—Seguro que volverá mañana —afirmó Sugita—. La señora Naomi realizaba muchos viajes parecidos. Los habitantes del dominio están acostumbrados a que su señora se desplace de semejante forma.
La criada llegó con té y comida, y mientras saciaba el hambre conversé brevemente con Sugita sobre mi viaje. No le había contado con precisión cuáles eran mis planes, por si no llegaba a conseguir mi objetivo, y ahora tampoco quise entrar en detalles; me limité a decir que estaba trabajando en una estrategia a largo plazo.
Nada se sabía de los hermanos Miyoshi ni tampoco había llegado noticia alguna sobre las andanzas de Arai o de los señores de los Otori. Tuve la impresión de que me movía en la penumbra. Deseaba hablar con Kaede y me irritaba aquella falta de información. Ojalá dispusiera de una red de espías que trabajara para mí... Me puse a pensar, como en otras ocasiones, si acaso sería posible encontrar niños con dotes extraordinarias, huérfanos de la Tribu —si es que existían—, y criarlos para mis propios propósitos. Medité sobre mi hijo, con un extraño sentimiento de añoranza. ¿Habría heredado una mezcla de los poderes de Yuki y los míos?
De ser así, los utilizaría en mi contra.
Sugita dijo:
—Me he enterado de la muerte del joven Jiro.
—Sí, lamentablemente ha muerto. Fue alcanzado por una flecha dirigida contra mí.
—¡Qué alivio que su señoría se salvara! —exclamó Sugita—. ¿Qué fue del asesino?
—Murió. Pero alguien volverá... Es obra de la Tribu —me pregunté cuánto sabía Sugita sobre mi sangre de la Tribu, qué rumores habrían circulado sobre mí durante mi ausencia—. ¿Qué ha ocurrido con el arcón y los pergaminos?
—La señora nunca los apartaba de su vista —replicó—. Si no están aquí, seguro que se los llevó consigo.
No quise desvelar mi preocupación y decidí no insistir en el asunto. Sugita se marchó y me di un baño. Llamé a una de las criadas para que me restregara la espalda y deseé que Kaede apareciera allí, como había hecho en casa de Niwa. Entonces, Yuki me vino a la mente y sentí una punzada de dolor. Cuando la criada se hubo marchado permanecí en remojo en el agua caliente; meditaba acerca de lo que le diría a Kaede, pues era consciente de que debía hablarle sobre lo que la profecía decía de mi hijo; sin embargo, no imaginaba cómo se lo podría expresar.
Manami había extendido las camas y aguardaba para apagar las lámparas. Le pregunté acerca del arcón con los documentos y ella me respondió lo mismo que Sugita.
Tardé mucho en conciliar el sueño. Escuché los primeros cantos de los gallos y, a continuación, justo cuando amanecía, caí en un profundo sopor. Cuando desperté, el sol brillaba en lo alto del cielo y los moradores de la residencia se hallaban en plena actividad.
Manami acababa de entrar con el desayuno y me insistía para que siguiera descansando, después de semejante viaje tan largo y fatigoso. En ese momento escuché la voz de Makoto en el exterior. Le dije a Manami que fuera a buscarle, pero él me llamó con urgencia desde el jardín, sin ni siquiera descalzarse las sandalias.
—¡Ven enseguida! Hiroshi, el niño, ha regresado.
Me puse en pie con tanta rapidez que golpeé la bandeja y la arrojé por los aires. Manami ahogó un grito de consternación y se apresuró a recoger los objetos caídos sobre la estera. Con cierta brusquedad, le ordené que dejara eso y me trajera ropa.
Una vez que me hube vestido, me reuní con Makoto en el exterior.
—¿Dónde está?
—En casa de su tío. Parece que no se encuentra muy bien... —Makoto me agarró por el hombro—. Lo lamento; trae noticias terribles.
