieve. Los jinetes avanzaban con mayor facilidad que los porteadores, quienes acarreaban gigantescas cestas a la espalda; pero, a medida que la nieve cuajaba, incluso los caballos encontraban dificultades para progresar. Yo siempre me había imaginado el inicio de una guerra como un acontecimiento heroico, en el que el sonido de las caracolas rasgaba el aire y los estandartes ondeaban al viento. Nunca había concebido aquella penosa marcha contra los elementos, aquella lamentable escalada que parecía no tener fin.
Llegó un momento en que los caballos no pudieron continuar, y Amano y yo desmontamos para ayudarlos a avanzar. Para cuando llegamos al desfiladero, estábamos calados hasta los huesos. El sendero era tan estrecho que no me permitía volver hacia atrás ni avanzar hacia delante para comprobar el estado de mi ejército. A medida que iniciamos la bajada por la ladera de la montaña me fijé en el camino serpenteante que teníamos a nuestros pies. Su oscuridad contrastaba con los últimos restos de nieve: recordaba a una gigantesca criatura de múltiples patas. Más allá de las formaciones rocosas aparecían bosques extensos y frondosos. Si algún enemigo nos estuviese esperando allí, nos encontraríamos totalmente a su merced.
Por fortuna, la zona boscosa estaba desierta; los Otor¡ debían de esperarnos al otro lado de la montaña. Una vez que hubimos llegado al abrigo de los árboles, nos topamos con Kahei, quien había hecho parar a las tropas de vanguardia para que se tomaran un descanso. Nosotros también hicimos un alto. Los hombres se dispersaron en pequeños grupos para orinar, y el aire húmedo se llenó del olor acre del orín de los soldados. A continuación, nos dispusimos a comer. Habíamos marchado durante cinco o seis horas y, para mi satisfacción, tanto mis hombres como los campesinos habían resistido estoicamente.
Durante la parada, la lluvia empezó a arreciar. Me sentía preocupado por Kaede, debido a los meses de enfermedad que había soportado; aunque parecía tener frío, en ningún momento emitió queja alguna. Comió frugalmente, pues no disponíamos de alimentos calientes ni de tiempo para encender hogueras. Manami se mostraba inusualmente silenciosa; no paraba de observar a mi esposa y daba un respingo cada vez que escuchaba un sonido. Al poco rato emprendimos la marcha de nuevo. Calculaba yo que había pasado el mediodía y que estaríamos entre la hora de la Cabra y la del Mono. La cuesta era cada vez menos pronunciada y el camino se fue ensanchando un poco, lo suficiente como para que pudiera cabalgar por uno de los lados. Dejé a Kaede al cuidado de Amano, apremié a mi caballo y empecé a avanzar a medio galope en dirección a la cabecera de la fila, donde me reuní con Makoto y Kahei.
Makoto, quien conocía la zona mejor que cualquiera de nosotros, me comunicó que había un pequeño pueblo llamado Kibi a corta distancia, en la otra orilla del río, donde deberíamos parar y pasar la noche.
—¿Crees que estará protegido por soldados?
—De ser así, sólo se trataría de una guarnición reducida. No hay castillo, y el propio pueblo apenas cuenta con baluartes.
—¿Quién es el propietario de las tierras?
—Arai colocó a uno de sus nobles —terció Kahei—. El antiguo señor y sus hijos habían apoyado a los Tohan en Kushimoto; todos perdieron la vida en combate. Algunos de los lacayos se unieron a Arai; el resto pasaron a ser soldados sin amo y se instalaron en las montañas, donde actúan como forajidos.
—Envía algunos hombres por delante a comunicar que necesitamos refugio para esta noche. Que expliquen que no buscamos batalla, que sólo estamos de paso. Veremos cómo responden.
Kahei asintió. Llamó a tres de sus hombres y los envió a galope mientras nosotros continuamos la marcha a menor velocidad. Apenas había transcurrido una hora cuando regresaron. Los caballos resollaban por el cansancio y sus flancos estaban cubiertos de barro; los ollares de la nariz se veían rojos, hinchados.
—El río se ha desbordado y ha derrumbado el puente.
Intentamos cruzar a nado, pero la corriente es demasiado fuerte. Aunque los jinetes consiguiéramos atravesar las aguas, los soldados de a pie y los caballos de carga nunca lo lograrían.
—¿Qué sabéis de las carreteras que discurren a lo largo del río? ¿Dónde está el próximo puente?
—La carretera que conduce al Este atraviesa el valle en dirección a Yamagata, donde se encuentran los Otori —explicó Makoto—. La carretera que va hacia el Sur se aleja del río y asciende por la montaña hacia Inuyama, pero el desfiladero no estará abierto en esta época del año.