Lo primero que me vino a la cabeza fue un terremoto. Vi de nuevo las llamas que habíamos intentado apagar en la aldea e imaginé a Kaede atrapada en ellas, prisionera en la casa arrasada por el fuego. Me quedé mirando a Makoto, percibí el dolor en sus ojos e intenté inútilmente pronunciar las espantosas palabras.
—No está muerta —aseguró Makoto a toda prisa—. Pero, al parecer, Amano y el resto de los hombres fueron asesinados. Sólo Hiroshi logró escapar.
Yo no acertaba a imaginar qué había sucedido. Nadie osaría dañar a Kaede en las tierras de Maruyama ni en Shirakawa. ¿La habría secuestrado la Tribu para así castigarme a mí?
—Fue el señor Fujiwara —explicó Makoto—. Tu esposa se encuentra en su casa.
Llegamos corriendo hasta el muro exterior del castillo, atravesamos las puertas de entrada, bajamos la pendiente y cruzamos el puente que conducía a la ciudad. La casa de Sugita se hallaba justo enfrente. Una reducida y silenciosa muchedumbre se había congregado a las puertas de la vivienda. Nos abrimos paso entre la multitud y entramos al jardín. Dos mozos de cuadra intentaban persuadir a un caballo exhausto de que se pusiera en pie. Era un hermoso ruano cuyos flancos se veían oscurecidos por el sudor. Ponía los ojos en blanco y de la boca le salía espuma. Pensé que jamás volvería a levantarse.
—El muchacho cabalgó día y noche hasta llegar aquí —me explicó Makoto, pero yo apenas le presté atención.
Cada uno de los detalles que me rodeaban se me iba quedando grabado en la mente: el brillo de los suelos de madera, en el interior de la casa; la fragancia de las flores, colocadas en hornacinas; el canto de los pájaros en los arbustos del jardín. En mi cabeza, una voz repetía una y otra vez: "¿Fuj¡wara?".
Sugita salió a recibirnos con el semblante gris como la ceniza. No había palabra alguna que pudiera expresar sus sentimientos. Tenía el aspecto de un hombre decidido a quitarse la vida; no era ni la sombra del Sugita de la noche anterior.
—Señor Otori... —dijo con voz entrecortada.
—¿Está herido el muchacho? ¿Puede hablar?
—Os ruego que entréis y habléis con él, Hiroshi yacía en una habitación situada al fondo de la vivienda. La estancia daba a un pequeño jardín por el que fluía un torrente. El ambiente era más fresco que en el resto de la casa y la ardiente luz de la mañana quedaba amortiguada por la sombra de los árboles. Dos mujeres se encontraban arrodilladas junto al niño; una de ellas le limpiaba la cara y las extremidades con un paño húmedo; la otra sujetaba un cuenco de té y trataba de persuadir al muchacho de que lo bebiera.
Cuando entramos, las dos se detuvieron e hicieron una reverencia hasta dar con la frente en el suelo. Hiroshi giró la cabeza y, al verme, intentó incorporarse.
—Señor Otori —susurró y, a su pesar, los ojos se le cuajaron de lágrimas. Haciendo un esfuerzo por controlarlas, dijo—: Lo siento. Lo siento muchísimo. Perdonadme.
Sentí lástima por el muchacho. Se esforzaba al máximo por comportarse como un guerrero y por seguir el estricto código de la casta militar. Me arrodillé a su lado y, con gentileza, le puse la mano en el cabello. Todavía lo llevaba peinado como un niño; sólo tenía once años, aún le quedaban varios para la mayoría de edad. Con todo, intentaba a toda costa comportarse como un hombre.
—Cuéntame qué pasó.
Hiroshi me clavó los ojos en la cara, pero no le devolví la mirada. Habló en voz baja y con tono firme, como si hubiera estado ensayando el relato una y otra vez durante el largo trayecto de vuelta a casa.
—Cuando llegamos a la casa de la señora Otori, el lacayo principal, el señor Shoji (de quien no debéis fiaros, porque nos traicionó), le dijo a la señora que sus hermanas se encontraban de visita en la residencia del señor Fujiwara.
La señora le envió a recogerlas, pero él regresó diciendo que las muchachas ya no estaban allí y que el señor Fujiwara le diría a la señora Shirakawa (se negaba a llamarla de otra manera) dónde se encontraban sus hermanas si ella le visitaba en persona. Así que acudimos al día siguiente. Un hombre llamado Murita salió a buscarnos. En cuanto la señora Otori atravesó la cancela de la residencia, la atraparon. Amano, quien se encontraba a su lado, cayó asesinado en medio del revuelo que se formó. Yo no vi nada más —la voz de Hiroshi se fue apagando y el niño hizo una profunda inspiración antes de proseguir—: Mi caballo salió huyendo, asustado. No podía controlarlo. Debería haber escogido un animal más pacífico, pero me gustaba aquél... Es precioso. Amano me regañó, dijo que era demasiado fuerte para mí. No le hice caso. No pude defender a la señora...
Las lágrimas empezaron a surcar las mejillas del muchacho. Una de las mujeres se inclinó hacia delante y las enjugó.
Makoto, con gentileza, dijo:
—Debemos estar agradecidos a tu caballo. Sin duda te salvó la vida y, si no hubieras escapado, nunca nos habríamos enterado de lo que pasó.
Intenté pensar en algo que decir para confortar a Hiroshi, pero no había consuelo posible.
—Señor Otori —dijo el niño, intentando levantarse—, os enseñaré el camino. Podemos ir allí y traerla de vuelta.
El esfuerzo fue excesivo para él. Noté que los ojos se le nublaban. Le tomé por los hombros y le hice tumbarse. El sudor se entremezclaba con las lágrimas e Hiroshi temblaba de pies a cabeza.
—Necesita descansar pero se pone nervioso e intenta levantarse —me dijo Sugita.
—Mírame, Hiroshi.
Me incliné sobre él y dejé que mis ojos se encontraran con los suyos. El sueño le llegó de repente. Su cuerpo se relajó y su respiración se tornó acompasada.
Las mujeres, atónitas, ahogaron un grito, y percibí la fugaz mirada que intercambiaron. Me dio la impresión de que deseaban apartarse de mí, pues desviaban la cabeza y tenían sumo cuidado para no rozar mi ropa.
Dormirá mucho tiempo —dije—, es lo que necesita. Que me avisen cuando despierte.
Me puse en pie. Makoto y Sugita también se levantaron y me miraron con expectación. Pese a que en mi interior la cólera me devoraba, me mostraba aparentemente tranquilo, con el entumecimiento que suele seguir a la conmoción.
—Ven conmigo —le dije a Sugita.
Deseaba hablar con Makoto a solas, pero no quería arriesgarme a alejarme del lacayo. Temía que se clavase un puñal en el vientre y no podía prescindir de él. El clan de los Maruyama debía su fidelidad absoluta a Kaede, no a mí, ignoraba cómo reaccionaría ante tal noticia. Confiaba en Sugita más que en nadie del dominio y tenía la impresión que si él me era leal, los otros también lo serían.
Volvimos caminando a través del puente y ascendimos la cuesta del castillo. La muchedumbre que antes hubiéramos dejado a las puertas de la fortaleza había aumentado y en las calles iban apareciendo hombres portando armas. El el ambiente reinaba la intranquilidad; los lugareños, indignados, formaban corros, intercambiaban rumores y se preparaban para pasar a la acción. Tenía que apresurarme a tomar decisiones, antes de que la situación se descontrolase por completo.
Una vez que hubimos atravesado las puertas del castillo, le dije a Makoto:
—Prepara a los hombres. Llevaremos a la mitad de los guerreros y partiremos cuanto antes para enfrentarnos a Fujiwara. Sugita, quédate aquí y defiende la ciudad. Dejaremos dos mil hombres contigo. Aprovisiona el castillo por si se produce un asedio. Partiré mañana al amanecer.
El rostro de Makoto se mostraba grave y habló con preocupación:
—No actúes con precipitación. No sabemos dónde está Arai; podrían habernos tendido una trampa. El hecho de atacar a un hombre de la posición del señor Fujiwara te traerá enemigos y puede que sea mejor esperar...
Le interrumpí:
—Me es imposible esperar. Mi única intención es traer de vuelta a Kaede. Empieza los preparativos.
Durante todo el día la actividad fue frenética. Yo sabía que lo más indicado era pasar a la acción sin demora. Los habitantes de Maruyama se habían sentido furiosos y ultrajados ante los acontecimientos y quería beneficiarme de su reacción. Si retrasaba mis planes, podrían tener la impresión de que me sentía cohibido, que aceptaba las dudas que algunos albergaban sobre mi legitimidad. Era consciente de los riesgos que me disponía a correr y sabía que mis actuaciones eran precipitadas, pero no concebía otra forma de proceder.
Antes del atardecer le pedí a Sugita que convocara a los notables de la ciudad. En menos de una hora, el consejo se hallaba reunido. Expliqué mis intenciones a los ancianos, les advertí de las consecuencias que mis planes podrían traer consigo y les dije que esperaba su absoluta fidelidad hacia mí mismo y hacia mi esposa. Ninguno de ellos mostró su disconformidad —tal vez mi furioso estado de ánimo les impidió hacerlo—, pero no acababa de fiarme de ellos. Pertenecían a la misma casta que Fujiwara y Arai, y habían sido educados bajo el mismo código de honor. Yo confiaba en Sugita; pero, en ausencia de Kaede, tal vez el lacayo no fuera capaz de mantener la fidelidad de aquellos hombres.
Entonces ordené que me trajeran a
Shun
y salí a cabalgar para aclarar mis ideas y también para ejercitar al animal antes de obligarlo a emprender otro agotador viaje. Tamb¡én tenía interés por comprobar el estado de las tierras.
Ya se había recogido la mitad de la cosecha de arroz y los campesinos trabajaban día y noche para terminar la recolección antes de que el estado del tiempo cambiara. Aquellos con los que hablé me expresaron sus preocupaciones; temían la inminente llegada de un tifón y mencionaban como señales premonitorias del huracán el halo que rodeaba la última luna llena, la migración de los gansos y las molestias que sentían en sus propios huesos y articulaciones. Di órdenes para que los guerreros de Sugita ayudaran a los campesinos a reforzar los diques y las orillas de los campos de cultivo, en previsión de inundaciones; sin duda protestarían, pero yo abrigaba la esperanza de que el sentimiento de crisis venciera sobre su propio orgullo.
Más tarde, casi sin darme cuenta, me encontré a las afueras de la aldea donde los parias se habían instalado. El habitual olor a cuero y a sangre reinaba en el ambiente. Algunos hombres, Jo—An entre ellos, desollaban el cadáver de un animal. Reconocí el brillante color ruano, era el caballo de Hiroshi, el que yo había visto moribundo aquella misma mañana. Llamé a Jo—An con un grito, desmonté y le entregué las riendas a uno de los mozos que me acompañaban. Me acerqué a la orilla del río y me quedé allí, de pie. Jo—An se acercó y, de cuclillas al borde del agua, comenzó a lavarse la sangre de las manos y los brazos.
—¿Te has enterado de la noticia?
Él asintió. Entonces, me miró y dijo:
—¿Qué piensas hacer?
—Dime, ¿qué crees tú que debo hacer?
Deseaba que algún espíritu divino me hablara a través de él. Quería escuchar otra profecía... en la que Kaede estuviera presente, en la que nuestros destinos permanecieran unidos. Seguiría un augurio semejante con fe ciega.